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– Dijo que os lleváramos a un edificio de Grand con Washington. Que teníamos que ir con las dos, aunque podíamos hacerle lo que fuera a la rubia para conseguir que vinieras.

– Dame la dirección.

Obedeció. Creo que me habría dado el ingrediente secreto de su salsa favorita si se lo hubiera pedido.

– Si te plantas ahí, Bruno sabrá que te lo hemos dicho -protestó Pete.

– Ronnie, por favor -dije.

– Pégame un tiro si quieres. Para el caso… Si os plantáis ahí o mandáis a la policía, estamos muertos.

Miré a Pete. Parecía muy sincero. Eran los malos, pero…

– De acuerdo, no os delataremos.

– ¿No vamos a llamar a la policía? -preguntó Ronnie.

– Para eso, acabaríamos antes pegándoles un tiro aquí mismo. Pero no va a hacer falta, ¿verdad, Seymour?

– No, claro que no.

– ¿Cuánto os ha ofrecido Bruno?

– Cuatrocientos por cabeza.

– No era suficiente.

– Ya lo veo.

– Ahora voy a levantarme, Seymour, y de momento seguirás con los huevos en su sitio, pero como vuelvas a acercarte a Ronnie o a mí, le diré a Bruno que cantaste.

– Nos mataría, tía. Muy despacio.

– Eso es. Así que vamos a olvidarnos de todo esto, ¿de acuerdo? -Seymour asentía con vehemencia-. ¿Qué opinas tú, Pete?

– No soy tan idiota. Bruno nos arrancaría el corazón y nos lo haría comer. No diremos nada. -Parecía furioso.

Me puse en pie y me alejé de Seymour con cuidado. Ronnie siguió apuntando a Pete con la Beretta. Se había guardado la 22 en el elástico del pantalón corto.

– Largo de aquí -dije.

Seymour estaba pálido y cubierto de sudor.

– ¿Me devuelves la pistola? -Desde luego, no era muy listo.

– No te pases -le dije.

Pete se levantó. La sangre de la nariz se le había empezado a secar.

– Vamos, Seymour -dijo.

Se alejaron por la calle. Seymour iba encorvado, como si no pudiera evitar protegerse los huevos.

Ronnie soltó todo el aire de los pulmones y se apoyó en la pared. Seguía con la pistola en la mano derecha.

– Joder -dijo.

– Sí.

Me llevó la mano a la cara, donde Seymour me había golpeado. Dolió.

– ¿Qué tal estás? -me preguntó.

– Bien. -En realidad tenía la impresión de que se me había caído media cara, pero no me dolería menos por decirlo.

– ¿Vamos al edificio al que pensaban llevarnos?

– No.

– ¿Por qué?

– Conozco a Bruno, y ya sé para quién trabaja y por qué intentaban secuestrarme. ¿Qué puedo averiguar que valga dos vidas?

– Tienes razón -dijo tras pensarlo un momento-, pero ¿no vas a informar a la policía?

– ¿Para qué? Las dos estamos bien, y ni Seymour ni Pete volverán a meterse con nosotras.

Ronnie se encogió de hombros.

– No querías que le volara la rodilla, ¿no? Estábamos haciendo de poli bueno y poli malo, ¿verdad? -Me miraba muy seria, clavándome los ojos grises sin pestañear. Aparté la vista.

– Vamos a volver andando. Ya no me apetece correr.

– A mí tampoco. -Mientras echábamos a andar se sacó la camiseta del pantalón para ocultar la Beretta debajo. Llevaba la 22 en la mano, pero casi no se veía-. Era un farol, ¿no? Estabas haciéndote la dura, ¿no?

– No lo sé.

– ¡Anita!

– Es la verdad. No lo sé.

– No me creerás capaz de pegarle un tiro a alguien sólo para que se calle.

– Me alegro de que no lo seas.

– ¿De verdad le habrías pegado un tiro en los huevos al otro? -A lo lejos se oían los trinos de un cardenal, que parecían atenuar el bochorno-. Contéstame, Anita. ¿Habrías apretado el gatillo?

– Sí.

– ¿Sí? -Su sorpresa era palpable.

– Sí.

– Joder. -Seguimos andando en silencio un momento-. ¿Qué balas llevabas en la pistola?

– Del 22.

– Te lo habrías cargado.

– Es probable -dije.

Vi que me miraba de reojo mientras caminábamos. Era una mirada que ya conocía, una mezcla de espanto y admiración. Pero nunca la había visto en la cara de un amigo. Dolía. Aun así, nos fuimos a cenar a La Hija del Molinero, en el casco antiguo de Saint Charles. El ambiente era agradable, y la comida, espectacular. Como siempre.

Charlamos, nos reímos y lo pasamos muy bien. Ninguna de las dos mencionó el incidente de la tarde. Si fingíamos con suficiente ahínco, igual lográbamos borrarlo.

VEINTE

Aquella noche, a las diez y media, llegué al barrio de los vampiros. Llevaba un polo azul oscuro, unos vaqueros y un chubasquero rojo, que ocultaba la pistolera de sobaco y la Browning Hi-Power. Tenía charcos de sudor bajo los brazos, pero era preferible a ir desarmada.

La fiesta de aquella tarde había terminado bien, pero en parte porque habíamos tenido la suerte de que Seymour perdiera la calma y los golpes no me dejaran fuera de combate. Había conseguido contener la hinchazón a base de hielo, pero tenía el lado izquierdo de la cara magullado y rojizo, como si estuviera a punto de florecer. Aún no se me había amoratado.

El Cadáver Alegre era una de las discotecas más recientes del Distrito. Los vampiros son sexys, lo reconozco, pero ¿alegres? No acabo de verlo, aunque me da que la rara era yo, porque la cola para entrar doblaba la esquina.

No se me había ocurrido pensar que podría necesitar un pase, una reserva o lo que fuera sólo para entrar. Pero un momento, conocía al jefe. Caminé en paralelo a la cola, en dirección a la taquilla. Casi todos los que esperaban eran jóvenes. Ellas llevaban vestido, y ellos, ropa deportiva elegantoide, con algún que otro traje. Charlaban emocionados, con mucho toqueteo y haciendo manitas. Protoparejas. Recordé los tiempos en que yo también salía con hombres, aunque ya hacía mucho de eso. Igual saldría más si no estuviera siempre tan liada. Puede ser.

Adelanté a un cuarteto que iba de cita doble. Un tipo protestó y le pedí perdón.

– Espere su turno, señora -me dijo la taquillera frunciendo el ceño.

¿Señoraaa?

– No quiero entrada; no he venido a ver el espectáculo. He quedado con Jean-Claude.

– ¿Seguro que no es periodista?

¿Periodista? Respiré profundamente.

– Llame a Jean-Claude y dígale que ha venido Anita, ¿de acuerdo? Si soy periodista, él ya sabrá qué hacer, y si soy quien digo, se alegrará de que lo haya avisado. No tiene nada que perder.

– No sé…

Tuve que esforzarme para no soltarle un ladrido. Se giró en el taburete y abrió la parte superior de una puerta que tenía detrás. La taquilla no era muy grande. No oí qué decía, pero tardó poco en volverse hacia mí.

– De acuerdo, el encargado dice que puede pasar.

– Estupendo. -Subí los escalones, con la mirada asesina de toda la cola clavada en la nuca. A nadie le gusta que se le cuelen, pero había recibido miradas peores de verdaderos profesionales, y tío me iba a amilanar por unos meros aficionados.

El interior de la discoteca estaba oscuro, como cabía esperar. Un tipo me pidió la entrada.

Me quedé mirándolo. Llevaba una camiseta blanca con la leyenda: «El Cadáver Alegre, el último grito» y la caricatura de un vampiro con la boca abierta. Era grande y musculoso; sólo le faltaba la palabra gorila tatuada en la frente.

– La entrada -repitió. ¿Primero la taquillera y luego el portero?

– El encargado ha dicho que puedo pasar a ver a Jean-Claude.

– Willie -dijo-, ¿tú la has dejado pasar?

Me volví, y a mis espaldas estaba Willie McCoy. Sonreí al verlo, y me sorprendí de alegrarme. No suele hacerme gracia ver a un muerto.

Willie es bajito y delgado, y lleva el pelo negro peinado hacia atrás. Estaba demasiado oscuro para que se viera el color exacto de su traje, pero juraría que era rojo tomate. También llevaba una camisa blanca y una gran corbata verde chillón. Tuve que mirar dos veces para asegurarme, pero sí, la corbata estaba decorada con una hawaiana fosforescente. Era el atuendo más elegante que le había visto a Willie.