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– ¿Y haber renunciado con ello a un beneficio de doscientos millones de dólares?

– El valor de las acciones no hubiera bajado tanto. ¿Eres consciente de la fortuna que has perdido?

– Eso ya lo he calculado. Con tu propuesta, las acciones hubieran caído mucho antes. Y no hubiéramos hecho ningún beneficio. De esta forma, al menos hemos ganado algo cada día con el analgésico -Thornten tomó con deleite un trago de su botella de cerveza-. Las acciones subirán de nuevo, ¿no es así? ¿Para eso te tenemos a ti, no?

Él le lanzó una de sus miradas de soslayo que, al principio, ella no era capaz de clasificar. Sin embargo, a esas alturassí sabíaquo constituía una especie de introducción a lo que vendría después. No había vuelta atrás.

– Andrew no calcula bien las consecuencias y habla demasiado poco con la Administración de Alimentos y Fármacos. Y nosotros compramos las patentes equivocadas.

El presidente giró y miró a través de la ventana.

– Nosotros gastamos cada año cien millones de dólares en patentes genéticas de los que no sacamos ningún provecho.

– … De los que no sacamos ningún provecho aún -murmuró Folsom con desdén mientras le arrojaba una mirada llena de desprecio a Zoe.

– Cualquier científico descubre una secuencia genética, la registra como patente, y nosotros compramos los correspondientes derechos, porque quizás los podamos utilizar en alguna ocasión.

Zoe sabía que no era justa con Folsom. Por supuesto existían en el caso de algunas patentes conexiones concretas con las propias investigaciones. Pero muchas de estas compras constituían vagas especulaciones, pues se había convertido en una mala costumbre por parte de las oficinas de patentes concederle con demasiada rapidez la patente a las secuencias genéticas, vedando de esta forma su libre uso.

– Zoe, ven aquí -Hank Thornten se aproximó a la ventana, la abrió y esperó hasta que ella estuviera de pie a su lado-. ¿Ves la montaña y el valle?

– Sí -ella se sorprendía sobre la extraña suavidad del aire. Aire primaveral. Y eso que se encontraban al sur del Ecuador, a mil seiscientos metros de altura, e incluso en las capas más altas de la montaña estaba todo verde. Ella acababa de darse cuenta de que los barracones no disponían de calefacción.

– El valle se llama también «Valle Sagrado». Y la montaña, también es una montaña sagrada. «Mandango». -Hank casi susurraba.

– Lo sé. El último refugio de los incas.

– Sabemos tan poco sobre esta montaña como sabemos tan poco sobre la montaña de patentes que estamos amontonando. Investigamos con la esperanza de realizar un día el gran descubrimiento. ¿Me entiendes?

Zoe quiso haber contestado, pero el presidente elevó imperioso la mano.

– La auténtica catástrofe fue que en el dictamen que comentas se citara nuestro propio estudio. Este apareció como encabezamiento a su introducción, donde aparecía plasmado lo que ese dictamen constató.

– Cierto. Andrew y su equipo se durmieron. Eso nunca tendría que haber sido documentado.

– Eso es verdad… por una parte -el presidente se había sentado de nuevo y observaba la estructura de la hoja en su mano-. Andrew ya recibió por ello su propio sermón. Sin embargo, la responsable del departamento de seguridad eres tú. ¡Aun así, no sabemos quién fue el cerdo que se cagó en su propio cubil! Mal hecho, Zoe.

Zoe Purcell tragaba. Andrew Folsom le había cedido a ella hacía un año el puesto de responsabilidad del departamento de seguridad. «Este barco no siempre está ausente de fugas, nunca está sellado del todo -le había dicho Folsom en una ocasión que estaban solos-, y cuando las cosas se pongan feas, el departamento de seguridad se convertirá en una buena soga para ti».

Tenía que aguantar el chaparrón. Ya le llegaría a ella también su momento.

Pero Folsom, entre tanto, se dispuso a iniciar el siguiente ataque.

– Parece que aún existe otra fuga más en nuestro sistema de seguridad -decía al acecho-. ¡Alguien quiere venderle los resultados de nuestras investigaciones a la competencia! Zoe, ¿qué estás haciendo para proteger nuestro nuevo bálsamo para las quemaduras?

Totalmente perpleja, Zoe Purcell luchaba por tomar bocanadas de aire.

Folsom sonreía de oreja a oreja. Estaba disfrutando de su ataque sorpresa.

– Un pequeño contratiempo…

– Yo no opino lo mismo -Hank Thornten levantó la mirada. Su mano con la lente de aumento colgaba como un insecto en el aire-. Zoe, se trata de miles de millones en beneficios que nos quieren robar.

Los científicos de Tysabi trabajaban desde hacía años en antibióticos basados en la piel humana y estaban a punto de lanzar al mercado un nuevo bálsamo para las quemaduras.

La piel es el mayor órgano del ser humano, protege y separa al hombre de su medio. Debido a que el sistema inmunológico del ser humano constituye una de las estructuras de defensa más antiguas y con mayor éxito que existen, no es de extrañar que se estudie en profundidad este sistema. A finales de los años noventa se descubrió que la piel humana produce antibióticos basados en las proteínas, las cuales erradican de forma inmediata los virus, las bacterias y los hongos -de forma infinitamente más rápida que cualquier antibiótico tradicional-. A los patógenos no les resta el tiempo necesario para producir resistencias. Entre tanto, se han descubierto más de mil materias diferentes procedentes de la piel, el líquido lacrimoso, el intestino, el pulmón o los glóbulos blancos de la sangre…

– Estamos vendidos -interrumpió Zoe, quien se enteró por parte de Peter Sullivan, el jefe de seguridad de Tysabi, solo hacía unos pocos días de la mencionada fuga. Sullivan había recibido un soplo de uno de sus contactos. Ella no contaba con que Folsom ya estuviera enterado de ello-. Aún no ha pasado nada. Sullivan se está encargando de hacerse con el nombre y el lugar de entrega. Lo impediremos.

Hank Thornten asentía con la cabeza.

– Ocúpate personalmente de ello. ¡Acaba con el cerdo!

* * *

Islas Caimán, lunes

Peter Sullivan echó una última mirada en la cabina de casi quince metros de longitud y algo más de dos de anchura del Gulfstream G550, el cual ofrecía asiento a diecinueve pasajeros. Sus seis chicos se repantigaban en los cómodos asientos cubiertos de cuero en color azafrán mientras disfrutaban del confort del avión de lujo. Puesto que no sabía lo que les esperaba, le había solicitado a la empresa su gran jet privado, el cual, con un alcance de doce mil kilómetros, era capaz de cubrir también vuelos de larga distancia.

El jefe de seguridad de Tysabi entró en la pasarela para subir a bordo. El calor bochornoso le resultaba como una mordaza en la boca. De repente pudo sentir el sudor en cada uno de los poros de su grueso cuerpo, y su cabeza rasurada se había empapado en cuestión de segundos.

– ¿Quieres que vaya yo? -Pete Sparrow, uno de los jefes de equipo, escudriñaba a Sullivan con preocupación. Con sus caídas mejillas pálidas y el sudor, Sullivan parecía estar al borde de un infarto de miocardio.

– ¡No! -estos jóvenes trepas no sospechaban lo resistente que podía llegar a ser.

El coche, que ya le estaba esperando, le llevó sin rodeos a un moderno edificio de oficinas de la ciudad en la que se alojaban una docena de bufetes de abogados de entre los cientos que tenían su sede en las islas Caimán. Las empresas a las que representaban desde la distancia como fiduciarios, cuyos verdaderos dueños nunca aparecían en escena, superaban con creces los diez mil. Estas almas altruistas envueltas en negocios, en ocasiones limpios y otras veces no tanto, constituían la auténtica riqueza de las islas, las cuales están subordinadas a la Corona Británica y desde los años ochenta se encuentran entre los diez mayores paraísos fiscales del mundo.