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– Peor aún es el síndrome de Edwards a causa de la trisomía en los cromosomas 18 y 13 -explicaba Jasmin-. La mitad de los afectados muere durante los primeros tres meses de vida, la proporción se sitúa en nuestro caso en uno por cada cinco mil nacimientos.

– Pero aquí se trata de otro tipo de trisomía -Snider se incorporó, su cuerpo se tensó-. Conocido también, y también investigado… y a pesar de ello raro.

– ¡No se hagan de rogar! -vociferaba Zoe Purcell clavando su mirada enfadada en Snider y Baker.

– Cuarenta y siete cromosomas -sentenció Snider.

– Uno más de lo normal -intervino Baker-. En definitiva, una trisomía.

– El cromosoma adicional es gonosomal.

– ¡Por el demonio, Baker! -bufó Zoe Purcell-. ¿Qué significa eso?

– La anomalía afecta a los cromosomas sexuales.

– El síndrome de doble Y -murmuró Jasmin, que pudo ver con claridad la anomalía en la pantalla.

– La trisomía XYY -añadió Snider.

Durante varios segundos imperó el silencio.

– Un cromosoma Y más… ¿y qué? -Zoe Purcell dio un golpe con la mano en la mesa-. ¡Como vuestro cromosoma masculino es tan inusitadamente pequeño, habrá tipos que cuenten con dos de esos chismes! ¿Y qué?

– Sin embargo, este cromosoma Y adicional es mucho más grande, gordo y rollizo. Debe de estar repleto de genes…

Capítulo 28

Fontainebleau (París),

tarde del sábado

La puerta del maletero se abrió de golpe y Chris tuvo que cerrar los ojos. A pesar del cielo encapotado, la luz le causaba dolor después de permanecer tanto tiempo a oscuras.

– Uf… ¡deberías lavarte!

El hombre asomado sobre él le sonreía maliciosamente. A Chris le llamaron la atención sobre todo las tres verrugas, que como un triángulo desfiguraban sus pómulos y la barbilla. El otro tipo tenía el cabello cobrizo y su tez era clara. El de las verrugas le agarró por los tobillos atados, mientras el de la cabeza rojiza le sujetaba por los hombros. Le levantaron del maletero y le dejaron caer en el suelo.

La arena y las briznas de hierba rasgaban una de sus mejillas. Giró la cabeza y su mirada se posó en varios árboles de fronda con sus fuertes troncos y tupido techo de hojas.

Los agudos dolores en las costillas le obligaban a tomar solo pequeñas bocanadas de aire. En el dorso de sus manos y los antebrazos sobresalían aún algunas esquirlas de madera y piedra. Las demás se habían desgarrado o hundido aún más en la carne. Algunas heridas se habían incluso inflamado, formando pompas ensangrentadas en pus.

El del cabello cobrizo le arrancó el esparadrapo de la boca y lo incorporó. Chris resopló y se cayó de nuevo hacia un lado. Necesitó un tiempo para volver a acostumbrarse a la nueva postura de permanecer sentado.

Ellos deshicieron las ataduras de sus pies y tiraron de él hacia arriba. Chris se desmoronó ipso facto de nuevo al suelo. Una y otra vez tiraron de él hacia arriba; una y otra vez él se derrumbaba. En cada ocasión, los dolores punzantes recorrían sus piernas mientras él lanzaba tenaces quejidos.

Momentos más tarde, un cosquilleo comenzó a recorrer sus piernas y la sangre a circular, y finalmente fue capaz de mantenerse en pie. El del cabello rojizo le apoyaba durante sus primeros pasos. El de las verrugas, por el contrario, le había anudado una soga en la atadura de sus manos que llevaba a la espalda, y lo guiaba de un lado para otro como si de un perro callejero se tratara.

– ¡Vamos! ¡Rápido!

Chris se tambaleaba torpe desde el coche en dirección a los árboles y viceversa. Después de eso le hicieron caminar en círculo durante diez minutos.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Chris por fin.

– Como si eso importara…

– Para mí sí -Chris siseaba; no era capaz de articular con claridad ni una sola sílaba. Sorbió la sangre de sus labios, que se habían reventado nuevamente.

– Si tú lo dices… En algún lugar de Francia.

Chris se sorprendió, pero a continuación decidió echar una ojeada a su alrededor.

El sol se situaba al oeste, pero aún debía de transcurrir algún tiempo hasta que irrumpiera la oscuridad. Más adelante, a unos cien metros y protegido por los arbustos, Chris vislumbró algo parecido a un pequeño palacio.

Las cuatro oscuras limusinas permanecían estacionadas delante de la torre de agua construida con amarillentos ladrillos cocidos del mismo modo que se acostumbraba hacía doscientos años atrás. Zanjas de agua recorrían el campo en las que se pudría el follaje. A poca distancia de la torre de agua había una capilla que, a excepción de la parte superior de la torre del campanario, estaba cubierta de andamios.

Desde el edificio principal, que se asemejaba a un palacio, se iban acercando tres hombres. La cara de mochuelo de Brandau irradiaba acritud y distancia. Chris no fue justo con la profesora. Fue el sacerdote quien le había engañado con el transmisor en la mochila. «¿Por qué había partido de la idea de que un clérigo iba a tener más escrúpulos que cualquier otra persona?».

Al lado de Brandau caminaba el tipo de la tez acartonada, quien había comandado el asalto. Durante un descanso, este último le había relatado orgulloso a Chris el modo en que entraron en su habitación con la llave del hostal, pasada la medianoche, y recogieron el resto de las reliquias.

El tercer hombre, pequeño, fuerte y rechoncho, portaba una sotana clara, casi blanca, con una pieza rectangular en la nuca. La tela iba adornada con perlas y brocados de oro, los cuales, en su parte superior, ilustraban dos signos de Cristo mientras, más abajo, se mostraban dos cruces. La sotana quedaba unida sobre el pecho con una hebilla artesanalmente torneada.

Chris pensó en un principio que estaría ante un obispo, pero a continuación se percató del pantalón y jersey corrientes ocultos debajo de la sotana.

– Aquí está nuestro artista -murmuró Justin Barry.

– Bueno, bueno -Henry Marvin estudió a Chris con desprecio-. Vaya, por el momento parece estar bastante desvalido. Vigiladle bien. ¿Cree usted en Dios y la Biblia?

– Así que es usted el editor al que le gusta presentarse como mecenas ante los famosos museos de todo el mundo cuando se trata de reliquias procedentes de determinados lugares de Oriente Próximo.

– ¿Y quién le ha contado eso a usted?

– Hubo una profesora en Berlín que me ha revelado alguna cosa acerca de usted.

Henry Marvin soltó una estruendosa carcajada.

– Pues entonces ya tiene en qué pensar.

– Hace horas que he superado el punto de romperme la cabeza sobre algo en concreto. Me conformo con estar fuera de ese ataúd.

– ¿Le va el humor negro? Ya veremos si le gusta estar en un ataúd de verdad. Primero le echaré un vistazo a sus regalos. Después ya veremos. Quizás le guste más su nuevo aposento. Por las noches, las ratas suelen ir allí de caza.

Marvin giró y se alejó caminando con Brandau. Barry y el del cabello cobrizo empujaron a Chris en dirección a la torre de agua y le condujeron a través de una escalera empedrada de caracol que conducía hacia abajo hasta llegar a una bifurcación, desde la cual se ramificaban varios pasadizos. Continuaron empujándole hasta finalmente detenerse delante de otro desvío.

Barry abrió la pesada puerta de acero que cerraba el pasadizo izquierdo y entró en la apretada y diminuta senda que había detrás, la cual le fue arrancada al rocoso subsuelo.

Varios focos iluminaban la senda de forma estridente y Chris pudo observar del lado izquierdo barrotes incrustados en la misma roca, los cuales separaban las cavernas situadas detrás del pasillo. Las celdas estaban vacías, literalmente desnudas.

Barry marchó hasta el final del pasillo y se detuvo delante de los barrotes de la última celda.

El del cabello rojizo arrojó a Chris con un empujón a la celda cuya zona posterior permanecía en penumbra. Detrás de él, escuchó cerrarse chirriando la puerta.