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Benedicto escuchaba el aleteo. «Fuerte, poderoso, en lugar de acelerado; tranquilo y decidido», como siempre.

«El pastor miró hacia las alturas. Primero un punto en el cielo, de repente gigantesco. Las garras sobresaliendo de sus fuertes patas -pudo ver de forma ampliada el pico amarillento y los ojos voraces del cazador anunciador de la muerte».

«Los perros ladraban y el pastor comenzó a correr de un lado para otro entre su rebaño».

«Con ayuda de la pala de su báculo lanzó, en el preciso momento en el que el águila descendía, una piedra, y a continuación otra, y otra más».

«El águila interrumpió su descenso con un silbante griterío, trazando una elegante curva en el cielo, para desparecer después».

«El pastor se apoyó de nuevo en su bastón y escudriñaba cariñosamente su rebaño que había crecido claramente».

«Durante largo rato no ocurrió nada. Entonces fue cuando el pastor comenzó a moverse de nuevo. Otro rebaño más se estaba aproximando por las laderas arenosas. Los animales proseguían solos o en pequeños grupos, no lejos de la linde del bosque».

«El pastor los observaba. Sin perros, sin pastor. Una presa fácil para el águila. El pastor dio un silbido a sus perros, y estos salieron disparados y comenzaron a conducir también a estos animales hacia su rebaño».

* * *

El papa Benedicto se despertó de un sobresalto. Por un momento permanecía desorientado. Luego comprendió.

Había comenzado un nuevo día, y él había querido rezar en la pequeña capilla que pertenecía a sus aposentos privados.

Estaba sentado en la silla con el respaldo de hierro que se encontraba en el centro de la habitación. De repente le invadió una profunda inquietud. Había sido la primera vez en que sus sueños se habían sucedido en un intervalo tan corto.

Se puso de pie y caminó hacia el altar, donde, debajo de la cruz de madera, reposaba aún intacto el pequeño cofrecillo decorado en oro laminado. Lo abrió y tomó la cruz en la mano. Se trataba de una cruz pequeña realizada en madera sencilla, pero muy antigua; tallada presuntamente en Montecassino, en tiempos en los que aún vivía San Benito.

Colocó la cruz sobre el altar. Después levantó el fondo del cofrecillo y sacó de debajo de él la bandeja forrada en terciopelo.

En ella descansaba una pequeña tablilla de arcilla con signos incrustados y varias hojas de papel amarillentos.

Tomó la última hoja y la leyó.

No cabía ninguna duda.

La hora estaba cerca.

Pero cuándo…

* * *

Monseñor Tizzani esperaba en el pasillo situado delante de los despachos del papa y mantenía su mirada fija a través de la ventana. La luz resplandeciente del sol había alcanzado prácticamente el cénit y comenzaba a hacerle daño en los ojos. Se tornó y volvió a reflexionar sobre cómo disimular el fracaso con ayuda de las palabras más elegantes, a la par de asegurarle su fidelidad absoluta al Santo Padre.

El encuentro con Marvin, el editor norteamericano, le había proporcionado la aprobación del papa, pero en pocos minutos perdería seguramente su posición privilegiada con la misma rapidez y contundencia como si de una caída libre desde una pared vertical en las altas montañas se tratara.

Tizzani ya veía las caras maliciosas de sus colegas clérigos que le envidiaban por su éxito, porque el Santo Padre y el cardenal Sacchi le confiaban ciertos encargos especiales. Una y otra vez le preguntaban por detalles para poder hacerse los interesantes durante los chismorreos diarios del Vaticano. Sin embargo, él callaba tenazmente. Si llegaran a deshacerse de él ahora, le ahogarían bajo los torrentes de sorna; le convertirían en el hazmerreír del Vaticano.

Todo había comenzado el viernes por la noche, después de la conversación con el papa, cuando el cardenal Sacchi le había rogado que fuera a su despacho y le sacó a la luz de nuevo la entrevista con el pontífice.

«El Santo Padre continúa llorando la muerte de su antecesor. Apreciaba sus capacidades por encima de todas las cosas y aún no ha superado que se retirara al convento hace seis meses. Yo confío en usted, pero usted tiene que disipar las últimas dudas del Santo Padre. Y lo que le voy a pedir ahora resulta por lo tanto lo más acertado -había dicho el cardenal mientras hacía una pequeña pausa-. ¿Está usted dispuesto?».

Tizzani había asentido con la cabeza. No estaba dispuesto a que los demás se burlaran de él.

«El Santo Padre espera informaciones importantes que necesitan ser entregadas esta misma mañana en el museo arqueológico de Grosseto. Informaciones importantes relacionadas con la cuestión de la fe. Usted comprenderá… esto no ha ocurrido, y al Santo Padre le invade la desesperanza. ¿Se puede creer que ha gritado cuando el jefe del Corpo di Vigilanza le transmitió la noticia? -el cardenal Sacchi había meneado incrédulo la cabeza-. Casualmente estuve allí y me tengo que ocupar ahora también de… se lo ruego: tiene que encargarse usted de esto, mantenga los ojos abiertos, que esto no se tuerza de nuevo… trate de entenderlo; yo como cardenal con dos simples guardas de seguridad en una entrega… ¡Sin embargo, he de cumplir con el deseo del Santo Padre!».

«¿Se puede ocupar usted de esto?».

Finalmente, Tizzani había acompañado el domingo por la mañana a Augusto Pecorelli de la Comitato per la Sicurezza, que representaba una especie de departamento de contraespionaje del Estado del Vaticano, y a Elgidio Calvi del Corpo di Vigilanza, la policía del Vaticano, unidad compuesta por ciento veinte hombres. Calvi pertenecía, dentro de la Vigilanza, a una unidad especial que abarcaba apenas a una docena de personas, que acompañaban como francotiradores al papa en sus viajes al extranjero, quitándole de esta forma parte de su protagonismo a la Guardia Suiza.

Habían aguardado, según lo acordado, en Grosseto. Calvi no había apartado la vista del maletín del dinero y, gracias a las respuestas a sus furtivas preguntas, se hubo enterado Tizzani de que había sido Pecorelli quien había establecido el contacto. Hacía solo tres años que Pecorelli estaba al servicio del Vaticano, después de haber prestado sus servicios en el GIS, el Gruppo di Intervento Speciale de Livorno, una unidad especial de la policía.

Pecorelli había recibido a continuación una llamada procedente de uno de sus informadores, quien hubo retrasado una vez más la fecha de entrega. Pecorelli estaba nervioso y aseguraba una y otra vez que su proveedor era de absoluta confianza. Tizzani comenzó entonces a entender el rol que le había asignado el cardenal.

Debía encargarse de amortiguar el fracaso de Sacchi. Tizzani se hubo convencido del todo cuando volvieron a esperar en vano esa misma mañana. El proveedor de Pecorelli no había realizado ni siquiera una llamada.

Tizzani tragaba con dificultad cuando pensaba en todo ello. Debía tratarse de algo especial, cuando el appartemento enviaba a Elgidio Calvi, uno de los guardaespaldas del papa. «¿De qué se trataba? ¿Qué conexión tenía este Pecorelli para que…?».

«¿Había cometido el Santo Padre un error?».

«¿Acaso le estaba castigando Dios?».

Capítulo 12

Alemania del Este, lunes

Los espasmos iban abandonando lentamente sus músculos, y los dolores que martilleaban su cabeza se desvanecían con cada trago de café.

Chris estaba sentado en el último rincón del bar de carretera, bien oculto a las miradas de los otros pocos clientes. Los restos del desayuno se encontraban delante de él en la bandeja cuando tomó a pequeños sorbos su café con una chispa de coñac.

Su cuerpo estaba sintetizando las cascadas de adrenalina de las últimas horas; sin embargo, parecía demandarle todavía mayor estimulación. Tiempos atrás, solía salir siempre a correr después de una misión peligrosa para sacudirse la tensión del cuerpo.