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César había temido aburrirse, pero eso nunca ocurrió. El tráfico fluvial era continuo y pintoresco, con centenares de dhows de velas latinas cargados de comida, de mercancías traídas de los puertos del Mar Rojo, grandes tinajas de calabazas, azafrán, aceite de sesamo y linaza, cajas de dátiles, animales vivos; eran auténticas tiendas flotantes. Todo ello implacablemente supervisado por las embarcaciones más veloces de la policía fluvial, que estaba por todas partes. Navegando por el Nilo era más fácil comprender el fenómeno de los Codos, ya que las orillas tenían una altura de cinco metros en su punto más bajo y casi diez en el más alto; si el río no crecía por encima de la altura más baja, no podía inundar los campos, pero si crecía por encima de la altura de las orillas más elevadas, el agua se extendía por el valle de manera incontrolable, anegaba aldeas, arruinaba el grano sembrado, tardaba demasiado en retroceder.

Los colores eran espectaculares, el cielo y el río de un azul impoluto, los lejanos acantilados que anunciaban el comienzo de la meseta desértica tenían una gama de matices que iba desde el color paja claro hasta el carmesí oscuro; la vegetación del valle era de todos los verdes imaginables. En esa época del año, mediados de invierno según las estaciones, las aguas de aluvión habían retrocedido por completo y los cultivos parecían mantos de hierba exuberante y ondulada, que iba madurando en espera de la siega y la cosecha. César había imaginado que allí no crecían árboles, pero vio sorprendido que había florestas, a veces pequeños bosquecillos de laureles, un sicomoro autóctono, espinos, robles, higueras y palmeras de todas clases, además de las famosas datileras.

Más o menos allí donde la mitad septentrional del Bajo Egipto pasaba a ser la mitad meridional del Alto Egipto, un afluente comunicaba el Nilo con el lago Moeris, y formaba la tierra de Ta-she, lo bastante rica para dar dos cosechas de trigo y cebada al año; un tolomeo anterior había mandado excavar un gran canal desde el lago hasta el Nilo, para que el agua siguiera fluyendo. Toda la tierra que se extendía a lo largo de los más de mil seiscientos kilómetros del Nilo egipcio era fértil. Cleopatra explicó que incluso cuando el Nilo no se desbordaba, la gente del valle conseguía mantenerse mediante el regadío; era Alejandría la causante de las hambrunas: tres millones de bocas que alimentar, más habitantes que a lo largo de todo el Nilo.

Los acantilados y la meseta desértica eran la Tierra Roja; el valle, con su terreno profundo, oscuro, y perpetuamente productivo, era la Tierra Negra.

En ambas orillas se alzaban innumerables templos, construidos todos con la misma concepción colosaclass="underline" una serie de pilares macizos unidos mediante dinteles, muros, patios, más pilares y puertas en el interior; unidos por hileras de esfinges con cabeza de carnero, de león, de seres humanos. Los templos aparecían cubiertos de imágenes bidimensionales de personas, plantas, animales, pintadas de todos los colores; los egipcios adoraban el color.

– La mayoría de los tolomeos han erigido, reparado o terminado nuestros templos -dijo Cleopatra mientras recorrían el magnífico laberinto de Abydos-. Incluso mi padre, Auletes, se dedicó con ahínco a la construcción… ¡Deseaba tanto ser faraón! Cuando Cambises de Persia invadió Egipto hace quinientos años, consideró sacrílegos los templos y las pirámides, y los dañó, a veces los destruyó por completo. Así que hay mucho trabajo pendiente para nosotros los tolomeos, que hemos sido los primeros en preocuparnos después de los verdaderos egipcios. Yo he puesto los cimientos de un nuevo templo consagrado a Hathor, pero quiero que nuestro hijo participe también en su construcción. Será el mayor constructor de templos de toda la historia de Egipto.

– ¿Por qué los tolomeos, que tan helenizados están, han construido exactamente igual que los antiguos egipcios? Incluso utilizáis los jeroglíficos en lugar de escribir en griego.

– Probablemente porque la mayoría de nosotros hemos sido faraones, y desde luego porque los sacerdotes están muy apegados a la antigüedad. Son ellos quienes proporcionan los arquitectos, escultores y pintores, a veces incluso en Alejandría. Pero espera a ver el templo de Isis en Filas. Le dimos un ligero estilo helénico, y por eso, creo, se lo considera el templo más hermoso de Egipto.

El río tenía abundancia de peces, incluido el oxirrinco, un monstruo de quinientos kilos que daba nombre a un pueblo; la gente comía pescado, fresco y ahumado, como alimento principal. Abundaban las chernas, las carpas y las percas, y para asombro de César, los delfines surcaban las aguas y saltaban, eludiendo a los voraces cocodrilos casi con desdeñosa facilidad.

Muchos de los animales eran sagrados, a veces los veneraban en una sola población, a veces en todas partes. La visión de Suchis, un gigantesco cocodrilo sagrado, al que nutrían a la fuerza con pasteles de miel, carne asada y vino dulce provocó las carcajadas de César. La criatura de diez metros de largo estaba tan harta de comida, que en vano intentaba escapar de los sacerdotes que la alimentaban; éstos le abrían las fauces y le embutían más comida por la garganta mientras la bestia gemía. César vio al buey Buchis, al buey Apis, a sus madres, vio los templos en que llevaban sus regaladas vidas. Los bueyes sagrados, sus madres, los ibis y los gatos eran momificados al morir, y puestos a descansar en vastos túneles y cámaras subterráneos. A los ojos de un extranjero como César, los gatos y los ibis parecían extrañamente tristes, centenares de miles de pequeñas figuras envueltas en ámbar, secas como el papel, rígidas, inmóviles, cuyos espíritus vagaban en el reino de los muertos.

De hecho, pensó César mientras el Filopator del Nilo se acercaba a las regiones más meridionales del Alto Egipto, no es extraño que esta gente vea a sus dioses en parte como humanos y en parte como animales, ya que el Nilo es un mundo propio, y los animales están perfectamente integrados en el ciclo humano. El cocodrilo, el hipopótamo y el chacal son bestias temibles: el cocodrilo acecha para atacar a un pescador imprudente, un perro o un niño; el hipopótamo sale a la orilla y destruye los cultivos con su bocaza y sus enormes patas; el chacal entra furtivamente en las casas y se lleva niños recién nacidos y gatos. Por tanto Sobek, Taueret y Anubis son dioses malvados. En tanto que Basted el gato come ratas y ratones; Orus el halcón hace lo mismo, Thoh el Ibis come plagas de insectos; Hathor la vaca proporciona carne, leche y trabajo; Cnum el carnero fecunda a las ovejas que dan carne, leche y lana. Para los egipcios, arrinconados en su estrecho valle y mantenidos sólo por su río, los dioses deben ser tanto animales como humanos. Aquí comprenden que el hombre es también un animal. Y Amón-Ra, el sol, brilla todos los días del año; para nosotros, la luna significa lluvia o el ciclo de las mujeres o cambios de humor, mientras que para ellos, la luna forma parte de Nut, el cielo nocturno del que nació la tierra. Para nosotros los romanos, los dioses son fuerzas que crean caminos que comunican dos universos distintos; ellos en cambio no viven en esa clase de mundo. Aquí reinan el sol, el cielo, el río, lo humano y lo animal. Una cosmología sin conceptos abstractos.

Resultaba fascinante ver el lugar donde las aguas del Nilo se salían de su interminable cañón rojo para convertirse en el río de Egipto; en la seca Nubla, contenido entre enormes paredes de roca, no regaba nada, dijo Cleopatra.

– El Nilo recibe dos afluentes en Aitiopai, donde vuelve a ser generoso -explicó-. Estos dos afluentes recogen las lluvias veraniegas y constituyen la inundación, en tanto que el propio Nilo fluye más allá de Meroe y las reinas exiliadas de las Sembritae, que en otro tiempo reinaron en Egipto y que son tan gruesas que no pueden andar. El propio Nilo se alimenta de lluvias que caen todo el año más allá de Meroe, y por eso no se seca en invierno.