– Sí.
– ¿Y cómo os llamáis? -Anastasio Zarides.
– Bien. Venid conmigo. Acompañadme y no digáis nada. No os apartéis de mí.
El hombre dio media vuelta y echó a andar escaleras arriba, por un angosto callejón. Ni una sola vez se volvió para cerciorarse de que Ana lo seguía, pero caminaba despacio, de lo cual ella dedujo que procuraba no perderla.
Por fin se metió por un pequeño patio en el que había un pozo y frente a éste una estrecha puerta de madera. Al otro lado se abría una estancia de la que partía una escalera; ésta conducía a otra estancia superior, inundada de luz. En ella se hallaba sentado un hombre muy viejo de barba blanca. Tenía los ojos opacos como la leche, y se apreciaba a las claras que era ciego.
– Traigo conmigo al emisario de Bizancio, Jacob ben Israel -dijo Ben Ehud en voz baja-. Ha venido para ver la pintura. ¿Con tu permiso?
Ben Israel asintió con la cabeza.
– Enséñasela -aceptó. La voz le sonó ronca, como si no tuviera costumbre de hablar.
Ben Ehud fue hasta otra puerta que tendría apenas la estatura de un niño, la abrió y, tras reflexionar unos instantes, extrajo un pequeño cuadrado de madera envuelto en lino. Lo desenvolvió y lo sostuvo en alto para que lo viera Ana.
Ella experimentó un súbito sentimiento de decepción. Representaba la cabeza y los hombros de una mujer. El rostro se veía consumido por la edad, pero los ojos brillaban con una expresión casi extasiada. Vestía una túnica sencilla, del tono azul que tradicionalmente se asocia con la Virgen María.
– Estáis decepcionado -observó Ben Ehud-. ¿Opináis que ha merecido el viaje?
– No -contestó Ana-. En ese rostro no hay nada especial, no se ve pasión ni entendimiento. No creo que el artista la conociera en absoluto.
– El artista era médico, no pintor -señaló Ben Ehud.
– Yo también soy médico, no pintor -arguyó Ana-, y aun así me doy cuenta de que vale muy poco. María era la Madre de Cristo, en ella tuvo que haber algo más grandioso que lo que se ve ahí.
Ben Ehud dejó el cuadro en el suelo y regresó al armario. Sacó otra pintura algo más pequeña, la desenvolvió y la giró hacia Ana.
Era la efigie de una mujer que revelaba una expresión ajada por la edad y por el sufrimiento, pero cuyos ojos habían visto visiones que sobrepasaban el dolor humano. Había soportado lo mejor y lo peor, y se conocía a sí misma con una paz interior que el artista había intentado plasmar, pero al final éste había tenido la elegancia de reconocer que no le era posible captar lo infinito con los trazos de un pincel.
Ben Ehud miraba atentamente a Ana.
– ¿Deseáis este otro?
– En efecto.
Ben Ehud lo envolvió de nuevo en su tela y a continuación tomó otra pieza de lino, más grande, y repitió la operación. De la primera pintura no hizo caso, como si no mereciera consideración. Ya había cumplido con su cometido.
– No sé si responde a vuestras esperanzas -dijo el judío con voz queda.
– Vamos a creer que sí -repuso Ana.
Tras despedirse de Ben Ehud, Ana emprendió el regreso a su alojamiento llevando la pintura consigo, debajo de la túnica. No le faltaba mucho para llegar cuando se percató de que alguien la seguía. Se llevó una mano a la daga que tenía en el cinto, pero le procuró escaso consuelo; sólo la había empleado para comer o para alguna cura de primera urgencia.
Se obligó a sí misma a continuar andando, a paso vivo, pero reprimiendo el pánico. Llegó a la entrada de la posada justo en el momento en que se acercaba Giuliano en sentido contrario. Vio el miedo reflejado en su semblante, y quizá también en la prisa que llevaba. La aferró por los brazos y, tirando de ella, subió las escaleras y penetró bajo un arco. Junto a ellos pasaron tres hombres cubiertos por gruesos mantos de color gris y con el rostro oculto que salieron a una plaza abierta. Uno de ellos llevaba en la mano un cuchillo de hoja curva.
– ¡Tengo la pintura! -exclamó Ana en cuanto llegaron a su habitación y echó el pestillo a la puerta-. Es preciosa. Me parece que es auténtica, pero eso es lo de menos. Representa el rostro de una mujer que ha visto una parte de Dios que los demás sólo podemos anhelar.
– ¿Y los monasterios por los que has estado preguntando? -demandó Giuliano-. ¿Qué relación tienen con el cuadro?
Ana estaba atónita. Creía haber actuado con discreción, pero él se había enterado de algo.
– He estado haciendo indagaciones por mi cuenta -contestó, sabedora de que estaba abriendo una puerta que no iba a poder volver a cerrar-. No tienen nada que ver con Zoé.
– Pero Zoé está enterada -insistió Giuliano-. Por eso sabía que podía obligarte a venir. -Estaba haciendo suposiciones, Ana leyó en su semblante que se sentía confuso y dolido por aquella falta de confianza.
– Sí-respondió sin titubear. Debía contárselo en aquel momento, no quedaba más remedio-. Un pariente mío fue acusado de un crimen y enviado al exilio no muy lejos de aquí.
– De complicidad en un asesinato -respondió Ana-. Pero sus motivos eran nobles. Pienso que podré demostrarlo si pudiera hablar con él, que él me explicara los detalles, algo más que las piezas sueltas que ya tengo.
– ¿Y a quién se supone que asesinó? -preguntó Giuliano.
– A Besarión Comneno.
Giuliano abrió unos ojos como platos y exhaló el aire despacio.
– Estás pescando en aguas profundas. ¿Estás seguro de saber lo que haces?
– No, no estoy seguro en absoluto -replicó Ana con amargura-, pero no tengo otra alternativa. El veneciano no discutió.
– Voy a ayudarte. De entrada, lo mejor es que guardemos el cuadro en un lugar seguro.
– ¿Cuál?
– No sé. ¿Es muy grande?
Ana lo sacó, lo desenvolvió con cuidado y lo sostuvo en alto para que lo viera Giuliano. Observó su reacción, y vio que la incredulidad que expresaban sus ojos se transformaba en asombro.
– Hemos de subirlo al barco -dijo simplemente-. Es el único sitio en que estará a salvo.
– ¿Tú crees que esos hombres pretendían hacerse con él? -inquirió Ana.
– ¿Tú no? Además, sea como fuere, vendrán otros que querrán robarlo. Si Zoé conocía su existencia, ellos también.
– El monasterio que busco se encuentra en el monte Sinaí. -A Ana le costó trabajo pronunciar aquellas palabras.
Giuliano escudriñó su expresión, intentando comprender.
– ¿Un pariente? -dijo con voz queda.
¿Hasta dónde se atrevía a contarle? Cuanto más vacilara, más falso sonaría todo lo que dijera.
– Es mi hermano -dijo con un hilo de voz-. Lo siento.
Ahora iba a tener que mentir de nuevo, o decirle a Giuliano que el apellido que tenía antes de casarse era Láscaris. Los hombres no cambiaban de apellido al casarse y los eunucos no se casaban. Giuliano tendría que pensar que ella simplemente había mentido respecto de su apellido, con el fin de ocultarlo. Anteriormente, dicha farsa le pareció tan obvia que hasta se había acostumbrado a considerarla cómoda. Incluso la libertad para moverse por las calles que ahora le resultaba tan natural.
Giuliano seguía desconcertado. No dijo nada, pero se le reflejaba en los ojos.
– Se trata de Justiniano Láscaris -dijo Ana, arriesgándose aún más.
Por fin los ojos de Giuliano se iluminaron al comprender.
– ¿Eres pariente de Juan Láscaris, al que el emperador le sacó los ojos?
– Sí. -No debía dar más explicaciones-. Te ruego que no… Giuliano alzó una mano para acallarla.
– Debes ir al monte Sinaí. Ya me encargo yo de llevar la pintura al barco. Cuidaré de ella, te lo prometo. -Sonrió con una dolorosa punzada de vergüenza-. No tengo intención de robarla y llevármela a Venecia, te doy mi palabra.
– No era eso lo que temía -repuso Ana.
– Tendremos mucho cuidado -dijo el veneciano-. En mi opinión, estaremos más seguros fuera de la ciudad. ¿Cuánto tiempo te llevará el viaje al monte Sinaí?