Barry creó un equipo de seguridad completamente leal a Marvin y sus objetivos. La caza de las antigüedades fue hasta la fecha su encargo más importante, pues de ella dependía el reconocimiento de la congregación como orden eclesiástica.
– Esta vez no puede haber ningún error -murmuraba Barry mientras se dejaba caer en el sillón. Se hospedaban en un hotel de lujo bastante exclusivo de Berlín-. De lo contrario, estoy jodido.
– Verás como no -Glaser mantenía fija la mirada en el televisor y elevó de nuevo el volumen, que había apagado durante la conversación telefónica de Barry con Marvin.
«Si eso es lo que estás esperando», pensó Barry, mientras se escanció otro coñac más y repasaba los últimos días.
Primero no fueron capaces de identificar a Forster durante meses como el misterioso mecenas de museos, quien le había presentado su oferta al museo de Berlín en diferentes momentos a través de varios emisarios y canales. Tan solo hacía una semana y media lo habían logrado por fin, cuando fueron capaces de perseguir a su último emisario desde Berlín hasta Ginebra, de camino a una empresa de seguridad.
Su elección recayó en Frédéric Berg. El hombre estaba a punto de percibir su jubilación, era bajo y rechoncho, poseía una cara hinchada y ojos de comadreja que miraban culpables sin cesar a su alrededor. Trabajaba como jefe de personal en una empresa de seguridad que había proporcionado al último emisario, y estaba dispuesto a vender todo lo que querían saber por una buena cantidad de dólares.
Barry recibió la información decisiva de parte de Berg la tarde del sábado en la catedral de Saint Pierre, situada en la parte antigua de la ciudad de Ginebra.
– Nuestros hombres están cargando desde primeras horas de esta misma mañana el camión. Ya está listo. Mañana por la noche. A París. El Louvre. Llegada el lunes por la mañana. Descarga. Pernoctamos. El martes seguimos hacia Berlín. Y el regreso, el miércoles por la tarde.
Desde hacía días vigilaban la villa de Forster en el barrio situado a las afueras de Ginebra, en Collonge-Bellerive, observando su llegada el sábado por la tarde. El anciano les había obsequiado un domingo bastante movido. Se había trasladado al parque de Malagnou para admirar en el Museo de Historia Natural la copia del esqueleto de Lucy, antes de cenar copiosamente por la noche en el restaurante gourmet de un hotel de lujo.
Su guardaespaldas Antonio Ponti estuvo con él en todo momento. Este había conducido al marchante de arte de vuelta a la villa, y más adelante, a altas horas de la noche, salieron con el transporte en dirección a Francia.
Ellos habían seguido al transporte, y el asalto tendría que haber comenzado en ese momento, pero fue entonces cuando Berg contactó por teléfono para dar la horrorosa noticia.
– El no está acompañando el transporte hacia el Louvre.
– Yo mismo le he visto en un Jaguar -replicó Barry- junto con su guardaespaldas.
– Ahí lo tenéis. Ponti es una maniobra de distracción. Protege a un doble, muy parecido, bien preparado. Pero no es Forster.
– ¿Cómo puede estar tan seguro?
– Acabo de hablar con mi jefe hace un momento. El ha supervisado la salida del transporte en la villa y acaba de llegar hace unos minutos a la oficina. Reconoció al doble y le sacó el tema a Ponti. Forster va desde hace varias horas con las cosas más importantes de camino a Berlín.
La llamada del traidor había paralizado a Barry durante varios minutos hasta que decidió creer a Frédéric Berg. Dio la vuelta y se dirigió a toda velocidad en dirección a Berlín, mientras Colin Glaser asaltaba el transporte con su equipo poco después de la frontera francesa.
Frédéric Berg no había mentido, y Barry se alegró por haberle dado al hombre algunos dólares extra.
De boca de Antonio Ponti, el fiel y sumiso guardaespaldas del marchante de arte, se enteraron de la matrícula, del modelo y la apariencia del coche, cuando Glaser le apuntaba con el cañón de la pistola en la frente.
Barry trasladó la información al equipo reservista de Berlín, que había organizado entre tanto. El equipo motorista procedente de Berlín extremó la velocidad para llegar por la autovía al cruce de Hermsdorf, a unos doscientos cincuenta kilómetros de distancia, donde se encuentran la autovía A 4 procedente del oeste, y la A 9 desde el sur. No importaba la ruta que siguiera Forster, a partir de ese punto se viajaba a Berlín solo a través de la A 9.
El equipo descubrió el vehículo en una zona de obras justo después del cruce, lugar en el que simulaba una avería y controlaba con prismáticos nocturnos los vehículos a su paso, los cuales tenían que conducir extremadamente lentos para cruzar esta zona de obras de poca visibilidad.
La noticia transportó a Barry durante varios minutos a un estado de euforia. Noel Bainbridge lo había preparado todo muy bien y había capturado dos camiones. Sin embargo, más adelante, tuvo que presenciar a grandes rasgos y a través del teléfono móvil encendido el fiasco sin poder intervenir. Estaba a cientos de kilómetros de distancia cuando eliminaron a su equipo.
Dresde, noche del jueves
Wayne Snider maldecía las condenadas medidas de seguridad de la empresa, las cuales se encargaban de que ningún colaborador contara con un medio o posibilidad de descargar o introducir información desde o hacia su ordenador. Si alguien deseaba bajarse algunos datos, esto era solo posible bajo la autorización de los «admin», forma con la que se denominaba brevemente a los administradores. Estos detectaban con gran exactitud lo que se estaba grabando en cada momento. En caso de duda indagaban incluso en el cuartel general sobre cómo debían actuar. Tampoco les temblaba el pulso a la hora de controlar los correos electrónicos o cualquier flujo de datos.
Cada una de las sedes empresariales tenía bajo nómina al menos a uno de estos friquis de la informática, que estaban subordinados a la sede central, lugar en el que cualquier anomalía era transmitida de inmediato a su vez al servicio de seguridad. Sin embargo, había un flanco que no acababan de tener bajo controclass="underline" el papel. No iban a ser capaces también a controlar todo lo que se imprimía día tras día.
Snider comenzó el trabajo de impresión y copió toda la información en papel. La impresora escupía fórmulas y cálculos. Snider tuvo que añadir hasta tres veces papel nuevo. Finalmente colocó el montón de hojas en su cartera.
Estaba a punto de apagar la luz de su oficina, cuando se acordó de Chris y su análisis óseo. Hasta ese momento no había ocurrido nada con la prueba. Las células estaban muertas y con ellas su ADN. El suero de crecimiento no funcionaba. Snider ya no esperaba que cambiara nada al respecto. Había utilizado un kit de despegue con una fuerte solución nutritiva: sin éxito. Esta solución contenía varias vitaminas, azúcares, sales, aminoácidos esenciales, glutamina, cisteína y suero. La temperatura en la incubadora alcanzaba los treinta y siete grados centígrados. Con todo ello, las señoritas disponían de todo lo necesario para que, a partir de la masa ósea, surgiera un cultivo celular apto para su estudio.
La solución nutritiva era quizás, a pesar de su potencia, demasiado débil. Cuando los restos celulares eran viejos y desgastados, la estimulación para su división celular no podría ser nunca lo suficientemente fuerte, siempre y cuando aún hubiera vida en las células.
Apenas se había acordado de su amigo de juventud durante los últimos tres días. Sus propios problemas le tenían demasiado ocupado. Tuvo que redactar un memorando con las últimas informaciones, añadiendo asimismo detalladamente todas las fórmulas, resultados de investigación y pasos de producción. Había invertido mucho tiempo en introducir tres errores decisivos que iban a ser su seguro de vida.