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Ana salió a la calle en medio de un torbellino de emociones: miedo, agradecimiento, pánico por lo que pudiera averiguar en el futuro, y entre todo ello la poderosa seguridad de que Constantino era fuerte, generoso y firme en su fe, una fe limpia y sin flaquezas. Claro que Justiniano no había asesinado a Besarión Comneno. Aunque entre ellos había notables diferencias físicas, en el color y en el equilibrio de las facciones, él era su hermano mellizo. Lo conocía tan bien como se conocía a sí misma. Él le había escrito, desesperado, en los últimos momentos, a punto de que lo condujeran al exilio, y le había dicho que el obispo Constantino lo había ayudado, pero no por qué razón ni de qué modo.

Ahora, su único propósito era probar la inocencia de su hermano. Apretó el paso mientras subía la calle empedrada.

CAPÍTULO 03

Cuando Anastasio Zarides se hubo marchado, Constantino permaneció unos minutos de pie en la sala pintada de ocre, la de los iconos. Aquel médico era un individuo interesante, y muy posiblemente podría resultar ser un aliado en la batalla que se avecinaba para defender la fe ortodoxa de las ambiciones de Roma. Era inteligente y sutil, y a todas luces poseía cultura. Roma, con sus burdas ideas y su amor por la violencia, no podía ofrecer nada a una persona así. Si poseía las cualidades de un eunuco, su paciencia, su flexibilidad de mente y su comprensión instintiva de los sentimientos, la impetuosidad de los latinos le resultaría tan repugnante como le resultaba a él.

Pero las preguntas que había formulado eran inquietantes. Constantino había supuesto que con la ejecución de Antonino y el destierro de Justiniano quedaría zanjado todo el asunto del asesinato de Besarión.

Se puso a pasear arriba y abajo por el colorido suelo.

Justiniano no había mencionado que tuviera ningún pariente cercano. Claro que uno no hablaba con frecuencia de sus primos, y mucho menos de otros familiares menos allegados.

Si Constantino no tenía cuidado, dichas preguntas podían volverte incómodas, pero debería ser fácil desembarazarse de ellas. Nadie más sabía en qué había consistido su participación, ni la razón por la que había prestado su ayuda, o suplicado clemencia, y Justiniano se encontraba a salvo en Judea, donde no podía decir nada.

Anastasio Zarides tal vez le fuera de utilidad, si en efecto era un médico experto. Por lo visto, era de Nicea, una ciudad famosa por su saber; seguramente había tenido más oportunidades de mezclarse con árabes y judíos y quizá de adquirir un poco de los conocimientos médicos de éstos. Le desagradaba admitirlo incluso para sí, pero a veces aquellas gentes estaban más capacitadas que los galenos que se atenían estrictamente a la enseñanza cristiana de que toda enfermedad era consecuencia del pecado.

Si Anastasio poseía una preparación mayor, tarde o temprano obtendría más pacientes. Cuando las personas están enfermas se sienten asustadas. Cuando temen encontrarse al borde de la muerte, en ocasiones revelan secretos que de lo contrario se guardarían.

Pasó el resto de la tarde ocupado en asuntos eclesiales, viendo a sacerdotes y demandantes que le solicitaban un favor u otro, consejo o benevolencia, una ordenación o la concesión de un permiso. En cuanto se hubo marchado el último de ellos, su mente volvió a concentrarse en el eunuco de Nicea y el asesinato de Besarión. Había ciertas precauciones que debía tomar, por si acaso aquel joven iba a alguna otra parte con sus preguntas acerca de Justiniano.

Constantino había imaginado que ya no quedaba ningún peligro, pero necesitaba cerciorarse. Se puso la capa de salir por encima de la túnica de seda y su dalmática cuajada de brocados y joyas y salió a la calle. Ascendió a toda prisa por la leve cuesta que subía en dirección a la maciza estructura de dos pisos que se elevaba más adelante, el acueducto de Valente. Llevaba en pie más de novecientos años, trayendo grandes cantidades de agua limpia a las gentes que habitaban aquella parte de la ciudad. Lo complacía el mero hecho de mirarlo. Sus grandes bloques de piedra caliza se sostenían en su sitio gracias a la genialidad de su técnica de construcción, más que por el mortero. Parecía indestructible y atemporal, como la Iglesia misma, que se sostenía gracias a la verdad y a las leyes de Dios, y aportaba el agua de la vida a sus fieles.

Dobló a la izquierda para tomar una calle más tranquila y continuó subiendo, al tiempo que se ceñía la capa un poco más. Iba a ver a Helena Comnena, la viuda de Besarión, por si acaso a Anastasio Zarides se le ocurría hacer lo mismo. Ella podía ser el eslabón débil de los que quedaban.

Había dejado de llover, pero quedaba humedad en el aire, y para cuando llegó a la casa de Helena estaba todo salpicado de barro y con las piernas doloridas. Iba acercándose a una edad y un peso en que las colinas ya estaban dejando de ser un placer.

Lo condujeron a un vestíbulo de entrada austero y espacioso, y a continuación a una antesala dotada de un exquisito suelo de azulejos, mientras el criado iba a informar a su señora de la llegada del obispo.

Oyó a lo lejos un murmullo de voces, y después una risa de mujer. No era una criada, le pareció demasiado suelta. Tenía que proceder de la propia Helena. Debía de estar con alguna otra persona. Sería interesante saber con quién.

El criado lo condujo por un pasillo que daba a otra puerta, lo anunció y seguidamente se retiró. Por el camino, Constantino se cruzó con una sirvienta que salía llevando en las manos un magnífico frasco de perfume. Era de cristal verdiazul, con un aro de oro en el borde, incrustado de perlas; ¿tal vez un regalo del visitante que había hecho reír a Helena?

En el centro de la estancia se hallaba la propia Helena. Poseía una belleza inusuaclass="underline" cuerpo menudo y talle corto. Las curvas del busto y de la cadera quedaban resaltadas por la manera en que su túnica se sujetaba al hombro y se anudaba con el cordón. Llevaba varios adornos más en el cabello, oscuro y exuberante, pero lucía una ausencia total de joyas, dado que, oficialmente, aún seguía de luto por la muerte de su esposo. Tenía unos pómulos notablemente salientes y una boca y una nariz delicadas. Bajo las cejas en forma de ala se le veían los ojos llenos de lágrimas.

Acudió al encuentro de Constantino con sombría dignidad.

– Habéis sido muy amable al venir, excelencia. Éstas son horas extrañas y solitarias para mí.

– Imagino cuan desolada debéis estar -repuso el obispo con dulzura. Sabía exactamente lo que había sentido Helena por Besarión, y conocía muchos más detalles de los que creía ella acerca de lo que le había sucedido. Pero ninguna de esas cosas sería reconocida nunca entre ambos-. Si existe algún consuelo que yo pueda ofreceros, no tenéis más que decirlo -prosiguió-. Besarión era un hombre bueno y leal a la verdadera fe. Ha sido un golpe más duro si cabe que lo hayan traicionado aquellos en los que confiaba.

Helena clavó sus ojos en los de él.

– Todavía me cuesta trabajo creerlo -dijo con voz apagada. No pierdo la esperanza de que surja algo que demuestre que ninguno de los dos era culpable. No puedo creer que haya sido Justiniano. Y que lo haya hecho a propósito. Tiene que haber un error.

– ¿Y cuál podría ser? -Lo preguntó porque necesitaba saber lo que Helena podría decir a otros.

Ella se encogió de hombros, un gesto breve, delicado.

– No he pensado en eso.

Era la respuesta que quería Constantino.

– Podrían venir otras personas preguntando -sugirió el obispo con toda naturalidad.

Helena alzó la cabeza y sus labios se abrieron para tomar aire. El pánico apareció en sus ojos tan sólo el tiempo suficiente para que él quedase satisfecho, porque enseguida lo ocultó.

Quizá sea afortunada por no saber nada. -En su voz no hubo la más mínima entonación interrogante, y, por más que Constantino lo intentó, no logró interpretar la expresión de su cara.

– Sí -convino en tono suave-. Me sentiré aliviado sabiendo que estáis a salvo de ese motivo adicional de angustia en vuestro duelo.