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Julia. Todas mis amadas mujeres han muerto, dos de ellas intentando traer hijos al mundo. Mi adorable Cinila, mi querida Julia, las dos recién cruzado el umbral de la vida adulta. Ninguna me causó jamás un solo dolor excepto al morir, ¡qué injusto, qué injusto! Cierro los ojos y las veo allí: Cinila, la esposa de mi juventud; Julia, mi única hija. La otra Julia, la tía Julia, la esposa de Cayo Mario, aquel monstruo abominable. Su perfume aún me provoca el llanto cuando lo huelo en alguna desconocida. En mi infancia no habría conocido el amor si no hubiera sido por sus abrazos y sus besos. Mater, la perfecta adversaria partisana, era incapaz de abrazar y besar por temor a que un cariño muy manifiesto me corrompiera. Me consideraba demasiado orgulloso, demasiado consciente de mi inteligencia, demasiado dispuesto a llegar a la realeza.

Pero todas han desaparecido, mis amadas mujeres. Ahora estoy solo.

No es extraño que empiece a pesarme la edad.

César o Sila. En las balanzas de los dioses estaba cuál de los dos había pasado mayores dificultades para alcanzar la sucesión. La diferencia era escasa: un pelo, una fibra. Los dos se habían visto obligados a preservar su dignitas -su parte de fama pública, de posición y valía- marchando sobre Roma. Los dos habían llegado a dictador, el único cargo por encima del proceso democrático o exento de acusaciones futuras. La diferencia entre ellos estribaba en cómo se habían comportado tras su nombramiento: Sila había proscrito, había llenado las arcas vacías del tesoro matando a los comerciantes y senadores ricos y confiscando sus bienes; César había preferido la clemencia, perdonaba a sus enemigos y permitía a la mayoría de ellos conservar sus propiedades.

Los boni habían forzado a César a marchar sobre Roma. Con plena conciencia, con deliberación -e incluso con entusiasmo-, habían empujado a Roma a una guerra civil por no conceder a César ni un ápice de lo que habían dado a Pompeyo Magno a cambio de nada, a saber, el derecho a presentarse a la elección a cónsul sin necesidad de aparecer en persona en la ciudad. En cuanto un hombre con poderes cruzaba los límites sagrados de la ciudad, perdía esos poderes y podía ser procesado en los tribunales. Y los boni habían inducido a los tribunales a condenar a César por traición en cuanto renunciara a los poderes de gobernador a fin de aspirar a un segundo consulado, absolutamente legítimo. Había solicitado que le permitieran presentarse in absentia, una petición razonable, pero los boni lo habían vetado y habían obstaculizado todos sus intentos por llegar a un acuerdo. Cuando todo lo demás falló, César emuló a Sila y marchó sobre Roma. No para conservar la cabeza, que nunca había corrido peligro. La sentencia en un tribunal plagado de adláteres de los boni habría sido el exilio perpetuo, un destino peor que la muerte.

¿Era traición aprobar leyes que distribuían las tierras públicas de Roma de manera más equitativa? ¿Traición, aprobar leyes para evitar que los gobernadores expoliaran sus provincias? ¿Traición, trasladar las fronteras del mundo romano a un límite natural a lo largo del río Rin y proteger así Italia y el Mare Nostrum de los germanos? ¿Eran éstas traiciones? ¿Había traicionado César a su país al aprobar estas leyes?

Para los boni, sí, eso había hecho. ¿Por qué? ¿Cómo era posible? Porque para los boni tales leyes y medidas representaban una ofensa contra el mos maiorum, el modo en que funcionaba Roma según la tradición y las costumbres. Las leyes y medidas de César cambiaron lo que Roma siempre había sido. Poco importaba que los cambios fueran por el bien común, por la seguridad de Roma, por la felicidad y prosperidad no sólo de todos los romanos sino también de los súbditos de las provincias: no eran leyes y medidas en consonancia con las costumbres arraigadas, las costumbres que habían sido apropiadas para una pequeña ciudad situada en las rutas de la sal de la Italia central hacía seiscientos años. ¿Por qué no se daban cuenta los boni de que las antiguas costumbres no eran ya útiles para la única gran potencia al oeste del río Éufrates? Roma había heredado todo el mundo occidental, y sin embargo algunos de sus gobernantes vivían aún en los tiempos de la inicial ciudad-estado.

Para los boni, el cambio era el enemigo, y César era el más brillante servidor del enemigo que jamás había existido. Como Catón solía proclamar desde la tribuna del Foro romano, César era la encarnación de la más pura maldad. Y todo porque César tenía una mente lo bastante lúcida y perspicaz para saber que a menos que se produjeran los cambios adecuados, Roma perecería, acabaría envuelta en hediondos andrajos sólo apropiados para un leproso.

Así que allí, en aquella nAve, estaba el dictador César, soberano del mundo. Él, que nunca había deseado nada más que lo que le pertenecía: ser elegido legítimo cónsul por segunda vez diez años después de su primer consulado, tal como estipulaba la lex Genucia. Después de ese segundo consulado, planeaba convertirse en un anciano hombre de estado más sensato y eficiente que aquel individuo vacilante y timorato, Cicerón. Aceptar una misión senatorial de vez en cuando para mandar un ejército al servicio de Roma como sólo César sabía hacerlo. Pero ¿terminar gobernando el mundo? Ésa era una tragedia digna de Esquilo o Sófocles.

La mayor parte del servicio de César en el extranjero había transcurrido en el extremo occidental del Mare Nostrum: las Hispanias y las Galias. Su servicio en oriente se había limitado a la provincia de Asia y Cilicia; nunca lo había llevado a Siria, Egipto o el temible interior de Anatolia.

Lo más cerca de Egipto que había estado era Chipre, años antes de que Catón se lo anexionara; a la sazón el soberano era Tolomeo el Chipriota, hermano menor del por entonces faraón de Egipto, Tolomeo Auletes. En Chipre César se había deleitado entre los brazos de una hija de Mitrídates el Grande y se había bañado en la espuma marina de la que había surgido su antepasada Venus/Afrodita. La hermana mayor de aquella dama mitridátida era Cleopatra Trifena, primera esposa del rey Tolomeo Auletes de Egipto y madre de la actual reina Cleopatra.

César había tenido tratos con Tolomeo Auletes cuando era primer cónsul once años atrás y lo recordaba ahora con irónico afecto. Auletes había necesitado desesperadamente que Roma confirmara su permanencia en el trono egipcio y había querido asimismo estar en la posición de «Amigo y Aliado del pueblo romano». César, el primer cónsul, con gusto lo había legitimado en ambas cuestiones, a cambio de seis mil talentos de oro. Mil de esos talentos habían ido a manos de Pompeyo y otros mil a Marco Craso, pero los cuatro mil restantes habían permitido a César hacer aquello para lo que el Senado le había negado financiación: reclutar y equipar el número necesario de legiones para conquistar la Galia y contener a los germanos.

¡Oh, Marco Craso! ¡Cuánto había anhelado Egipto! Lo había considerado la tierra más rica del planeta, rebosante de oro y piedras preciosas. Hombre de insaciable codicia, Craso había sido una mina de información sobre Egipto, que deseaba anexionar a Roma. Habían frustrado sus intenciones las Dieciocho, el estrato superior del mundo comercial romano, quienes de inmediato habían comprendido que únicamente Craso se beneficiaría de la anexión de Egipto. El Senado podía engañarse con la pretensión de que controlaba el gobierno de Roma pero los comerciantes de las Dieciocho Centurias principales eran quienes tenían en realidad el control. Roma era ante todo una entidad económica dedicada al comercio a escala internacional.

Así pues, al final Craso había partido en busca de sus montañas de oro y joyas a Mesopotamia, y murió en Carres. El rey de los partos aún poseía siete Águilas romanas capturadas a Craso en Carres. Un día, sabía César, tendría que marchar hasta Ecbatana y arrebatárselas al rey parto, lo cual constituiría otro enorme cambio: si Roma absorbía el reino de los partos dominaría tanto Oriente como Occidente.