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Ana oyó su risa cuando la mujer se encontró con una amiga y juntas se pusieron a probar un perfume tras otro. Las sedas bordadas y brocadas que vestían se agitaban en la brisa como pétalos de flores. Envidió aquella alegría.

Pero tendría que buscar mujeres más corrientes, y también pacientes que fueran varones, o de lo contrario jamás descubriría por qué Justiniano había pasado de ser un favorito de la corte del emperador, para al día siguiente convertirse en un exiliado, y afortunado de haber conservado la vida. ¿Qué habría ocurrido? ¿Qué debía hacer Ana para que se le hiciera justicia?

Al día siguiente, de mutuo acuerdo, dejaron la calle Mese y sus inmediaciones y buscaron más lejos, en las calles adyacentes, las tiendecitas y los distritos residenciales, situados al norte del centro, casi debajo de los descomunales arcos del acueducto de Valente, captando aquí y allá breves vislumbres de la luz que se reflejaba en las aguas del Cuerno de Oro.

Se encontraban en una callejuela, apenas lo bastante ancha para que se cruzaran dos asnos, cuando llegaron a un tramo de escaleras que subía a mano izquierda. Pensando que la altura les permitiría orientarse mejor, comenzaron a ascender. El pasadizo giró hacia un lado, y después hacia el otro. Ana estuvo a punto de tropezar con los escombros que cubrían los peldaños.

De repente, sin previo aviso, el camino se interrumpió bruscamente y se encontraron en un pequeño patio. Ana se quedó atónita al ver lo que la rodeaba. Todos los muros estaban deteriorados, algunos mostraban agujeros allí donde se habían desprendido fragmentos, otros lucían manchones negros causados por el fuego. El mosaico del suelo estaba roto, salpicado de piedras y trozos de azulejo, y los arcos de entrada que había alrededor se veían ahogados por las malas hierbas. La única torre que quedaba en pie estaba muy dañada y oscurecida por el humo. Oyó que Simonis reprimía un sollozo, mientras que Leo permanecía en silencio, con el semblante pálido.

De pronto, la terrible invasión de 1204 se hizo real, como si hubiera tenido lugar sólo unos años antes, en vez de hacía más de medio siglo. Ahora cobraron sentido otras cosas que habían visto, las calles cuyas viviendas continuaban en ruinas, invadidas de hierbajos y medio podridas, los embarcaderos destruidos que había visto Ana desde lo alto, la pobreza existente en una ciudad que a primera vista le había parecido la más rica del mundo. Los habitantes habían regresado hacía más de una década, pero las heridas de la conquista y del destierro continuaban abiertas.

Ana volvió el rostro, al tiempo que el terror imaginado hacía presa en ella y le dejaba el cuerpo helado incluso bajo el fuerte sol primaveral, en aquel lugar al abrigo del viento, donde debía hacer mucho calor.

Al final de aquella semana encontraron por fin una casa en una cómoda zona residencial situada en una ladera al norte de la calle Mese, entre las dos grandes murallas. Desde varias ventanas Ana podía ver la luminosidad del Cuerno de Oro, un retazo de azul entre los tejados que por un instante le proporcionaba el espejismo de algo inacabable, casi como si ella pudiera volar.

Era una casa bastante pequeña, pero en buen estado. Las baldosas de los suelos eran hermosas, y a Ana le gustaron de modo particular el patio, con su sencillo mosaico, y la enredadera que trepaba hasta el tejado.

Simonis se sintió satisfecha con la cocina, aunque hizo algún que otro comentario despectivo acerca de su tamaño, pero Ana vio, por la manera en que hurgaba en todos los rincones y tocaba las superficies de mármol de los muebles, el hondo fregadero y la mesa maciza, que en realidad le gustaba. Había un pequeño cuarto para almacenar cereales y verduras, estantes y cajones para las especias, y, al igual que en las demás zonas lujosas de la ciudad, acceso a abundante agua limpia, aunque un tanto salobre.

Había habitaciones suficientes para disponer de una alcoba cada uno, un comedor, un vestíbulo donde aguardarían los pacientes y una sala para consulta. Además, había otro cuarto con una puerta pesada a la que Leo podría poner un candado, donde Ana podía guardar hierbas medicinales, pomadas, ungüentos y tinturas, y naturalmente sus cuchillas quirúrgicas, sus agujas y sus hilos de seda. Allí dentro ubicó el armario de madera, con sus decenas de cajones, en los que puso las hierbas medicinales, cada una con su etiqueta, incluida una hoja entera o una raíz para no confundirlas entre sí.

Pero los pacientes no acudirían a ella, a pesar del discreto letrero que colocó en la fachada de la casa y que indicaba su profesión. Debía salir ella a buscarlos, dar a conocer su presencia y sus aptitudes a la gente.

Y, así pues, al mediodía se presentó en una taberna, bajo el intenso sol y el viento. Empujó la puerta y pasó al interior. Avanzó entre los parroquianos y vio una mesa con una silla vacía. Las demás estaban ocupadas por hombres que comían y hablaban animadamente. Por lo menos uno de ellos era un eunuco: más alto, de brazos largos, rostro blando y voz demasiado aguda, con aquel tono extraño, alterado, propio de los de su género.

– ¿Os importa que ocupe este asiento? -preguntó.

Fue el eunuco el que contestó, invitándola a sentarse. A lo mejor se sintió complacido de tener otro igual que él.

Se acercó un tabernero y le ofreció algo de comer: porciones de cerdo asado envueltas en pan de trigo, que ella aceptó.

– Os lo agradezco -dijo-. Acabo de llegar aquí, me he instalado en la casa de la puerta azul, colina arriba. Me llamo Anastasio Zarides, y soy médico.

Uno de los hombres se encogió de hombros y se presentó.

– Si me pongo enfermo, me acordaré -dijo en tono afable-. Si sabéis coser heridas, podríais quedaros por aquí cerca. Habrá trabajo para vos cuando hayamos terminado de pelear.

Ana no supo muy bien cómo responder, no sabía si aquel hombre estaba bromeando o no. Al entrar había oído unas cuantas voces exaltadas.

– Tengo aguja e hilo -ofreció.

Uno de los hombres soltó una carcajada.

– Si nos invaden, vais a necesitar algo más. ¿Qué tal se os da resucitar a los muertos?

– Nunca me he atrevido a intentar algo así-repuso ella con tanta naturalidad como le fue posible-. ¿No es más bien una tarea propia de un sacerdote?

Todos rieron, pero Ana percibió en aquellas carcajadas un matiz duro, amargo, de miedo, y comprendió la fuerza que tenía el trasfondo que apenas había captado hasta aquel momento, en su urgencia por encontrar una casa y comenzar a ejercer.

– ¿Qué clase de sacerdote? -exclamó con aspereza uno de los hombres-. ¿Ortodoxo o romano? ¿De qué lado estáis vos?

– Yo soy ortodoxo -contestó Ana en voz queda, respondiendo porque se sintió impulsada a decir algo. El silencio constituiría un engaño.

– Entonces, más vale que recéis mucho -le dijo el hombre-. Bien sabe Dios que vamos a necesitaros. Bebed un poco de vino.

Ana tendió su vaso y descubrió que le temblaba la mano. Se apresuró a volver a dejarlo en la mesa.

– Gracias. -Cuando el vaso estuvo lleno, lo levantó en alto y se obligó a sí misma a esbozar una sonrisa-. Brindemos por vuestra buena salud… salvo quizás un ligero sarpullido en la piel o alguna que otra urticaria. Se me da muy bien curar esas cosas, y no cobro demasiado.

Todos estallaron de nuevo en carcajadas y alzaron sus vasos.

CAPÍTULO 02

Ana fue visitando a sus vecinos uno por uno, se presentó e indicó su profesión. Varios de ellos contaban con médicos a quienes acudir, pero ella ya se lo esperaba. Les decía que su especialidad eran los males de la piel, sobre todo las quemaduras, y de los pulmones, y a continuación se iba sin presionar más.

También compró diversos utensilios para la casa, de la mejor calidad que se pudo permitir, en tiendas pequeñas, situadas a dos o tres calles de donde vivía. Allí también se presentó y explicó a qué se dedicaba. A cambio del favor de que recomendara las mercaderías que vendían, ellos se mostraron dispuestos a recomendar sus servicios a los clientes.