Sacudió la cabeza.
– Según con qué vara lo midas -contestó.
– ¿Viste los vídeos y las fotografías de su casa?
– Sí.
– ¿Esto es peor?
Aquella casa marcaba un nuevo máximo en mi vara de medir. Hasta entonces, lo más espeluznante que había visto era el resultado de que una banda de vampiros de Los Angeles pretendiera instalarse en San Luis: nuestra respetable comunidad vampírica se los había quitado de en medio a hachazo limpio, y sus extremidades seguían arrastrándose por ahí cuando encontramos los cadáveres. Bien pensado, puede que lo de la casa de los Reynolds no fuera peor. Puede que el tiempo hubiera empañado el otro recuerdo.
– Aquí hay menos sangre. -Titubeó-. Pero era un niño.
Asentí; no necesitaba más explicaciones. No sabía por qué, pero siempre era peor cuando se trataba de un niño. Quizá se debiera al instinto que nos lleva a proteger a los cachorros, o a algún rollo hormonal. Fuera como fuera, los casos con niños eran sobrecogedores. Me quedé mirando una lápida blanca que parecía de hielo medio fundido. No quería subir; no quería ver lo que hubiera allí arriba.
Empecé a subir, seguida por el inspector Perry. Qué valientes los dos.
En la hierba había una tela que parecía una tienda de campaña de juguete. Dolph estaba al lado. Nos saludamos, pero nadie se ofreció a apartarla.
– ¿Es esto? -pregunté.
– Sí. -Dolph pareció sacudirse para armarse de valor, o quizá fuera un estremecimiento. Se agachó y cogió una esquina-. ¿Preparada?
No estaba preparada. Quería rogarle que no me hiciera mirar, pero tenía la boca seca y notaba el pulso en el cuello. Asentí.
La sábana se hinchó y se desplazó, como una cometa agitada por una ráfaga de viento. Observé que la hierba estaba pisoteada, lo que podía indicar un forcejeo. ¿Estaría vivo Benjamin Reynolds cuando lo arrastraron hasta allí? Seguro que no. Joder, esperaba que no.
Le habían quitado el pijama, que tenía un estampado de personajes de dibujos animados, como quien pela un plátano. Tenía un bracito levantado junto a la cabeza, como si estuviera durmiendo, y los ojos cerrados, de pestañas largas, reforzaban la impresión. Su piel estaba blanca e inmaculada, y su boca entreabierta tenía los labios muy marcados, con forma de corazón. Debería haber tenido peor aspecto, mucho peor.
La parte del pijama que le cubría las piernas tenía una mancha marrón. No quería saber cómo había muerto, pero a eso había ido. Vacilé, sobrevolando con los dedos la tela desgarrada, y me llené los pulmones. Craso error: estaba agachada sobre el cadáver en pleno mes de agosto, y el hedor fue como una bofetada. Los muertos recientes huelen a alcantarilla, sobre todo si les han abierto las tripas. Ya sabía qué iba a ver cuando levantara el pijama ensangrentado; me lo había anunciado el olor.
Me quedé de rodillas unos minutos, cubriéndome la nariz con el brazo y respirando lentamente por la boca, pero no sirvió de nada: cuando se capta una vaharada, la pituitaria no lo olvida. El olor se me había incrustado, y ya no había forma de disiparlo.
¿Deprisa o despacio? ¿Debería apartar la prenda de un tirón o poco a poco? De una vez. Di un tirón, pero el pijama estaba pegado con sangre coagulada, y al desprenderse hizo un sonido pringoso.
Era como si lo hubieran eviscerado con una cazoleta gigante de servir helado: no estaban ni el estómago ni los intestinos. Fue como si la luz del sol me ahogara, y tuve que apoyar una mano en el suelo para no caerme.
Volví a mirar la cara. Tenía el pelo castaño claro, como su madre, y los rizos húmedos le enmarcaban las mejillas. Bajé la vista de nuevo al destrozo del abdomen; del extremo del intestino delgado goteaba un líquido denso y oscuro.
Me aparté de la escena, sujetándome a las lápidas para mantener el equilibrio. Me habría ido corriendo si hubiera estado segura de que no me iba a caer, pero el cielo se desplomaba sobre mi cabeza. Me desmoroné en mitad de la hierba y vomité.
No paré hasta que no quedó nada, hasta que el cementerio dejó de girar. Me limpié la boca con la manga y me incorporé, apoyándome en una lápida torcida.
Nadie dijo una palabra cuando volví hacia el grupo. Habían tapado el cadáver. El cadáver: tenía que verlo así. No debía pensar que había sido un niño; me volvería loca.
– ¿Y bien? -preguntó Dolph.
– No lleva mucho tiempo muerto. Joder, ha sido esta mañana, puede que al amanecer. Estaba vivo, y esa cosa le… -Alcé la vista y noté que los ojos se me llenaban de lágrimas, pero no quería llorar: ya había hecho bastante ridículo por un día. Respiré profundamente, con precaución, y solté el aire. No pensaba llorar.
– Te di veinticuatro horas para hablar con esa tal Dominga Salvador -dijo Dolph-. ¿Has averiguado algo?
– Dice que no sabe nada de esto, y la creo.
– ¿Por qué?
– Porque si quisiera matar a alguien no necesitaría recurrir a métodos tan llamativos.
– ¿Qué quieres decir?
– Le bastaría con desear su muerte.
– ¿De verdad crees eso? -Dolph me miraba con los ojos muy abiertos.
– Es posible. -Me encogí de hombros-. Sí. Joder, yo qué sé. Esa tía acojona.
– Lo tendré en cuenta -dijo levantando una ceja.
– Pero tengo otro nombre que añadir a tu lista.
– ¿Quién?
– John Burke, de Nueva Orleans. Estaba hace un rato en el entierro de su hermano.
– Si sólo está de visita -dijo Dolph mientras lo apuntaba en la libreta-, ¿le habría dado tiempo?
– No se me ocurre ningún móvil, pero es otro que podría hacerlo si quisiera. Consulta con la policía de Nueva Orleans; creo que allí es sospechoso de asesinato.
– ¿Y cómo es que le han permitido viajar a otro estado?
– No creo que tengan pruebas. Por lo demás, Dominga Salvador dice que me va a ayudar. Me ha prometido que preguntará por ahí y me avisará si se entera de algo.
– Después de que me dieras su nombre estuve haciendo averiguaciones, y nunca ayuda a nadie que no sea de los suyos. ¿Cómo has conseguido convencerla para que colabore?
– Será por mi irresistible encanto personal -contesté encogiéndome de hombros. Dolph hizo un gesto de contrariedad-. Nadie ha hecho nada ilegal, pero prefiero no hablar del tema.
No me presionó. Bien por él.
– Avísame en cuanto sepas algo, Anita. Tenemos que detener esta cosa antes de que vuelva a matar.
– Estoy de acuerdo. -Miré a mi alrededor-. Dijiste que las tres primeras víctimas estaban cerca de un cementerio. ¿Era este?
– Sí.
– Entonces, puede que aquí esté parte de la respuesta.
– Explícate.
– La mayoría de los vampiros tiene que volver a su ataúd antes del amanecer. Los algules se ocultan en túneles, como si fueran topos. Si ha sido un vampiro o un algul, yo diría que está por aquí esperando a que se haga de noche.
– Pero…
– Pero si es un zombi, la luz del sol no lo afecta, ni necesita volver a un ataúd. Podría estar en cualquier sitio, pero es probable que saliera de este cementerio. Si lo levantaron recurriendo al vudú, puede que queden indicios del rito.
– ¿Qué indicios?
– Un verve de tiza, dibujos alrededor de una tumba, sangre seca, puede que los restos de una hoguera… -Recorrí con la vista la hierba seca-. Pero yo no encendería fuego en un sitio así.
– ¿Y si no fue con vudú?
– Entonces sería un reanimador. Una vez más, hay que buscar sangre seca, y puede que un animal muerto. Eso no deja tantos indicios y es más fácil de disimular.
– ¿Estás segura de que es un zombi o algo parecido? -preguntó.
– No sé qué podría ser si no. Creo que debemos partir de la base de que es un zombi; eso nos da un sitio que inspeccionar y algo que buscar.