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En la segunda semana tuvo sólo dos consultas, relativas a afecciones tan leves que únicamente requirieron una sencilla poción para calmar el picor y la quemazón. Tras la atareada consulta que había heredado de su padre en Nicea, esto le resultó demasiado pequeño. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener el ánimo alto ante Leo y Simonis.

La tercera semana fue mejor. La solicitaron para que acudiera a un accidente que había tenido lugar en la calle: un anciano que se había caído y se había lastimado gravemente las piernas. El muchacho que fue a buscarla describió las lesiones de manera tan vivida, que Ana supo de inmediato qué lociones y ungüentos llevarse consigo, y qué hierbas para la conmoción y el dolor. Al cabo de media hora el anciano se sentía notablemente mejor, y al día siguiente ya estaba cantando las alabanzas de su médico. Corrió el rumor, y en los días que siguieron se triplicó el número de pacientes.

Ya no podía seguir postergándolo más, debía empezar a buscar información.

La persona por la que obviamente debía comenzar era el obispo Constantino, por medio de cuya ayuda Justiniano le había hecho llegar la última carta. Le había escrito muchas veces hablándole del obispo, de su lealtad a la fe ortodoxa, de su valentía en la causa de la resistencia contra Roma y de la bondad personal que mostraba hacia él, que en aquel momento era un extranjero en la ciudad. También había mencionado que Constantino era eunuco, y aquello era lo que ponía nerviosa a Ana en estos momentos. De pie en el cuarto de las medicinas, rodeada por los familiares aromas de la nuez moscada, el almizcle, los clavos y el alcanfor, cerró los puños con fuerza. Todos los amaneramientos, todos los gestos debían ser los adecuados. El más mínimo desliz haría recelar a Constantino y daría pie a un escrutinio más detallado. Se apreciarían más errores. Incluso podía ocurrir que diera la impresión de estar burlándose de él.

Encontró a Leo en la cocina, donde Simonis estaba poniendo sobre la mesa la comida del mediodía: pan de trigo, queso fresco, verduras y lechuga aderezada con vinagre de escila, tal como se prescribía para el mes de abril. Todos los meses tenían normas para lo que había que comer y lo que no, y Simonis estaba muy versada en dicho tema.

Al entrar Ana, Leo se volvió y dejó las herramientas que estaba usando para reparar la bisagra del armario. Desde que se mudaron a aquella casa, se había dado cuenta de las muchas habilidades que poseía Leo para todas las tareas prácticas.

– Ha llegado el momento de que vaya a ver al obispo Constantino -dijo en voz queda-. Pero antes de eso, necesito otra lección más… te lo ruego.

Como mujer, sólo habría podido practicar la medicina con pacientes femeninos, y habría podido obtener muy poca información acerca de la vida que había llevado allí Justiniano, la miríada de detalles que él no le había contado, pese a las muchas cartas que se cruzaron. Pero como eunuco, podía ir a todas partes.

Otra cuestión a tener en cuenta, de menos importancia pero que aun así le roía el pensamiento, era que no quería que la presionaran para que volviera a casarse. Era viuda, y aunque en ocasiones era capaz de pensar en Eustacio sin rabia ni dolor, le sería imposible tomar otro marido.

Te esfuerzas demasiado en parecer un hombre -dijo Leo-. Hay muchas clases de eunucos, dependiendo de la edad a la que fueron castrados y hasta qué punto. Los hay que fueron castrados tarde y son

Pese al calor que hacía, Ana sintió un escalofrío. El obispo la estaba mirando a la cara, observaba su postura, con las manos caídas a los costados, la actitud, propia de una mujer, de deferencia. Ella levantó las manos frente a sí, y luego no supo qué hacer y volvió a dejarlas caer. ¿Cuánto sabría el obispo acerca de Justiniano? ¿Sabría que sus padres habían muerto? ¿Que era viudo? Debía tener mucho cuidado.

– Su hermana se encuentra angustiada -dijo. Al menos aquello era cierto.

El amplio rostro de Constantino mostraba una expresión grave. Afirmó lentamente con la cabeza y contestó:

– Me temo que no tengo buenas noticias para ella. Justiniano vive, pero en el exilio, en el desierto que hay más allá de Jerusalén.

Ana procuró poner cara de sorpresa.

– Pero ¿por qué? ¿Qué ha hecho para merecer semejante castigo? Constantino apretó los labios.

– Fue acusado de complicidad en el asesinato de Besarión Comneno. Fue un crimen que conmocionó a toda la ciudad. Besarión no sólo era de noble cuna, sino además era considerado un santo por muchos. Justiniano tuvo suerte de no ser ejecutado.

Ana notaba la boca seca y se le hacía difícil respirar. Los Comnenos habían sido emperadores a lo largo de muchas generaciones, antes de los Láscaris y de los actuales Paleólogos.

– ¿Fue ésa la dificultad en que lo ayudasteis vos? -dijo, como si fuera una deducción-. Pero ¿por qué Justiniano iba a ser cómplice de algo así?

Constantino reflexionó unos instantes.

– ¿Estáis enterado de que el emperador tiene la intención de mandar emisarios a mediar con el Papa en el plazo de poco más de un año? -preguntó, incapaz de disimular un tono de voz que delataba sus sentimientos. Se notaba a las claras que éstos eran intensos y casi afloraban a la superficie, como los de una mujer, como los de un eunuco, según se decía.

– He oído comentarios aquí y allá -dijo Ana-, aunque tenía la esperanza de que no fueran ciertos.

– Pues son ciertos -repuso el obispo en tono áspero, con el cuerpo en tensión y levantando a media altura sus manos pálidas y fuertes-. El emperador está preparado para capitular en todo con tal de salvarnos de los cruzados, con independencia de la blasfemia que ello implique.

Ana era consciente de que, a pesar de su vehemencia, Constantino la observaba con gran atención.

– La Santísima Virgen nos salvará, si confiamos en ella -replicó-. Como nos ha salvado en el pasado.

Constantino elevó sus finas cejas.

– ¿Tan nuevo sois en la ciudad que no habéis visto las manchas que dejó el fuego de los cruzados hace setenta años? -preguntó.

Ana tragó saliva y repuso con actitud resuelta:

– Si en aquel momento nuestra fe era intachable, estoy en un error. Antes preferiría morir conservando mi fe que vivir habiendo traicionado a mi Dios en favor de Roma.

– Sois un hombre de convicciones -añadió Constantino al tiempo que se le iluminaba el rostro con una lenta sonrisa.

Ana volvió a su primera pregunta.

– ¿Por qué iba Justiniano a ayudar a alguien a matar a Besarión Comneno?

– No lo ayudó, naturalmente -replicó Constantino con pesar-. Justiniano era un hombre bueno, y era tan contrario como Besarión a la unión con Roma. Se sugirieron otras cosas, pero no sé qué verdad hay en ellas.

– ¿Qué cosas? -Ana se acordó de mostrar deferencia justo a tiempo, y bajó los ojos-. Si podéis decírmelas. ¿A quién se sospecha que ayudó Justiniano, y qué le ocurrió?

Constantino alzó un poco más las manos. Fue un gesto elegante y sin embargo, perturbador por su falta de masculinidad. Ana tenía muy en cuenta que el obispo no era un hombre, pero tampoco una mujer, y en cambio era un ser apasionado y sumamente inteligente. Él era lo que ella fingía ser.

– Antonino Kyriakis. -La voz de Constantino segó sus pensamientos-. Fue ejecutado. Justiniano y él eran amigos íntimos.

– ¿Y vos salvasteis a Justiniano? -Su tono de voz fue ronco, poco más que un susurro.

El obispo asintió despacio, dejando caer las manos.

– Así es. La condena fue el destierro al desierto.

Ana le sonrió, sin poder disimular el calor de su gratitud.

– Gracias, excelencia. Me dais ánimos para seguir luchando por mantener la fe.

Él le devolvió la sonrisa e hizo la señal de la cruz.