«Si fueron capaces de completar esta obra,
ahora nada de cuanto se propongan les será imposible.
Realizarán todo lo que les venga a la mente».
Génesis
Capítulo 29
Fontainebleau,
mediodía del domingo
– Al menos es puntual -gruñó Henry Marvin cuando vio pasar el Citroën que había enviado al aeropuerto. Sonreía triunfante mientras apretaba con exagerada fuerza la mano de monseñor Tizzani.
Monseñor sintió dolor, pero no arrugó la cara, más bien observaba la capa de Marvin con una sonrisa cargada de desdén.
– Una sotana con el más fino brocado y con exquisitos bordados. No está nada mal, querido Marvin. ¿Sabía usted que antaño se llevaba con una capucha como protección contra la lluvia, y que simbolizaba la riqueza de su dueño? -Tizzani señalaba hacia la parte rectangular de la nuca.
– Conozco muy bien la historia de esta prenda, querido Tizzani -Marvin exageró su réplica a la quemazón-. Se desarrolló a partir de la cogulla de los monjes en tiempos de los carolingios…
– Entonces sabrá también que en la actualidad los sacerdotes la utilizan durante sus celebraciones litúrgicas al aire libre. ¿No le basta la dirección terrenal de la congregación? ¿También desea convertirse en sacerdote? -Tizzani permaneció mirándole taimado-. En el escudo del nuevo pontífice se ha prescindido de la tiara, la corona como signo del poder terrenal. Benedicto, un papa de la era moderna, fue el primero en renunciar a ella. ¿Desea más que el propio papa?
Marvin sometió la cólera en su interior y se tranquilizó a sí mismo con la idea de que Tizzani deseaba disimular con oprobios el motivo de su viaje. Era una buena señal que Roma reaccionara con esa presteza a su llamada. A pesar de todas las santurronerías anteriores, estaban a todas luces fervientemente interesados en conocer sus hallazgos.
– Cuenta con apoyos, querido Marvin. Yo, por el contrario, estoy solo -Tizzani hizo un gesto con la cabeza en dirección a Eric-Michel Lavalle y Brandau, quienes esperaban expectantes detrás de Marvin.
Marvin, mientras señalaba hacia detrás, halló remedio diciendo:
– El señor Lavalle es mi mano derecha y se ocupa de nuestra inminente ofensiva en defensa de la fe. Además es experto en lenguas muertas. Y el estimado Thomas Brandau es, al igual que usted, hombre de Iglesia. También él es capaz de leer estos idiomas antiguos, y apoya la causa de los Pretorianos desde Berlín.
– Vaya, vaya.
Monseñor Tizzani reclinó la cabeza hacia la nuca y permaneció observando detenidamente el edificio principal. La casa solariega de fachada renacentista fue construida en medio de la campiña a finales del siglo XIX, medía prácticamente setenta metros de largo y veinte de ancho y se desmembraba en cinco construcciones distintas, y contaba con una sola planta en sus extremos. Sin embargo, conforme se posaba la vista hacia el centro, el edificio se transformaba primero en dos plantas hasta convertirse finalmente en su parte central en uno de tres.
El carácter emergente del edificio se veía reforzado aún más por sus altas y estrechas ventanas. En los tejados de los diferentes edificios se alzaban hacia el cielo incluso hasta diez chimeneas.
– Sus trabajos de restauración son realmente imponentes -murmuró el sacerdote de la curia romana.
– A la altura de los Pretorianos -dijo Marvin satisfecho mientras le señalaba el camino.
– Usted conoce la opinión que tienen sus enemigos de todo esto -murmuró el monseñor.
– ¡Yo no conozco a ningún enemigo al que tenga que tomar en serio! -Marvin sonreía autocomplaciente-. Los Pretorianos están todos de acuerdo. En Roma las cosas han de ir de otra forma…
Transcurrió casi una década desde que Henry Marvin había decidido construir la sede central de los Pretorianos en Fontainebleau, cuando le habían ofrecido esta enorme finca a casi cincuenta kilómetros al sudeste de París.
Esta ciudad cargada de historia, en cuyo palacio real abdicó Napoleón Bonaparte, se ubicaba lo suficientemente cerca de París y de las conexiones de transporte internacionales. A pesar de ello el lugar, con sus apenas veinte mil habitantes, resultaba agradablemente tranquilo y suficientemente alejado del estrés de la metrópolis.
– ¡Sus enemigos opinan que esta es su forma de vilipendiar el dinero de sus hermanos de la congregación!
– Tonterías. Fue una compra favorable. Pero con el paso del tiempo todo resulta más fácil de manipular -Marvin, a través de la compra, le había concedido a un desdichado conde la gracia de una lujosa vejez, después de que este hubiera perdido toda su fortuna a través de las especulaciones en bolsa.
La propiedad lindaba, escondida, con un espacio natural de veinticinco mil hectáreas en las proximidades de Fontainebleau, cuyos bosques de encinas, pinos y hayas constituían uno de los destinos favoritos de los parisinos. Las caprichosas formaciones de piedra arenisca formaban un reto importante para los amantes de la escalada, pero a pesar de ello, casi nadie solía perderse en este rincón del bosque.
Entraron en la casa solariega, cuya edificación central albergaba la sala de recepción y en cuyos extremos, situados a izquierda y derecha respectivamente, dos pasillos conducían hasta las diferentes habitaciones.
– ¿Qué hay sobre el reconocimiento de la Orden? ¿Hemos dado algún paso hacia delante?
Mientras comían en una de las salas anteriores, Tizzani había aguardado durante todo ese tiempo a escuchar precisamente esa misma pregunta.
– La congregación de los Pretorianos de las Sagradas Escrituras contaría sin duda alguna con mayores apoyos si a su cabeza, al igual que ocurre en el Opus Dei, hubiera sacerdotes consagrados. ¿Me perdona que sea tan franco en mi respuesta?
– Afortunadamente, la curia en Roma no lo ordena todo -contestó Brandau.
– Los obispados alemanes son conocidos por su postura, en ocasiones crítica y obstinada -respondió Tizzani con una leve sonrisa en los labios-. Sin embargo, que yo recuerde, el poder de convicción de la curia romana continúa siendo inquebrantable como antaño.
Las mandíbulas de Marvin se frotaban entre sí como dos gigantescas piedras de molino. «Tizzani es el solicitante, pero se comporta con aires de grandeza. Si no trae las respuestas apropiadas, puede irse por donde ha venido».
– Hay personas en el Vaticano que tratan de convencer al Santo Padre de que el reconocimiento como orden o incluso como prelatura personal para los Pretorianos constituiría una decisión equivocada. El comportamiento intransigente enturbiaría el compromiso y el equilibrio alcanzados entre la Iglesia y la Ciencia.
– Si quiere saber mi opinión, hasta ahora hemos estado cavando nuestra propia tumba -Marvin tomó un trago de vino tinto y dio un chasquido de forma aprobatoria con la lengua-. Despertaremos al mundo de su letargo.
Tizzani arrugó la cara. «¿Qué pretende este loco?».
– Se necesita más tiempo del esperado. El papa está muy ocupado en otros asuntos, que hacen que sea más probable que no se realice ninguna afirmación hasta su elección…
– ¿Entonces para qué ha venido? -comenzó a gritar Marvin fuera de todo control-. ¿Me quiere tomar de nuevo el pelo como ya hizo conmigo en Montecassino? -y dio un puñetazo en la mesa, provocando que se cayera la copa cuyo vino tinto se desparramó como una mancha sanguinolenta sobre el blanco mantel de Damasco.
Tizzani elevó con un gesto reconciliador las manos.
– Sin embargo, si los servicios de la orden resultan ser realmente convincentes… por eso estoy aquí, para comprobar…
Las paredes de la habitación estaban provistas de estanterías de libros laboriosamente talladas, cuyas imágenes artísticas reflejaban escenas bíblicas en miniatura.
Los libros se sucedían uno tras otro. Sin embargo, había solo uno: la Biblia.