– Ten -dijo al ver abiertos los turbios ojos-, bebe esto.
Al cabo de unos momentos, César se había recuperado lo suficiente para permanecer de pie sin ayuda, pasearse de un lado a otro y observar a toda aquella gente asustada. Cleopatra, la cara sucia y bañada en lágrimas, lo miraba como si se hubiera levantado de entre los muertos; Carmian e Iras lloriqueaban; Apolodoro estaba desplomado en una silla con la cabeza entre las rodillas; varios sacerdotes parloteaban y hacían aspavientos al fondo; y aparentemente toda aquella consternación se debía a él.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó, yendo a sentarse junto a Cleopatra y sintiéndose un poco raro.
– Has tenido un ataque de epilepsia-declaró Hapd'efan'e sin rodeos-, pero tú no padeces epilepsia, César. El hecho de que con el vino dulce hayas vuelto en ti tan deprisa indica que has sufrido un cambio corporal después de este mes de rigores. ¿Cuándo has comido por última vez?
– Hace muchas horas. -Rodeó los hombros de Cleopatra con el brazo para reconfortarla y miró al egipcio moreno y delgado con una radiante sonrisa y expresión de arrepentimiento-. El problema es que cuando estoy ocupado me olvido de comer.
– En el futuro debes tener alguien al lado que te recuerde que has de comer-dijo Hapd'efan'e con severidad-. Las comidas regulares mantendrán a raya esta enfermedad, pero si te olvidas de comer, bebe vino dulce.
– No -contestó César con una mueca-. Vino no.
– Entonces hidromiel o el zumo de alguna fruta…, cualquier líquido dulce. Haz que tu siervo tenga algo a mano, incluso en medio de una batalla. Y presta atención a los síntomas de advertencia: náuseas, mareo, visión borrosa, debilidad, dolor de cabeza e incluso cansancio. Si notas algo así, César, toma de inmediato una bebida dulce.
– ¿Cómo has hecho beber a un hombre inconsciente, Hapd'efan'e?
– Con esto -dijo.
Hapd'efan'e le tendió el junco; César lo cogió y le dio vueltas entre los dedos.
¿Cómo has sabido que sorteabas el conducto del aire que va a mis pulmones? Los dos canales están uno junto al otro, y normalmente el esófago está cerrado para permitir la respiración.
– No lo sabía con certeza -se limitó a decir Hapd'efan'e-. He rezado a Sejmet para que tu coma no fuera demasiado profundo y te he masajeado el exterior de la garganta para obligarte a tragar cuando tu gaznate ha notado la presión del junco. Ha dado resultado.
– ¿Sabes todo eso y sin embargo ignoras cuál es mi enfermedad?
– Las enfermedades son misteriosas, César, y en su mayoría escapan a nuestro conocimiento. La medicina se basa en la observación. Afortunadamente, he aprendido mucho de ti al observar la austeridad de tu vida. -Adoptó una expresión astuta-. Por ejemplo, que consideras el comer una pérdida de tiempo.
Cleopatra empezaba a serenarse; su llanto había dado paso al hipo.
– ¿Cómo sabes tanto sobre el cuerpo? -preguntó a César.
– Soy un soldado. Cuando uno recorre los campos de batallas para rescatar heridos y contar a los muertos, ve toda clase de cosas. Al igual que este excelente médico, he aprendido de la observación. Apolodoro se puso en pie y se enjugó el sudor.
– Me ocuparé de que preparen la cena -dijo con voz ronca-. ¡Gracias a todos los dioses que estás bien, César!
Esa noche, mientras yacía insomne en el enorme lecho de plumas de Cleopatra, notando el contacto de su cuerpo cálido en el fresco del supuesto invierno de Alejandría, César pensó en el día, el mes, el año.
Desde el momento en que había pisado suelo egipcio, todo se había alterado drásticamente: la cabeza de Magno -aquella perversa cábala palaciega-, una corrupción y una degeneración que sólo Oriente podía producir, una indeseada campaña luchada en las calles de una hermosa ciudad; la voluntad de un pueblo de destruir lo que se había tardado tres siglos en construir; su propia participación en esa destrucción… y una pragmática proposición de una reina resuelta a salvar a su pueblo de la única manera que creía que podía ser salvado, concibiendo el hijo de un dios. Creía que él, César, era un dios. Extraño. Insólito.
Ese día César había tenido miedo. Ese día César, que nunca estaba enfermo, había afrontado las consecuencias inevitables de sus cincuenta y dos años. No sólo por su edad, sino por los excesos que había cometido, forzándose a seguir cuando otros hombres se detendrían a descansar. ¡No, César no! El descanso no era propio de César. Nunca lo sería. Pero ahora César, que nunca estaba enfermo, debía admitir que llevaba meses indispuesto. Fuera cual fuese la fiebre o el miasma que había producido temblores y arcadas en su cuerpo, había dejado secuelas. Una parte del organismo de César había -¿cómo había dicho el médico-sacerdote?- sufrido un cambio. César tendría que acordarse de comer, o de lo contrario padecería un ataque de epilepsia, y dirían que por fin César estaba decayendo, debilitándose, que César no era ya invencible. Así que César debía mantener el secreto, no debía permitir que el Senado y el pueblo supieran que algo le pasaba, porque ¿quién, si no, sacaría del lodo a Roma?
Cleopatra suspiró, susurró algo, dejó escapar un leve hipo. Tantas lágrimas, y todas por César. Esta cría patética me ama, me ama. Para ella me he convertido en marido, padre, tío, hermano. Todas las retorcidas ramificaciones de un tolomeo. Yo no lo comprendía, creía entenderlo pero no lo entendía. La fortuna ha arrojado las preocupaciones y pesares de millones de personas sobre sus frágiles hombros; no le ha permitido elegir su destino más de lo que yo le permití a Julia. Ha sido ungida soberana con ritos más antiguos y sagrados que ningún otro; es la mujer más rica del mundo; tiene un poder absoluto sobre las vidas humanas. Sin embargo es un cría insignificante, una niña. Para un romano, es imposible calibrar en qué la han convertido sus primeros veintiún años de vida, con el asesinato y el incesto como norma. Latón y Cicerón sostienen que César aspira a ser rey de Roma, pero ninguno de ellos tiene la menor idea de qué es reinar verdaderamente. Un verdadero reinado está tan lejos de mí como esta criatura que tengo a mi lado, hinchada por el hijo mío que lleva dentro.
Debo levantarme, pensó. Debo beber algo de ese brebaje que Apolodoro tan amablemente me ha traído: zumo de melones y uvas cultivados en invernáculos de lienzo. ¡Qué degeneración! Mi mente divaga: soy César y a la vez soy yo; no puedo separar lo uno de lo otro.
Pero en lugar de ir a beber el zumo de melones y uvas cultivadas en invernáculos de lienzo, apoyó otra vez la cabeza en la almohada y se volvió para observar a Cleopatra. Pese a que era plena noche, no estaba muy oscuro; los grandes paneles de la pared exterior estaban un poco corridos y entraba la luz de la luna, que daba a la piel de Cleopatra un color no plateado sino de bronce claro. Una piel adorable. Alargó el brazo para tocarla, acariciarla, recorrer con la palma de la mano el abultado vientre de una preñez de seis meses, cuya piel no estaba aún bastante distendida para estar luminosa, como él recordaba que estaba el vientre de Cimila cuando le faltaba poco para parir a Julia, o antes de dar a luz a Cayo, que nació muerto debido al ataque de eclampsia de su progenitora. Quemamos a Cimila y al pequeño Cayo juntos, mi madre, la tía Julia y yo. No César. Yo.
Los pequeños pechos de Cleopatra se habían puesto redondos y firmes como globos, y sus pezones se habían oscurecido hasta tener el mismo color negro ciruela que la piel de sus abanicadores etíopes. Quizá lleve en las venas algo de esa sangre, porque su organismo contiene rasgos que no son los de Mitrídates y Tolomeo. Su piel es deliciosa al tacto, tejido vivo con una finalidad más importante que simplemente complacerme. Pero soy parte de este ser, porque lleva mi hijo. En general tenemos a los hijos cuando somos demasiado jóvenes, cuando se llega a mi edad es el momento de disfrutarlos y de adorar a sus madres. Se requieren muchos años y muchos sufrimientos para comprender el milagro de la vida.