– El descubrimiento del cabo de Buena Esperanza por Bartolomeu Dias.
El conde se rio.
– No, estimado señor, eso fue después. -Abandonaron el banco de azulejos y cruzaron la plaza de Armas, pasando entre los pequeños naranjos. Vilarigues se acercó a las ruinas de los Pagos Mestrais, los antiguos aposentos reales del castillo, ahora ya sin tejado, y apoyó la mano en la pared desnuda y áspera, como si la acariciase-. No sé si lo sabe, pero entre estas paredes vivió el infante don Henrique, el hombre que planeó todo antes del Príncipe Perfecto. Y aquí también vivió otro estadista, alguien a quien cierto plan, en el que Colón estaba implicado, le cambiaría la vida. Se trata del rey don Manuel I, llamado el Venturoso, que sucedió a don Juan II.
– ¿Y qué plan era ése?
El conde inclinó la cabeza y miró a Tomás de un modo extraño.
– La conspiración para asesinar al rey don Juan II.
El historiador frunció el ceño.
– ¿Cómo ha dicho?
– La trama contra don Juan II. ¿Nunca ha oído hablar de ella?
– Pues… vagamente.
– Preste atención a esta historia -indicó el conde Vilarigues alzando las manos, como si le rogase paciencia-. En 1482, el consejo regio, encabezado por el recién coronado rey don Juan II, determinó que los corregidores reales pudieran entrar en las tierras de los donatarios, con el fin de realizar inspecciones para comprobar cómo se aplicaba la ley y para confirmar privilegios y donaciones. Esta decisión constituyó un ataque directo al poder de los hidalgos, hasta entonces dueños y señores de sus dominios. El más poderoso de los hidalgos era don Fernando II, duque de Bragança y primo lejano del rey. El duque, pues, se acordó de presentar ante la justicia las escrituras de donación y privilegios que le fueran concedidos a él y a sus antepasados. Encargó a su responsable de finanzas, el bachiller João Afonso, que fuese a recoger esas escrituras en cierta caja fuerte. Pero João Afonso, en vez de ir él mismo, mandó a su hijo, muchacho joven e inexperto. Cuando éste se encontraba frente al cofre revisando los documentos, apareció un escribano, llamado Lopo de Figueiredo, que de inmediato se prestó a ayudarlo. Durante la búsqueda, sin embargo, Lopo de Figueiredo descubrió una extraña correspondencia mantenida entre el duque de Bragança y los Reyes Católicos de Castilla y Aragón. Intrigado por documentos tan insólitos, se los llevó a hurtadillas consigo y, una vez fuera, consiguió una audiencia secreta con el rey y le mostró las cartas. Don Juan II examinó los manuscritos, algunos con correcciones hechas por el propio duque, y enseguida entendió que revelaban una conspiración contra la Corona. El duque de Bragança era un aliado secreto de los Reyes Católicos en Portugal y se comprometía a ayudar a los castellanos a invadir el país. -Bajó la voz, como si fuese a pronunciar una palabra maldita-. Un traidor. Las cartas -prosiguió retomando el tono normal- mostraban que también el duque de Viseu, hermano de la reina, estaba implicado en la conspiración, tal como la propia madre de la reina. Don Juan II mandó copiar aquellos documentos y le dijo a Lopo de Figueiredo que los restituyese en el cofre de donde los había sacado. El monarca se pasó más de un año, entre los asuntos del Gobierno y las decisiones relativas a los descubrimientos, reuniendo datos para evaluar el alcance de la confabulación y preparándose para desmontarla. Descubrió incluso los detalles de la manera en que los conspiradores planeaban ejecutarlo. Hasta que, un día de mayo de 1483, mandó detener y juzgar al duque de Bragança. Condenado por traición, don Fernando II fue degollado días después en Évora. La conjura, no obstante, prosiguió, esta vez encabezada por el duque de Viseu. Hasta que, en 1484, don Juan II decidió poner coto definitivo a la cuestión. Mandó llamar al duque, hermano de la reina, y, después de intercambiar algunas palabras con él, el propio rey lo apuñaló hasta darle muerte. Otros hidalgos implicados en la trama fueron degollados, envenenados o huyeron a Castilla. En medio de todo esto, sin embargo, hubo algo extraño. Don Juan II llamó a la corte al hermano del duque de Viseu, don Manuel. Este apareció, temiendo por su vida; al fin y al cabo, su propio hermano había sido ejecutado por el rey en aquel mismo lugar después de una convocatoria semejante. Pero el desenlace fue muy diferente. Don Juan II donó a don Manuel todos los bienes del hermano al que había matado y, hecho notable, le comunicó que si su hijo don Afonso llegaba a morir sin dejar descendencia, sería don Manuel quien heredaría el poder de la Corona. Lo que, en efecto, ocurrió.
– Una historia extraña -comentó Tomás, impresionado por los detalles de la intriga palaciega en plena fase de los descubrimientos-. Pero no entiendo por qué razón me la está contando.
El conde Vilarigues cruzó los brazos delante del pecho, en posición de dominio, y alzó la ceja izquierda.
– Estimado señor -exclamó de modo condescendiente-. Así pues, ¿usted está a cargo de una investigación sobre Cristóbal Colón y la fecha en que culminó este gran operativo de limpieza real no le dice nada?
– ¿Cuándo dice que ocurrió?
– Fue en 1484.
Tomás se rascó el mentón, pensativo.
– Ese fue el año en que Colón dejó Portugal y se fue a Castilla.
– ¡Bingo! -respondió con entusiasmo el conde, con un brillo que bailaba en sus ojos.
El historiador se quedó un largo rato inmóvil, cavilando sobre el asunto, considerando sus implicaciones, ajustando las piezas del rompecabezas. Se inclinó hacia el conde y lo miró con expresión inquisitiva.
– ¿Usted está insinuando acaso que Colón formó parte de la confabulación contra don Juan II?
– Touché.
Tomás abrió la boca, perplejo.
– Ah… -balbució, incapaz de ordenar el torbellino de ideas que afloró a su mente-. Ah…
Al verlo privado del habla, el conde le echó una mano.
– Dígame una cosa, estimado señor, ¿ya se ha fijado en que existen toneladas de documentos sobre el paso de Cristóbal Colón por España, pero, en lo que respecta a su presencia en Portugal, sólo existe un enormísimo vacío? ¡No hay nada de nada! ¡Ni un solo documento de muestra! Lo poco que se sabe se reduce a breves referencias que dejaron Bartolomé de las Casas, Hernando Colón y el propio Cristóbal Colón. Nada más. -Se encogió de hombros, simulando perplejidad-. ¿Así pues, el hombre se cansó de recorrer el país, se agotó navegando en nuestras carabelas, se casó con una noble portuguesa, deambuló por la corte, tuvo varios encuentros con el rey y no han quedado registros ni testimonios. ¿Eh? ¿Por qué será?
– Pues… ¿lo destruyeron todo?
– Es posible, amigo. Pero tal vez la verdad sea aún más sencilla que eso. Colón tenía otro nombre. Estamos buscando documentos con el nombre de Colón cuando, en definitiva, ellos existen, pero relativos a una persona que era conocida por otro nombre.
– ¿Qué…, qué nombre?
– Nomina sunt odiosa.
Tomás desorbitó los ojos.
– ¿Cómo?
– Nomina sunt odiosa.
– Los nombres son impropios -tradujo Tomás, casi mecánicamente-. Ovidio.
El conde le devolvió la mirada, sorprendido.
– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Qué rapidez!
– El profesor Toscano me dejó esa cita de las Heroidas como primera pista para llegar al misterio de Colón.
– Ah -comprendió su interlocutor-. Pues fui yo quien le habló de eso, ¿sabe? Supongo que habrá tomado nota. -Se encogió de hombros-. No interesa. De cualquier modo, el verdadero nombre de Colón es algo que se mantiene oscuro. Nomina sunt odiosa. Pero interesa decir que Colón tenía otro nombre. El nombre de un hidalgo.