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En silencio desde la escalera a nuestra derecha, que subía del sótano, se aproximaba un agente uniformado de la ETF, ataviado con un chaleco antibalas y sosteniendo un arma de asalto. Inteligentemente, los policías habían desviado la atención al exterior frente a la entrada principal mientras enviaban un contingente por la entrada de personal en el cal ejón entre el RMO y el planetario.

—J. D. —gritó el hombre con el corte de pelo militar, viendo al policía—, ¡mira!

J. D. movió el arma y abrió fuego. El policía cayó hacia atrás, escaleras abajo, mientras el chaleco antibalas se ponía a prueba estallando en numerosos lugares y expulsando el interior de material blanco.

Mientras J. D. estaba distraído, los policías de la entrada principal se las habían arreglado para abrir una puerta, la de la izquierda, desde su punto de vista, la que se diseñó para el acceso con silla de ruedas; quizás el guardia de seguridad del RMO les hubiese dado la l ave. Dos policías, protegidos tras los escudos antidisturbios, se encontraban ahora en el interior del vestíbulo. Las puertas interiores no estaban cerradas con l ave —no era necesario—. Uno de los agentes se adelantó y debió de tocar el botón rojo que operaba la puerta para visitantes minusválidos. Se abrió lentamente. Los policías se apreciaban en silueta frente a la luz de la calle y las luces rojas y giratorias de los vehículos.

—Quietos ahí mismo —gritó J. D. desde el otro lado de la Rotonda, cuyo amplio diámetro separaba nuestro grupo variopinto de los policías—. Tenemos rehenes.

El policía del megáfono era uno de los que estaban dentro, y se sintió obligado a seguir usándolo.

—Sabemos que los alienígenas no son reales —dijo, y sus palabras reverberaron en el interior de la Rotonda obscura y abovedada—. Pongan las manos en alto y salgan.

J. D. me apuntó con el arma.

—Dile quién eres.

Tal y como se encontraban mis pulmones, me era difícil gritar, pero hice bocina con las manos y lo intenté lo mejor que pude.

—Soy Thomas Jericho —dije—. Soy conservador del museo —señalé a Christine—. Ésta es Christine Dorati. Es la directora y presidenta del museo.

J.D. gritó.

—Saldremos de aquí sin problemas o estos dos mueren.

Los dos policías permanecían protegidos tras los escudos antidisturbios. Después de consultar durante unos momentos, el megáfono volvió a sonar.

—¿Cuáles son las condiciones?

Incluso yo sabía que estaba ganando tiempo. Cooter miró primero a la escalera sur, que llevaba tanto arriba como abajo. Debió de pensar que vio moverse algo —podría haber sido un ratón; un edificio enorme y viejo como el museo los tenía a montones—. Disparó en dirección a la escalera norte. Dio a los escalones de piedra, haciendo saltar fragmentos que salieron volando, y…

Y uno de el os golpeó a Barbulkan, el segundo forhilnor…

Y la boca izquierda de Barbulkan emitió un sonido como «¡Uf!» y la boca derecha: «¡Jup!».

De una de sus piernas estalló un clavel de brillante sangre roja, y un fragmento de piel burbujeante colgó allí donde el fragmento le había golpeado…

Y Cooter dijo: —¡Dios santo!

Y J. D. se volvió y dijo: • —Jesús.

Y aparentemente los dos comprendieron simultáneamente. Los alienígenas no eran proyecciones; no eran hologramas.

Eran reales.

Y de pronto supieron que tenían los rehenes más valiosos de toda la historia.

J. D. retrocedió, colocándose tras el grupo; aparentemente había comprendido que no había atendido lo suficiente a los cuatro alienígenas.

—¿Todos sois reales? —dijo.

Los alienígenas guardaron silencio. Mi corazón estaba desbocado. J. D. apuntó la ametral adora a la pierna izquierda de uno de los wreeds.

—Una ráfaga de esta arma hará saltar tu pierna de un pedazo —dejó que apreciase la información—. Vuelvo a preguntar, ¿sois reales?

Hollus habló:

—«Son» «reales». «Todos» «somos» «reales».

Una sonrisa de satisfacción cruzó el rostro de J. D. Gritó a la policía:

—Son reales. Tenemos seis rehenes. Quiero que os retiréis. A la primera señal de cualquier truco, mataré a uno de los rehenes… y no será humano.

—No querrás convertirte en asesino —gritó el policía del megáfono.

—No seré un asesino —gritó J. D.—. Asesinato es matar a otro ser humano. No podrán acusarme de nada. Ahora, retírense por completo, o estos alienígenas morirán.

—Un rehén será tan útil como seis —gritó el mismo policía—. Deja que salgan cinco y hablaremos.

J. D. y Cooter se miraron. Seis rehenes era un grupo muy grande; quizá les fuese más fácil controlar la situación si no tuviesen que preocuparse de tantos. Por otra parte, haciendo que los seis formasen un círculo, con J. D. y Cooter en el centro, podrían protegerse de los tiradores que intentasen alcanzarles desde cualquier dirección.

—Ni de coña —gritó J. D.—. Sois como los Geos, ¿no? Habréis venido en un furgón. Queremos que os retiréis, muy lejos del museo, dejando el furgón con el motor en marcha y las l aves puestas. Lo llevaremos hasta el aeropuerto, junto con tantos alienígenas como quepan, y queremos que nos espere un avión para llevarnos —le falló la voz— bien, para l evarnos a donde decidamos ir.

—No podemos hacerlo —dijo el policía por el megáfono.

J. D. se encogió ligeramente de hombros.

—Mataré a uno de los rehenes dentro de sesenta segundos si todavía seguís aquí. —Se volvió hacia el del corte de pelo militar—. ¿Cooter?

Cooter asintió, miró al reloj y comenzó a contar.

—Sesenta. Cincuenta y nueve. Cincuenta y ocho.

El policía del megáfono se volvió y habló con alguien a su espalda. Pude verle señalando, presumiblemente indicando la dirección en la que sus tropas deberían retirarse a pie.

—Cincuenta y seis. Cincuenta y cinco. Cincuenta y cuatro.

Los pedúnculos de Hollus habían dejado de moverse de un lado a otro y estaban fijados en su máxima separación. Le había visto hacerlo cuando oía algo que le interesaba. Fuese lo que fuese, yo todavía no lo había oído.

—Cincuenta y dos. Cincuenta y uno. Cincuenta.

Los policías salían del vestíbulo de cristal, pero lo hacían con mucho estruendo. El del megáfono seguía hablando.

—Vale —dijo—. Muy bien. Nos retiramos —su voz amplificada resonaba por toda la Rotonda—. Nos estamos retirando.

Parecían hablar innecesariamente, pero…

Pero entonces escuché lo que Hollus había oído: un ligero retumbo. El ascensor, a nuestra izquierda, descendía; alguien lo había l amado al nivel inferior. El policía del megáfono intentaba ahogar el sonido.

—Cuarenta y uno. Cuarenta. Treinta y nueve.

Sería un suicidio, pensé, para cualquiera que se subiese a la cabina; J. D. se encargaría del ocupante tan pronto como las puertas metálicas se abriesen.

—Treinta y uno. Treinta. Veintinueve.

—Nos vamos —gritó el policía—. Ya salimos.

Ahora el ascensor subía. Sobre las puertas había una fila de indicadores luminosos — B, 1, 2, 3— señalando en qué piso se encontraba. Me atreví a mirar de reojo. El «1» acababa de apagarse, y, un momento más tarde, el «2» se encendió. ¡Magnífico! O el que ocupaba el ascensor sabía de los balcones del segundo piso, que miraban sobre la Rotonda, o el guardia de seguridad del RMO, que debía de haber dejado entrar a la policía, se lo había dicho.

—Dieciocho. Diecisiete. Dieciséis.

Mientras el «2» se encendía, hice lo que pude por ahogar el sonido de las puertas del ascensor tosiendo con fuerza; si había algo que sabía hacer bien en esos momentos era toser.

El «2» se mantenía encendido; las puertas ya debían de estar abiertas, pero J. D. y Cooter no las habían oído. Presumiblemente uno o más policías armados ya habrían salido al segundo piso —el que contenía las Exposiciones de Dinosaurios y de los Descubrimientos.