Nadie se fijaba en él. Los pocos clientes que había, permanecían sentados en la parte anterior del salón y miraban absortos la televisión. El telediario daba, desde hacía un tiempo, la noticia acerca de un terrible suceso en el que se habían producido varias muertes. En algún momento se informó de que en el lugar del crimen había estacionado un camión, en cuyo interior se encontró a un hombre maniatado, quien manifestaba ser el conductor y haber sido asaltado en un área de descanso.
De repente se hablaba de una batalla entre camioneros. En más de una ocasión se había prendido a refugiados abandonados en la autovía A9, los cuales eran transportados procedentes del este de Europa con destino al rico oeste.
Chris barajaba la idea de olvidarse del presente capítulo, entregándose a la policía junto con las antigüedades y una firme declaración sobre lo ocurrido. Teniendo en cuenta el intento de robo en Toscana, era ya la segunda vez que Forster había puesto en peligro su vida con sus maquinaciones.
Juraba entre dientes. Forster le embaucó, lo había reservado desde el principio, lo había incluido en sus planes como una figura de ajedrez, como el último peón que debía entregar el paquetito. Era un don nadie, una diana, una víctima potencial, engatusado con un cebo suficientemente grande.
«Un negocio del todo normal, todo parecía limpio, todo tenía su explicación. Era todo muy sencillo. Era todo una mierda», se había dejado engañar en el labrantío una segunda vez. Había entrado en escena alguien desconocido, con los medios suficientes para organizar este tipo de acción, y en dos escenarios a la vez. Incluso era capaz de hacerse con la información necesaria y, además, disponía de un amplio remanente en armas y de tipos sin escrúpulos. Y quedó patente que no se achicaba ante nada, que no temía ni a la policía ni las posibles consecuencias.
¿Realmente disponía de alguna oportunidad?
Si seguía adelante, debería actuar muy rápido. Una vez que los tesoros estuvieran en el lugar convenido, carecerían de interés para el desconocido.
«Usted me está ocultando algo».
«Mucho».
A Chris no se le iba de la cabeza esta última palabra de Forster.
A las seis cogió el teléfono móvil.
Con su llamada, sacó a Ina de la cama.
– Soy yo.
– Quién si no.
Su voz, en otras ocasiones tan servicial, parecía estar aún dormida. Se percató del tonillo desafiante, pero no se disculpó por su temprana llamada. Simplemente dejó que se tomara el tiempo necesario para su ruidoso bostezo.
– ¿Por qué me llamas tan temprano? Aún estoy durmiendo.
– Necesito tu ayuda.
– ¿Y qué es lo que puedo hacer por ti? -De repente sonaba muy seria.
– Investigar.
– No antes de las diez.
– Procura estar en la oficina lo antes posible. Tienes que ponerte a investigar.
Ina comenzó a regañar.
– ¡Escúchame bien! -siseó a través del teléfono-. ¡El Conde está muerto! Nos asaltaron. -Chris comenzó a relatarle a grandes rasgos lo que había ocurrido-. Y ahora soy dueño de algunas joyas y tablillas de escritura cuneiforme.
– Las joyas me las das a mí. Por cierto, ¿dónde estás?
– En algún bar de carretera de la A9. Avísame cuando estés en la oficina -él pudo escucharla jurar y dio por terminada la conversación con ella.
Cerciorándose de su entorno, echó un vistazo alrededor. Una vez hubo comprobado que continuaba sentado solo y protegido en la esquina del restaurante, sacó una de las tablillas de escritura cuneiforme de la bolsa de algodón y la giró con sumo cuidado en las manos. Clavó la mirada en el sello de Nabucodonosor II. A Forster no se le había escapado ni una sola frase acerca del contenido del texto. Presumiblemente, las tablillas preservaban las heroicidades del rey, se trataría por lo tanto de un libro que relataba la historia de la Antigüedad.
Empaquetó de nuevo cuidadosamente las tablillas de arcilla mientras echaba de nuevo un vistazo alrededor. Los empleados se estaban preparando para el turno de la mañana y reponían sus puestos en el otro extremo del bar.
Tomó uno de los cilindros de impresión, pero luego se lo pensó mejor y sacó uno de los huesos. Apenas alcanzaba los diez centímetros, se trataba más bien de un fragmento con sus extremos mutilados.
«¿Hombre o animal? ¿Por qué había guardado Forster los huesos al lado de las tablillas? ¿Por qué las estaba incluso conservando? ¿Qué antigüedad podían tener? ¿Tan antiguos como las propias tablillas?».
«Y si esto fuera cierto: ¿guardaban por lo tanto algún valor?».
Los arqueólogos, en su caza por el primer hombre, desbrozaban la tierra en todo el mundo y cribaban restos óseos del suelo que podían tener cientos de miles de años de antigüedad. Y este seguramente no sería tan antiguo.
«Por otro lado, ¿esconderían algún significado especial? Quizás se trataba de los huesos del mismísimo Nabucodonosor…».
Sin saber la respuesta, empaquetó de nuevo la reliquia.
Por otro lado estaba a su vez la hoja que se encontraba en el cofrecillo -se la había llevado también-. La hoja era un esquema. Un mapa en blanco y negro, roto en sus extremos, procedente seguramente de un libro. El papel era pardo y liso, y en su parte central contaba con un pronunciado pliegue, mientras que en su lado opuesto, una tira estrecha de papel blanco reforzaba precisamente ese particular pliegue.
Arriba, en su extremo derecho y en la parte inferior faltaban algunos trozos. Sus cantos afilados mostraban que alguien los había cortado con unas tijeras.
«El mapa parecía indicar el relieve de un determinado terreno, detallando una pobre vegetación e indicando lugares o sitios con una única letra o repetida en mayúsculas. Una tira blanca y concisa recorría la parte izquierda de la hoja a través de la imagen. Parecía una carretera repleta de curvas y con diferentes anchuras, a la cual le habían asignado la letra "E". Pero faltaba la leyenda que diera sentido a los signos.
En un lugar del mapa habían dibujado una cruz.
Algo en su memoria parecía de pronto no funcionar del todo bien.
Forster había realizado un comentario que le vino en ese preciso instante a la memoria.
– Apenas habló de ellos -murmuró Chris de pronto entre dientes-. Eso podría ser.
En la villa descansaban separados en su propia vitrina, sobre una pequeña cama de fina arena.
De repente recordó.
«Son de una especie homínida que ya no existe en la actualidad».
De golpe, Chris estaba convencido de que debía echarle una ojeada más a fondo a esos huesos. Se trataba sencillamente de una corazonada, nada más. En ese momento sonaba el teléfono móvil.
– Estoy en la oficina.
La voz de Ina sonaba más formal esta vez.
– ¿Lista para comenzar a trabajar? -preguntó él mientras daba sorbos a su café.
– Una vez que esté listo mi café. ¿Qué quieres que haga?
En un principio quería encargarle investigar un poco más sobre la persona a quien debía entregarle los objetos en Berlín. Pero ahora su interés se centraba en algo diferente.
– Intenta averiguar la posibilidad y el lugar para que alguien como ciudadano de a pie pueda realizar una prueba de carbono 14.
Ella soltó una estrepitosa carcajada.
– ¿Qué quieres que haga?
– Simplemente, hazlo -refunfuño Chris.
– ¿Y para qué?
– Para huesos.
– ¿No tendría más sentido aprovechar el tiempo para aceptar un nuevo encargo? -La voz de Ina era fría como un iceberg-. Por cierto, ¿qué tipo de huesos? ¿Los tuyos? -Dijo ella mientras soltaba una burlona carcajada-. Si al menos pudiéramos ganar algún dinero con ello…
– Podemos -dijo Chris con un tonillo en su voz que le había indicado siempre a Ina que lo decía en serio.