Выбрать главу

– ¿Vamos a hospedar a Tito Labieno? -preguntó Catón, yendo al aparador del vino y sirviéndose un vaso lleno, sin aguar.

– No -dijo Estatilo con una débil sonrisa-. Ha usurpado el antiguo y mejordomicilio de Lentulo Crus y se ha agenciado un ánfora del melernio de la intendencia para ahogar sus penas.

– No le deseo nada malo, pero no lo quiero aquí-dijo Catón, de pie mientras su sirviente le quitaba la guarnición de cuero. A continuación se sentó con un suspiro-. Supongo que la noticia de nuestra derrota ha corrido ya.

– Ha llegado a todas partes -contestó Atenodoro Cordilion, sus legañosos y viejos ojos anegados en lágrimas-. Oh, Marco Catón, ¿cómo podemos vivir en un mundo que César gobernará como un tirano?

– Ese mundo no es aún un resultado inevitable. No lo será hasta que yo mismo esté muerto e incinerado. -Catón tomó un largo trago y estiró las largas y musculosas piernas-. Imagino que hay supervivientes de Farsalia que piensan lo mismo, como sin duda Tito Labieno. Si César está aún de humor para conceder indultos, dudo que Labieno reciba uno de ellos. ¡Conceder indultos! Como si César fuera nuestro rey. ¡Y todos se maravillan de su clemencia, cantan sus virtudes de hombre misericorde! ¡Bah! César es otro Sila, y sus antepasados tienen el mismo origen: desde hace siglos provienen de la realeza. Más aún en el caso de César; al menos Sila nunca afirmó ser descendiente de Venus y Marte. Si nadie se lo impide, César se coronará rey de Roma. Siempre ha tenido la herencia necesaria para hacerlo, y ahora tiene el poder. Lo que no tiene son los vicios de Sila, y sólo esos vicios impidieron a Sila ceñirse la diadema.

– Entonces, debemos ofrecer un sacrificio a los dioses para rogar les que Farsalia no sea nuestra última batalla -propuso Estatilo, volviendo a llenar el vaso de Catón con vino de una nueva jarra-. ¡Si al menos supiéramos mejor lo que ha ocurrido! Quién sigue con vida, quién murió, quién fue capturado, quién escapó…

– Este vino es sospechosamente bueno -lo interrumpió Catón con el entrecejo fruncido.

– He pensado que, dada esta catastrófica noticia, no infringiríamos gravemente nuestras convicciones si por una vez siguiéramos el ejemplo de Labieno -dijo Atenodoro Cordilion en tono de disculpa. -¡Entregarse a los placeres como un sibarita no es un acto justo, por malas que sean las noticias! -replicó Catón.

– Yo discrepo -dijo una voz meliflua desde el umbral.

– Ah, Marco Cicerón -dijo Catón con cara de pocos amigos. Todavía lagrimeando, Cicerón ocupó un asiento desde el que veía a Catón, se enjugó los ojos con un pañuelo grande, limpio y bien planchado -una herramienta indispensable para un genio de los tribunales- y aceptó el vaso que Estatilo le tendía. Sé, pensó Catón con objetividad, que este vehemente dolor suyo es sincero, y sin embargo me resulta ofensivo hasta la náusea. Un hombre debe dominar todas sus emociones para ser verdaderamente libre.

– ¿Qué le has sonsacado a Tito Labieno? -preguntó con tal aspereza que Cicerón se sobresaltó-. ¿Dónde están los demás? ¿Quién murió en Farsalia?

– Sólo Ahenobarbo -respondió Cicerón.

¡Ahenobarbo! Primo, cuñado, infatigable compañero en los boni. Nunca volveré a ver su semblante resuelto. Nunca volveré a oír cómo despotrica de su calvicie, convencido de que su resplandeciente cráneo predisponía a los electores contra él siempre que se presentaba para el sacerdocio.

Cicerón seguía hablando.

– Parece que Pompeyo Magno escapó junto con todos los demás. Según Labieno, eso ocurre tras una derrota. Los conflictos en que los hombres mueren en el campo de batalla son aquellos en los que se combate hasta el final. Nuestro ejército, en cambio, se rindió. Cuando César desarticuló la carga de caballería de Labieno, armando a sus cohortes libres de a pie con lanzas de asedio, todo hubo acabado. Pompeyo abandonó el campo de batalla. Los otros jefes lo siguieron, en tanto que las tropas o bien dejaron las armas, o pidieron cuartel, o huyeron.

– ¿Y tu hijo? -se sintió obligado a preguntar Catón.

– Tengo entendido que combatió magníficamente, pero resultó ileso -contestó Cicerón, manifiestamente contento.

– ¿Y tu hermano Quinto y su hijo?

La ira y la exasperación demudaron el satisfecho semblante de Cicerón.

– Ninguno de los dos combatió en Farsalia; mi hermano Quinto siempre ha dicho que no lucharía en favor de César, pero que lo respetaba demasiado para luchar contra él. -Se encogió de hombros-. Eso es lo peor de la guerra civil. Divide a las familias.

– ¿No hay noticias de Marco Favonio? -preguntó Catón, manteniendo un tono convenientemente seco.

– No.

Catón gruñó, desechando al parecer el tema.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Cicerón con aire lastimoso.

– En rigor, Marco Cicerón, eres tú quien ha de tomar esa decisión -dijo Catón-. Tú eres aquí el único cónsul. Yo he sido pretor, pero nunca cónsul. Así pues, tu rango es superior al mío.

– ¡Tonterías! -exclamó Cicerón-. Pompeyo te dejó al frente a ti, no a mí. Eres tú quien ocupa la residencia del general.

– Mi misión era específica y limitada. La ley prescribe que las decisiones ejecutivas sean tomadas por el hombre de mayor rango.

– Pues me niego rotundamente a tomarlas.

Los ojos grises estudiaron el rostro asustado y reacio de Cicerón. ¿Por qué siempre tenía que adoptar aquella actitud servil, sumisa? Catón lanzó un suspiro.

– Muy bien, yo tomaré las decisiones ejecutivas. Pero sólo a condición de que tú avales mis acciones cuando tenga que rendir cuentas ante el Senado y el pueblo de Roma.

– ¿Qué Senado? -preguntó Cicerón con amargura-. ¿Los títeres de César en Roma o los varios centenares que ahora huyen en todas direcciones desde Farsalia?

– El verdadero gobierno republicano de Roma, que se reunirá en alguna parte y seguirá oponiéndose a César el monarca. -Nunca te rendirás, ¿verdad?

– No mientras respire.

– Tampoco yo, pero no a tu manera, Catón. Yo no soy soldado, no tengo madera para serlo. Estoy pensando en volver a Italia y empezar a organizar la resistencia civil contra César.

Catón se puso en pie de un salto, con los puños apretados.

– ¡No te atrevas! -bramó-. Volver a Italia es como humillarse ante César.

– Calma, calma, lamento haberlo dicho -gimoteó Cicerón-. Pero ¿qué vamos a hacer?

– Haremos los bártulos y nos llevaremos a los heridos a Corcira, naturalmente. Aquí tenemos barcos, pero si nos retrasamos, los dirraquianos los quemarán -contestó Catón-. En cuanto encontremos refugio junto a Cneo Pompeyo, recibiremos noticia de los demás y decidiremos nuestro destino final.

– ¿Ocho mil hombres enfermos más todos nuestros enseres y víveres? No tenemos barcos suficientes -protestó Cicerón con voz entrecortada.

– Si Cayo César -dijo Catón con cierta sorna- pudo meter a veinte mil soldados, cinco mil no combatientes y esclavos, todas sus mulas, carros, equipo y artillería en menos de trescientos barcos maltrechos y cruzar el mar entre Bretaña y la Galia, no hay razón para que yo no pueda acomodar una cuarta parte de eso a bordo de cien robustas naves de transporte y navegar costeando por aguas tranquilas.

– Ah. Ah, sí, sí. Tienes toda la razón, Catón. -Cicerón se puso en pie y entregó su vaso a Estatilo con dedos temblorosos-. He de empezar a recoger mis propias cosas. ¿Cuándo zarpamos?

– Pasado mañana.

La Corcira que Catón recordaba de una visita anterior había desaparecido, al menos en sus costas. Había sido una exquisita isla, la joya del-Adriático, montañosa y exuberante, un lugar de calas de ensueño aguas claras y resplandecientes.

Sucesivos almirantes pompeyanos, que culminaron en Cneo Pompeyo, habían remodelado Corcira. Cada cala contenía barcos de transporte o galeras de guerra; cada pequeña aldea se había convertido en un centro temporal al servicio de las exigencias de los campamentos establecidos en su periferia; el mar en otro tiempo diáfano rebosaba excrementos humanos y animales y olía peor que los lodosos bajíos del Pelusium egipcio. A esta falta de higiene se sumaba el hecho de que Cneo Pompeyo había establecido su base principal en los estrechos situados frente a la costa del continente. El motivo era que esa zona proporcionaba a sus naves pesca abundante mientras César intentaba transportar tropas y provisiones desde Brindisi hasta Macedonia. Pero las corrientes de los estrechos no se llevaban la inmundicia; al contrario, la acumulaban.