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La lejana visión de una blanca y brillante torre lo arrancó de su ensoñación, y la contempló arrobado mientras se acercaba. La legendaria luminaria de Faros, la isla que se hallaba frente a los dos puertos de Alejandría. Compuesto de tres secciones hexagonales, cada una menor en diámetro que la anterior, y revestido de mármol blanco, el faro tenía una altura de cien metros y era una de las maravillas del mundo. En lo alto ardía un fuego perpetuo que se reflejaba a gran distancia mar adentro en todas direcciones mediante la ingeniosa colocación de losas de mármol muy pulidas, pese a lo cual de día la luz era casi invisible. César había leído todo acerca de aquel faro, sabía que eran esas mismas losas las que protegían las llamas del viento, pero deseaba con toda su alma ascender por los seiscientos peldaños y contemplar la vista.

– Es un buen día para entrar en el Gran Puerto -dijo su piloto, un marinero griego que había viajado muchas veces a Alejandría-. Veremos sin dificultad los marcadores del canal, trozos de corcho ancladas y pintados de rojo a la izquierda y de amarillo a la derecha.

César también sabía todo eso, pero ladeó la cabeza para mirar cortésmente al piloto y escuchar como si no supiera nada.

– Hay tres canales: Esteganos, Poseidos y Tauros, de izquierda a derecha según se entra por el mar. Esteganos recibe su nombre de las Rocas del Lomo del Cerdo, que se encuentran al final del cabo de Loquias, donde están los palacios, Poseidos se llama así porque da directamente al templo de Poseidón; y Tauros se llama así por la Roca del Cuerno de Toro que se halla frente a la isla de Faros. Durante una tempestad, aunque afortunadamente aquí son poco comunes, es imposible entrar en cualquiera de los puertos. Los pilotos extranjeros evitan el puerto de Eunostos, con bancos de arena movedizos y bajíos en todas partes. Como puedes ver -prosiguió, gesticulando-, los arrecifes y las rocas abundan durante kilómetros mar adentro. El faro es una gran ventaja para los barcos extranjeros, y dicen que construirlo costó ochocientos talentos de oro.

César utilizaba a sus legionarios para remar: era un buen ejercicio y evitaba el mal humor y las peleas entre los hombres. A ningún soldado romano le gustaba alejarse de terra firma, y la mayoría se pasaban el viaje entero sin mirar al agua por encima de la borda. ¿Quién sabía qué acechaba allí abajo?

El piloto decidió que todas las naves de César utilizarían el paso de Poseidos, ya que aquel día era el más tranquilo de los tres. Solo en la proa, César contempló el panorama. Un estallido de colores, de estatuas doradas y carros en lo alto de los frontones de los edificios, de resplandeciente cal, de palmeras y otros árboles; pero decepcionantemente llano excepto por un cono verdeante de unos setenta metros de altura y un semicírculo rocoso en la costa con apenas altura suficiente para formar la cavea de un gran teatro. Antiguamente, como él sabía, el teatro había sido una fortaleza, el Akron, que significaba «roca».

A la izquierda del teatro, la ciudad ofrecía un aspecto de gran riqueza y suntuosidad. Era el Recinto Real, decidió, un inmenso complejo de palacios sobre altos estrados rodeados de poco empinadas escalinatas, entre los cuales había jardines y arboledas. Más allá de la ciudadela empezaban los muelles y almacenes, extendiéndose en una curva a la derecha estaba el comienzo del Heptastadion, una Via elevada de casi dos kilómetros de longitud de mármol blanco que comunicaba la isla de Faros con el continente. Era una estructura maciza excepto por dos grandes arcos en su parte central, cada uno con anchura suficiente para permitir el paso de un barco de considerable tamaño entre este puerto, el Gran Puerto, y el del lado occidental, el Eunostos. ¿Era el Eunostos donde estaban atracados los barcos de Pompeyo? No se veía ni rastro de ellos a este lado del Heptastadion.

Debido a que era tan llana, resultaba imposible formarse una idea de las dimensiones de Alejandría más allá de su zona portuaria, pero César sabía que si se incluía la expansión urbana en torno a la ciudad antigua, Alejandría tenía tres millones de habitantes y era la ciudad más grande del mundo. Roma albergaba a un millón de personas entre sus Murallas Serbias, y Antioquía más aun, pero ninguna competía con Alejandría, una ciudad con menos de trescientos años de antigüedad.

De pronto advirtió un revuelo de actividad en la orilla, seguido por la aparición de unos cuarenta barcos de guerra, tripulados todos por hombres armados. ¡Vaya, así se hace!, pensó César. De la paz a la guerra en un cuarto de hora. Algunos de los barcos eran sólidos quinquerremes con grandes quillas de bronce que hendían el agua; algunos eran cuadrirremes y trirremes, todos con afiladas quillas; pero más o menos la mitad de ellos eran naves mucho menores, demasiado bajas para aventurarse a viajar por el mar. Éstas, supuso, eran las embarcaciones de aduanas que patrullaban las siete desembocaduras del río Nilo. No habían visto ninguna navegando hacia el sur, pero eso no significaba que algunos ojos de aguda vista no hubieran detectado la presencia de esta flota romana desde lo alto de algún árbol del delta. Lo cual explicaría aquella presteza.

Todo un comité de recepción. César ordenó al corneta que tocara a generala y después pidió que, mediante banderas, se comunicara a los capitanes de sus barcos que permanecieran inmóviles y esperaran hasta nueva orden. Pidió a su sirviente que le colocara la toga praetexta, se ciñó la corona civica en torno al cabello ralo y dorado, y se calzó las sandalias senatoriales marrones con hebillas de plata en forma de media luna propias de un alto magistrado curul. Preparado, se plantó en medio del barco, donde se interrumpía la baranda, y observó cómo se acercaba rápidamente una embarcación de aduanas sin cubierta con un individuo de aspecto fiero de pie en la popa.

– ¿Qué te da derecho a entrar en Alejandría, romano? -preguntó a gritos el individuo, manteniendo su embarcación al alcance de la voz.

– El derecho de cualquier hombre que llega en son de paz para comprar agua y provisiones -respondió César con una mueca.

– Hay un manantial a doce kilómetros al oeste del puerto de Eunostos. Allí encontrarás agua. No tenemos provisiones para vender, así que sigue tu camino, romano.

– Me temo que no puedo hacer eso, buen hombre.

– ¿Quieres guerra? Ya ahora te superamos en número, y éstos no son más que una décima parte de los hombres que podemos lanzar contra ti.

– Ya he tenido guerras suficientes, pero si insistes, libraré otra -dijo César-. Has organizado un buen espectáculo, pero dispongo como mínimo de cincuenta maneras de derrotarte, incluso sin barcos de guerra. Soy el dictador Cayo Julio César.

El agresivo individuo se mordió el labio.

– Muy bien, tú puedes desembarcar, quienquiera que seas, pero tus naves deben permanecer justo aquí, a la entrada del puerto, ¿entendido?

– Necesito un bote con capacidad para veinticinco hombres -dijo

César-. Mejor será que me lo proporciones de inmediato o habrá graves conflictos.

El agresivo individuo dio una orden a sus remeros y la pequeña embarcación se alejó velozmente.

Publio Rufrio apareció junto al hombro de César, visiblemente inquieto.

– Parece que cuentan con mucha infantería de marina -comentó-, pero ni siquiera aquellos que mejor vista tienen entre los nuestros han atisbado soldados en la costa, aparte de unos cuantos hombres muy elegantes tras la muralla del palacio…, la guardia real, imagino. ¿Qué vas a hacer, César?