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Su mano izquierda sostenía el báculo justo debajo del tallado con la cruz, y la punta metálica presionaba fuerte el suelo.

Se encontraba de pie sobre un pequeño promontorio rocoso por encima del rebaño, desde el cual disponía de una buena panorámica sobre el terreno. A pesar de ello, el hombre no veía a todos sus animales, pues algunas rocas de gran tamaño le bloqueaban la vista cuando uno de ellos desaparecía detrás de ellas.

Primero un punto en el cielo; de repente el águila se hizo gigantesca. El aleteo era fuerte, poderoso, tranquilo y decidido. Como siempre. Podía ver de forma sobredimensionada el pico y los ojos voraces del cazador anunciador de la muerte.

Acto seguido las garras situadas en las patas estiradas se clavaron en el cráneo del cordero.

Se apresuró torpe a alcanzar al atacante. El águila dio una voltereta, tirando consigo el cordero al suelo. Luchaba con aleteos lentos y fuertes contra el peso situado entre sus garras; despegó, pero se hundió de nuevo hacia el suelo.

El pico curvo del águila picaba la blanda carne situada entre sus garras.

Él comenzó a golpearle con el cayado.

El águila le picoteaba, soltando el cordero abatido y despegándose con furiosos silbidos y vigorosos aleteos hacia el cielo.

El cordero abatido permanecía tendido en el suelo y no se movía.

Él se vio a sí mismo arrodillándose y palpándole las heridas al animal. Su animal preferido había muerto. Una profunda tristeza le invadió.

Pero había una salida.

Él registraba debajo de sus vestidos y sacó a relucir una pequeña botella. Él sostuvo el cuello de la botella sobre las fauces del animal y descendió el brazo. Pequeñas gotas comenzaron a unirse en el cuello abierto de la botella.

– ¡No! ¡Está prohibido! ¡Por todos los tiempos!

El papa gritaba a su viva imagen mientras se le encogía el corazón. «El brazo de su retrato continuaba descendiendo a pesar de todo.

De repente, en lugar del cráneo del animal, vio un rostro humano. Lágrimas comenzaron a brotarle de los ojos».

– ¡La culpa le pertenece al pastor!

* * *

– Usted, sencillamente, se derrumbó.

Jerónimo sonrió y ayudó al papa a que se pusiera nuevamente en pie.

– ¿He estado inconsciente durante mucho tiempo?

– Unos segundos -murmuró Jerónimo.

– Algo ha explotado.

– El otro helicóptero -respondió Elgidio Calvi-. Los franceses han enviado hombres para echar un vistazo y ayudar. Además acaban de pedir ayuda.

– ¿Cómo accedemos…?

– A través de las ruinas de la antigua iglesia -dijo la priora que permanecía de pie cariacontecida al lado del papa-. Un atajo… ¿o prefiere descansar?

– Muéstrenos el camino.

– Hay una cosa que Su Santidad debería saber…

– ¿Sí?

– Uno de los prisioneros ha huido. Él me ha entregado hace un momento un niño pequeño a quien hemos puesto en lugar seguro dentro de mi barracón situado en la parte oriental.

– Una preocupación menos -murmuró el papa-. Gracias. Muéstrenos el camino -de repente el papa giró-. Usted se queda aquí -dijo mientras miraba en dirección a Tizzani, Marvin y Barry.

– ¡Eso va en contra de nuestro trato! -protestó Marvin.

– ¡Obedece! -espetó el papa con voz furiosa-. ¡No confío en vosotros! ¡Calvi!

El guardaespaldas del papa gritó varias palabras a Trotignon, cuyos hombres sujetaron a Marvin. Nadie pareció prestarle atención a sus juramentos.

Momentos más tarde, Tizzani persiguió con la mirada al grupo que se apresuraba en dirección a las ruinas de la iglesia. Él no se dio cuenta de que Henry Marvin y Barry iban corriendo de repente por el patio en dirección este.

Capítulo 48

Cartuja de la Verne, macizo de los Moros, sur de Francia,

mañana del miércoles

El helicóptero en llamas obstaculizaba el camino hacia la carretera, y por el otro camino accedían al otro extremo de la fortificación. Solo les quedaba una salida.

– ¡Fuera de aquí! ¡Allí arriba! -Chris hacía referencia a la escalera de madera que desembocaba en las terrazas. A continuación dio un golpecito a Jasmin, que continuaba rodeando con sus brazos temblorosos a su hermana.

Escalaron dando tumbos por la escalera y poco después atravesaron tambaleándose la terraza. Una y otra vez llamaba Anna a gritos por su hijo.

– ¡Mattias está a buen recaudo! -gritó Chris a la vez que empujaba a las dos mujeres por la siguiente escalera que conducía a la segunda terraza.

– ¿Dónde está mi hijo? -Anna se liberó del abrazo de su hermana y se precipitó sobre Chris.

– Las monjas lo están cuidando -respondió él mientras contrarrestaba el golpe de Anna, agarrándola por las muñecas y doblando sus brazos hacia abajo-. ¡Vamos a recogerlo! ¡Vamos a verlo! ¡Las monjas nos ayudarán a todos! -le susurraba él a ella de forma apaciguante una y otra vez al oído hasta que sintió que los brazos iban perdiendo tensión-. Solo debemos acceder al otro lado. ¡Venid!

La terraza desembocaba en un patio cuadrado aledaño a los edificios del monasterio construidos en piedra natural. Los edificios se ubicaban en la parte central del monasterio y formaban una especie de cerrojo que se extendía tanto hacia el norte como el este.

En el patio había, por todos los lados, montones de piedras numeradas y madera para la construcción. En el lado opuesto del patio, por el contrario, se alzaban delante de la pared del edificio las ruinas de un pequeño claustro. Los arcos que todavía se mantenían en pie habían sido construidos en piedra serpentina azulada, y bajo la tenue luz de la mañana se parecían a fragmentos caídos del cielo nocturno.

Se apresuraron en cruzar el patio, y bajo los arcos del claustro giraron hacia la izquierda para correr a continuación debajo de unos andamios de obra y deslizarse a través de una abertura de una pared recién construida. De repente, se encontraron de pie delante de las ruinas de otra pared cuyos restos -en ocasiones diminutos, pero en otras cubrían varios metros de altura-, se asemejaban a una dentadura quebrada a la que le faltaban varios dientes.

Las ruinas del muro limitaban con un rectángulo de más de veinte metros de longitud y más de diez metros de anchura en el que permanecían tirados restos de piedra por doquier, y que estaba siendo reconquistado por los matorrales y las hierbas.

– Las ruinas de una iglesia -murmuró Jasmin y miró hacia los restos del ábside situado en su extremo oriental-. Con el altar en dirección a Tierra Santa y la tumba de Cristo -Jasmin escudriñó el muro recién construido detrás de ellos-. La están reconstruyendo.

– ¡Otra más! -exclamó Chris, quien se encontraba de pie varios metros a la derecha delante del siguiente edificio, que se alargaba desde la ruina en dirección sur. A través de una rejilla cerrada pudo observar la antesala de una capilla recién restaurada.

El grito de sorpresa de Jasmin provocó que girara de forma abrupta.

* * *

Una comitiva formada por varias personas se desplazaba procedente del extremo oriental de la ruina en dirección al ábside destruido.

Chris vio el níveo solideo y la blanca sotana con el pectoral. El papa destacaba, por su clara indumentaria, entre todos los demás como hace el sol con respecto a los planetas que lo rodean.

A ambos lados del papa corrían guardaespaldas con sus armas desenfundadas; detrás de él Chris descubrió a la priora, a quien había confiado a Mattias. El claro hábito de esta última resultaba incluso desdibujado en comparación con la radiante blancura de la sotana papal.

Jasmin y Anna se mantuvieron de pie al amparo de las ruinas, mientras Chris se apresuraba en trasladarse a la parte central de la nave derruida de la iglesia.