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– Desembarcar con mis lictores en el bote que me faciliten.

– Permite que hagamos a la mar nuestros botes y enviemos unos cuantos soldados contigo.

– Nada de eso -respondió César con calma-. Tu deber es mantener las naves juntas y fuera de peligro… y evitar que ineptes como Tiberio Nerón se corten un pie con su propia espada.

Poco después se detuvo junto al barco un gran bote tripulado por dieciséis remeros. César inspeccionó con la mirada la indumentaria de sus lictores, mandados aún por el fiel Fabio, mientras descendían para ocupar las banquetas del bote. Sí, todos los tachones de latón de sus anchas correas negras de piel relucían, todas sus túnicas carmesí estaban limpias y sin arrugas, todos los pares de caligae de piel carmesí debidamente atados. Llevaban sus fasces con más delicadeza y reverencia que una gata a sus cachorros, las trallas rojas de piel trenzada estaban exactamente como debían estar, y las hachas de una sola cabeza, una por haz, resplandecían malévolamente entre las treinta varas teñidas de rojo que componían cada haz. Satisfecho, César saltó con la agilidad de un muchacho a la embarcación y se colocó en la popa.

El bote se dirigió hacia un malecón, contiguo al teatro de Akron pero fuera de las murallas del Recinto Real. Allí se había congregado una muchedumbre de lo que parecían ser ciudadanos corrientes, que agitaban los puños y proferían amenazas en griego con acento macedonio. Cuando amarraron el bote y los lictores bajaron a tierra, los ciudadanos retrocedieron un poco, obviamente desconcertados ante tal calma, ante tan ajeno pero imponente esplendor. Una vez que sus veinticuatro lictores hubieron formado en una columna de doce pares, César abandonó él mismo el bote sin esfuerzo y luego, con exagerados gestos, se arregló los pliegues de la toga. Con las cejas enarcadas, observó altivamente a la multitud, que seguía amenazándolo.

– ¿Quién está al mando? -preguntó.

Nadie, por lo visto.

– Adelante, Fabio, adelante.

Sus lictores avanzaron entre la muchedumbre y César los siguió con paso majestuoso. Una simple agresión verbal, pensó, sonriendo orgullosamente a derecha e izquierda. Interesante. Lo que dicen es verdad: a los alejandrinos no les gustan los romanos. ¿Dónde está Pompeyo Magno?

Una llamativa puerta interrumpía la muralla del Recinto Real; con sus pilones laterales unidos por un dintel cuadrado, presentaba profusos adornos dorados, símbolos, y escenas bidimensionales extrañas y multicolores. Allí impedía el paso un destacamento de la guardia real. Rufrio tenía razón: estaban muy elegantes con su armadura ligera griega de corseletes de hilo con escamas de metal plateado cosidas, sus vistosas túnicas doradas, sus botas altas marrones, sus yelmos plateados con viseras y penachos morados de pelo de caballo. También daba la impresión, pensó César, intrigado, de que sabían comportarse mejor en una reyerta que en una batalla. Teniendo en cuenta la historia de la casa real de Tolomeo, probablemente así era. Siempre había una multitud de alejandrinos dispuestos a cambiar un Tolomeo por otro, sin que importara el sexo.

– ¡Alto! -prorrumpió el capitán, una mano en la empuñadura de la espada.

César se aproximó a través del pasillo abierto por los lictores y se detuvo obedientemente.

– Desearía ver al rey y la reina -dijo.

– Pues no puedes ver al rey y la reina, romano, y eso es definitivo. Ahora regresa a tu barco y márchate.

– Anuncia a sus majestades reales que soy Cayo Julio César. El capitán soltó una grosera risotada.

– Si tú eres César, yo soy Taueret, la diosa hipopótamo.

– No deberías tomar los nombres de tus dioses en vano. Un parpadeo.

– No soy un miserable egipcio, soy alejandrino. Mi dios es Serapis. Y ahora vete.

– Soy César.

– César está en Asia menor o en Anatolia o donde sea.

– César está en Alejandría, y muy cortésmente solicita ver al rey y la reina.

– Mmm… no te creo.

– Mmm… vale más que me creas, capitán, o si no toda la cólera de Roma caerá sobre Alejandría y te quedarás sin empleo. Y sin el rey y la reina. ¡Contempla a mis lictores, necio! ¡Si sabes contar, cuéntalos, necio! Veinticuatro, ¿no es así? ¿Y qué magistrado curul romano va precedido de veinticuatro lictores? Sólo uno: el dictador. Ahora franquéame el paso y guíame hasta la sala de audiencias real -dijo César con amabilidad.

Pese a sus baladronadas, el capitán tenía miedo. ¡Vaya una situación en la que estaba metido! Nadie mejor que él sabía que en el palacio no había ninguno de los que debían estar allí: ni el rey, ni la reina, ni el chambelán mayor. Ni un alma con autoridad suficiente para tratar con este arrogante romano que en efecto llevaba veinticuatro lictores. ¿Sería César? No, sin duda. ¿Por qué iba a estar César en Alejandría precisamente? Sin embargo ante sí tenía a un romano con veinticuatro lictores, ataviados con un ridículo manto blanco orlado de púrpura, con unas hojas en la cabeza y un sencillo cilindro de marfil apoyado en el antebrazo derecho desnudo, sostenido entre la mano ahuecada y la sangría del codo. Sin espada, sin armadura, sin un solo soldado a la vista.

Su ascendencia macedonia y un padre acaudalado habían permitido al capitán comprar su cargo, pero la agudeza mental no formaba parte de su herencia. Se lamió los labios.

– Muy bien, romano, te llevaré a la sala de audiencias -contestó con un suspiro-. Pero no sé qué vas a hacer allí, porque no hay nadie en el palacio.

– ¿No? -preguntó César, empezando a caminar otra vez tras sus lictores, cosa que obligó al capitán a mandar a un hombre rápidamente para que guiara al grupo-. ¿Dónde ha ido todo el mundo?

– A Pelusium.

– Comprendo.

Pese a ser verano, hacía un día perfecto: poca humedad, una fresca brisa para abanicar la frente, un aire templado y acariciante impregnado del perfume de los árboles en flor, los capullos en forma de campana de una extraña planta. El pavimento era de mármol color arena con vetas marrones, y pulido como un espejo, resbaladizo como el hielo bajo la lluvia. ¿O acaso no llueve en Alejandría? Quizá no.

– Un clima delicioso -comentó César.

– El mejor del mundo -dijo el capitán, muy seguro de ello.

– ¿Soy el primer romano que has visto por aquí en los últimos tiempos?

– Como mínimo, el primero que se anuncia con un rango superior al de gobernador. Los últimos romanos que nos visitaron acompañaban a Cneo Pompeyo cuando vino el año pasado a apropiarse de los barcos de guerra y el trigo de la reina. -Chasqueó la lengua al recordarlo-. Un joven muy descortés. No aceptaba un no por respuesta, pese a que su majestad le dijo que el país pasa hambre. Pero ella al final lo embaucó. Llenó de dátiles sesenta cargueros.

– ¿Dátiles?

– Dátiles. Zarpó convencido de que las bodegas iban llenas de trigo.

– ¡Por todos los dioses! Pobre Cneo Pompeyo. Imagino que su padre no quedó muy contento, aunque quizá sí Lentulo Crus…, a los epicúreos les encantan los nuevos sabores.

La sala de audiencias ocupaba todo un edificio, a juzgar por el tamaño; quizás había una o dos antesalas para los embajadores de visita, pero sin duda no había aposentos. Era el mismo lugar al que había sido conducido Cneo Pompeyo: un enorme salón desnudo cuyo suelo de mármol pulido formaba complicados dibujos de distintos colores; las paredes estaban cubiertas de aquellas vivas pinturas de personas y plantas bidimensionales o de pan de oro; un estrado de mármol morado contenía dos tronos, uno en la grada superior hecho de ébano labrado y dorados, y otro similar pero más pequeño en la grada inmediatamente inferior. Por lo demás no había un solo mueble.

Dejando a César y sus lictores solos en la sala, el capitán se marchó apresuradamente, cabía suponer que para ir en busca de alguien que pudiera recibirlos.

Cruzando una mirada con Fabio, César sonrió.