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A diferencia de la mayoría de los nomuertos, los zombis aguantan perfectamente la luz del sol. No les hace gracia, pero tampoco les molesta demasiado. Dominga podía ordenarle a un zombi que me matara a cualquier hora, tanto de día como a la luz de la luna. Tendría que haberlo levantado de noche, pero si lo planeaba con tiempo, podía enviarlo detrás de mí de buena mañana. Una sacerdotisa vodun con dotes de gestión de personal. Cosas más sorprendentes me encuentro.

En realidad no creía que Dominga tuviera zombis de repuesto preparados para abalanzarse sobre mí, pero aquella mañana yo estaba tirando a paranoica. Y la paranoia conlleva longevidad.

Salí al pasillo silencioso y miré a los dos lados, como si fuera a cruzar la calle. Nada: ningún cadáver ambulante acechando entre las sombras; sólo aquí la madrugadora. No se oía nada más que el aire acondicionado; lo normal en ese pasillo. Llegaba a casa al amanecer con suficiente frecuencia para reconocer aquella clase de silencio. Me quedé pensativa un momento. Sabía que estaba amaneciendo, no por el reloj ni por la luz, sino porque lo sabía. Algún instinto que se habría afinado algún antepasado mío mientras estaba escondido en una cueva oscura, deseando que saliera el sol.

Casi todo el mundo teme a la oscuridad de forma difusa, por miedo a lo que no se ve. Yo levanto muertos y he matado a más de una docena de vampiros; sé qué es lo que no se ve, y me aterroriza. Se supone que se teme a lo desconocido, pero con lo espeluznante que es la realidad, bendita sea la ignorancia.

Sabía perfectamente qué me habría pasado si hubiera fallado la noche anterior, hubiera sido más lenta o hubiera tenido peor puntería. Dos años atrás había habido tres asesinatos, sin más relación entre sí que la causa de la muerte: descuartizamiento producido por zombis, aunque no se los habían comido. Los zombis normales no comen; pueden dar algún que otro bocado, pero no pasan de ahí. A un hombre le habían desgarrado la garganta, pero por accidente; el zombi se había limitado a morder donde le pillaba más cerca, y lo mató a la primera por casualidad.

Normalmente, los zombis desgarran a sus víctimas por cualquier sitio. Como un niño que se pone a despedazar insectos.

Levantar un zombi con el fin de usarlo de arma homicida se castiga con la muerte. El sistema judicial se ha acelerado bastante de un tiempo a esta parte y no escatima ejecuciones, sobre todo si el delito tiene alguna relación con lo sobrenatural. Ya no queman a las brujas; ahora las electrocutan.

Si conseguíamos pruebas, el Gobierno me ahorraría el trabajo de quitar de en medio a Dominga Salvador. Y a John Burke, si demostrábamos que había hecho algo para que se descarriara el zombi. El problema que tienen los delitos sobrenaturales es que hay que demostrarlos en el juzgado, y no es frecuente que los miembros del jurado estén muy puestos en lo relativo a hechizos y encantamientos. Bueno, ni yo, pero me ha tocado hablar de vampiros y zombis en varios juicios, y he aprendido a dar explicaciones sencillas y añadir tanta carnaza como me permita la defensa: a los jurados les gustan los detalles escabrosos. La mayoría de las declaraciones son terriblemente aburridas o espeluznantes, y yo intento mantener el interés, por variar.

El aparcamiento estaba a oscuras, y en el firmamento aún brillaban las estrellas, aunque atenuadas, como llamas ahogadas por el viento. El aire sabía a amanecer; lo notaba en la lengua. Puede que sea por lo de cazar vampiros, pero percibía los cambios entre luz y oscuridad mejor que cuatro años atrás. No siempre había sido consciente del sabor del alba.

Por supuesto, cuatro años atrás tenía pesadillas mucho menos interesantes. Y es que así es la vida: quien algo gana, algo paga.

Cuando me metí en el coche dispuesta a dirigirme al hotel más cercano eran las cinco pasadas. No soportaría quedarme en casa hasta que los de la limpieza sacaran el olor. Y esperaba que lo consiguieran; a mi casero no le haría gracia que fuera permanente.

Aunque aún le harían menos gracia los agujeros de bala y la ventana destrozada. Tendría que poner una nueva, y puede que hasta enyesar y todo. La verdad es que no sé cómo se tapan los agujeros de bala; sólo esperaba que no invalidaran legalmente mi contrato de alquiler.

La primera luz se asomaba por el horizonte, en el este. Era un resplandor que se extendía como la escarcha por la oscuridad. La mayoría de la gente cree que el amanecer es tan vistoso como la puesta de sol, pero al principio es sólo blanquecino, totalmente incoloro, como una simple ausencia de noche.

Había un motel, pero tenía todas las habitaciones en la planta baja o el primer piso, y algunas quedaban terriblemente aisladas. Quería estar rodeada por una multitud, de modo que me registré en el Stouffer Concourse. No era nada barato, pero obligaría a los zombis a coger el ascensor, y dudo que el pestazo les permitiera pasar desapercibidos. Además, el hotel tenía servicio de habitaciones incluso a aquellas horas intempestivas, y necesitaba el servicio de habitaciones. Café, mucho café.

El recepcionista puso cara de «soy demasiado educado para decir lo que pienso», pero en el espejo del ascensor pude entretenerme durante varios pisos examinando mi reflejo. Tenía el pelo apelmazado por la sangre seca, y un reguero me pasaba junto a la oreja y me caía hasta el cuello. No me lo había visto en el espejo de casa; la impresión hace que se pasen por alto esas cosas.

De todas formas, dudo que la expresión del recepcionista se debiera a las manchas de sangre; si no se sabe qué es, no se identifica. El problema era que estaba blanca como la nieve, y aunque tengo los ojos marrones, parecían negros. Los tenía muy abiertos, oscurecidos y… extraños. Como si hubiera visto al lobo, sorprendida de estar viva. Puede ser. Seguía conmocionada, y por mucho que creyera que había recobrado la compostura, mi expresión lo desmentía. Cuando me tranquilizara de verdad podría dormir; hasta entonces leería el expediente de Gaynor.

La habitación tenía dos camas de matrimonio. No necesitaba tanto espacio, pero qué cono. Saqué ropa limpia, dejé la Firestar en el cajón de la mesita de noche y me llevé la Browning al baño. Si tenía cuidado y no ponía la ducha muy fuerte, podía colgar la pistolera del toallero y ni siquiera se mojaría. Las pistolas modernas no suelen estropearse con la humedad, siempre que se limpien después, y la mayoría hasta dispara debajo del agua.

Llamé al servicio de habitaciones envuelta en la toalla. Casi se me había olvidado. Encargué una cafetera llena, azúcar y nata. Me preguntaron si quería descafeinado, y contesté que no, gracias. Qué manía. Como cuando los camareros me preguntan si quiero la Coca-Cola light. Nunca les hacen esa pregunta a los hombres, por hermosos que estén.

Podía ponerme hasta arriba de cafeína y dormir como un bebé. No me mantiene despierta ni me pone nerviosa; sólo mejora el sabor del café.

Que sí, que claro, que dejarían el carrito en la puerta. Que ni siquiera llamarían, y que me cargarían el café en la cuenta. Les dije que muy bien. Tenían mi número de tarjeta de crédito, y a todos les encanta cargar cosas en la cuenta de los clientes, mientras el límite aguante.

Puse la silla de respaldo recto contra el pomo; si forzaban la puerta, me enteraría. Probablemente. Cerré el baño con pestillo, y tenía una pistola en la ducha. No se me ocurrieron más medidas de seguridad, pero no estaba mal.

No sé por qué, pero cuando estoy desnuda me siento más indefensa. Prefiero enfrentarme a los malos con la ropa puesta, aunque supongo que le pasa a todo el mundo.

Con el vendaje del mordisco en el hombro, era todo un problema lavarme la cabeza, pero estaba dispuesta a quitarme la sangre del pelo a toda costa.