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Con su fundación, el Ministerio del Interior había acabado con su dependencia del Ministerio de Defensa. Porque hasta entonces, en casos de intervenciones especiales y peligrosas, era necesario acudir siempre al Groupement d'Intervention de la Gendarmerie Nationale, que posee un carácter paramilitar y se nutre también de miembros militares como por ejemplo paracaidistas.

El requerimiento enviado a través del juez instructor para solicitar apoyo por parte del «RAID» llegó a manos del inspector jefe Paul Cambray ese mismo mediodía en su oficina del cuartel general.

Cambray leyó el informe y clavó a continuación su mirada en la hoja de servicios. Tenía a su disposición a un total de cien hombres, los cuales operaban en pequeños grupos de entre ocho y diez integrantes.

Dos de sus equipos estaban destinados en Marsella, vigilando una ruta de transporte de drogas, que había sido delatada por la competencia. Otro equipo estaba destinado en una revuelta carcelaria en Fresnes, donde dos condenados por robo a mano armada y homicidio debían ser obligados con la sola presencia de sus hombres a desistir en su propósito. Y otro equipo más estaba disponible solo parcialmente, pues sus especialistas en escuchas estaba afanados en probar la culpabilidad por corrupción de un diputado del Parlamento Europeo en Estrasburgo.

«Hay bastante jaleo», pensó Paul Cambray, quien había pertenecido a los primeros setenta Panteras que fueron seleccionados entre mil doscientos voluntarios durante la fundación.

Cambray estaba cerca de los cincuenta, era grande y fuerte, y contaba con un rostro de facciones bien marcadas, que a su vez se veía dominado por una gran nariz en forma de bulbo. En otros tiempos se hubiera enojado por las respectivas púas, pero a estas alturas las había aceptado como referencia a su propia marca distintiva.

Continuó leyendo el informe repetidas veces mientras meneaba la cabeza. Ahí estaba de nuevo el típico error del bando contrario.

Ellos pensaban estar más seguros con armas. Sin embargo, este era precisamente algo que ningún cuerpo de policía del mundo podía aceptar. Las armas son siempre peligrosas, incluso para la propia vida. Y por ese mismo motivo había que intervenir en este tipo de casos con mayor dureza.

Alazard era un juez instructor eficiente; uno de los que no se arrugaban delante de nadie cuando oteaba cualquier inmundicia. Eso mismo le hizo cosechar mayor simpatía entre los policías; por el contrario, alguno de los antaño intocables le odiaba ahora por ello.

Tanto era así, que el inspector jefe comenzó a engrasar complaciente la maquinaria, familiarizándose de nuevo con los detalles de la orden. Finalmente se decidió por dirigir la operación él mismo.

* * *

Fontainebleau

Henry Marvin sostenía el teléfono móvil cerca del oído mientras se paseaba por la habitación, sonreía, y contraía eufórico una y otra vez la cara, se reía nervioso de vez en cuando, y después de nuevo eufórico mientras cerraba nuevamente la mano izquierda para dar un puñetazo al aire. Su mirada radiante se posaba dichosa en Barry y Brandau mientras les iluminaba con su felicidad sin fijarse realmente en ellos.

Marvin telefoneaba a Roma.

Y Roma le daba buenas nuevas.

– Le doy las gracias, querido monseñor Tizzani. Dígale al Santo Padre que es un honor para mí y la orden poder desempeñar este servicio a la Santa Madre Iglesia. Le puedo asegurar que los Pretorianos estarán a la altura de este honor.

Marvin apagó el teléfono móvil mientras se reía a carcajadas.

– ¡Lo he logrado! ¡Ha llegado el momento! Era el bueno del monseñor Tizzani. A su regreso ayer mismo por la noche mantuvo una conversación con el papa. Hace un momento le han llamado incluso para acudir de nuevo a ver al Santo Padre. El viejo está como loco por estas reliquias. La prelatura personal está garantizada para los Pretorianos de las Sagradas Escrituras -Marvin arrancó de nuevo con varias carcajadas.

Barry no hizo ni un solo gesto. Marvin tendía a sufrir cambios de humor como una diva, y su euforia momentánea podía cambiar sin previo aviso en cualquier momento. Sea como fuere, si las cosas salían según había planeado Marvin, esto iba a reforzar su propio puesto. Pues este triunfo solo fue posible gracias a sus sucios trabajos.

– ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Lo sabía! -Brandau juntó las manos varias veces para aplaudir.

Marvin se sentó en uno de los sillones y miró de forma aprobatoria al alemán.

– Brandau, ha hecho un buen trabajo. Hoy puedo decírselo: cuando vino a mí hace seis meses y me habló de la oferta, le había tomado al principio por un loco. Pero usted tenía razón. ¡Roma necesita hacerlas desaparecer!

– Me alegró poder contribuir de forma tan decisiva en el éxito de los Pretorianos. -Brandau estaba ávido por obtener mayor reconocimiento.

– Usted dirigirá próximamente la sección alemana de los Pretorianos -dijo Marvin con altanería-. De eso me encargaré inmediatamente después de mi elección. El papa mismo vendrá a Francia…

– ¿El Santo Padre?

– Sí, Brandau. Viene a Francia. Tizzani acaba de comunicarme que el Santo Padre visitará mañana la cripta de la basílica de Saint-Benoît-sur-Loire para profesar sus respetos a los huesos de San Benito. Se trata de una pequeña y discreta visita privada. ¡Sin llamar la atención!

La basílica, que fue ocupada de nuevo por monjes a partir del año 1944, albergaba los restos mortales de San Benito, los cuales habían sido trasladados en el siglo vil desde Montecassino a Francia para protegerlos de los longobardos.

Brandau sonreía. Fontainebleau se situaba al norte de Saint-Benoît y, por lo tanto, quedaba prácticamente de camino. Una hábil estratagema.

Marvin gruñía satisfecho. Por fin todo seguía según sus planes. Él tenía en su poder las reliquias y se encontraba tan cerca de su objetivo con respecto al Vaticano que prácticamente podía tocarlo con sus propias manos. En caso de emergencia tendría en Zarrenthin, alias Rizzi, al clásico cabeza de turco. Sin embargo, según informaban Brandau y Barry, la policía alemana no había avanzado hasta el momento en lo referente al asalto de Berlín ni en lo de la autovía. En pocos días, los sucesos serían olvidados por los medios, y la policía se guardaría en sacar el asunto a la palestra mientras continuara sin saber qué rumbo seguir con las investigaciones. Y en el caso de que las cosas se pusieran feas de verdad, siempre podría contar con Barry para pasar a la acción…

– ¡Parece bastante furioso, Barry! ¿Qué le ocurre? -Marvin observaba retador a su jefe de seguridad, que continuaba de pie expectante delante del escritorio.

– Lavalle ha desaparecido.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Aún no ha vuelto. Él debía estar de vuelta este mediodía, y no está. Hemos intentado contactar con él, pero no contesta.

– ¿Ha llamado a la imprenta?

– Allí va todo según lo previsto. Lavalle entregó ayer mismo por la noche los demás documentos que faltaban. Desde entonces las máquinas trabajan a pleno rendimiento. Mañana por la mañana realizarán la entrega.

Marvin recordó el derrumbe de Lavalle.

– No será capaz de digerir su reacción de ayer. Pero si es listo, se preparará para aquello que le pido. De no ser así…

* * *

Jean Santerre y Victor Faivre saludaron a su jefe por última vez con un gesto con la cabeza.

– ¡Mucha suerte! -murmuró Paul Cambray, cuando los dos subieron por las escaleras al techo de la furgoneta. El vehículo estaba aparcado entre árboles justo al lado de la valla metálica de dos metros y medio de altura que limitaba en este lugar con la propiedad de los Pretorianos. Otro hombre más de las Panteras Negras estaba en cuclillas sobre el tejado mientras mantenía preparadas dos grandes mochilas, que debían llevar los dos a cuestas.