Durante un segundo me tentó la idea de permitir que el zombi siguiera adelante; tengo convicciones muy firmes en lo relativo a la explotación de los muertos… Pero la estupidez no merece pagarse con la muerte. Si así fuera, el censo caería en picado.
Me puse en pie y miré a mi alrededor para ver si alguien lo tenía previsto. Willie subió corriendo al escenario, rodeó la cintura del zombi con los brazos y tiró. Consiguió levantarlo del suelo, a pesar de que era mucho más alto que él, pero las manos seguían apretando.
El humorista cayó de rodillas, emitiendo sonidos entrecortados, mientras su rostro pasaba del rojo al morado. El público se reía, creyendo que formaba parte del espectáculo. La verdad es que resultaba mucho más divertido.
Subí al escenario y me acerqué a Willie.
– ¿Necesitas ayuda? -le dije al oído.
Me miró, sin soltar la cintura del zombi. Es probable que con su fuerza vampírica pudiera haberle arrancado los dedos uno a uno para salvar al hombre, pero la fuerza no sirve de nada si no se sabe qué hacer con ella, y Willie no tuvo nunca demasiadas luces. Por otro lado, quizá el zombi pudiera aplastarle la tráquea a su víctima antes de quedarse sin dedos. Mejor no averiguarlo.
Aunque el tipo me parecía detestable, no podía quedarme cruzada de brazos mientras lo mataban. De verdad, no podía.
– Basta -dije en voz baja, junto al zombi. Dejó de hacer fuerza, pero continuó apretando. El comediante estaba casi inconsciente-. Suéltalo.
El zombi obedeció, y el hombre cayó inerte al escenario. Willie abandonó su forcejeo frenético y se alisó el traje rojo. Seguía perfectamente peinado; demasiada gomina para que un simple zombi le descolocara un solo pelo.
– Gracias -susurró. Después se alzó en su metro sesenta y dijo-: Señoras y señores, Albert el Increíble y su zombi de compañía.
El público parecía un poco inseguro hasta entonces, pero empezó a aplaudir. Cuando Albert el Increíble se levantó y se acercó al micrófono, la ovación inundó la sala.
– Ernie opina que ya va siendo hora de volver a casa -dijo con voz cascada-. Muchas gracias a todos.
El público volvió a aplaudir, y el humorista abandonó el escenario. El zombi se quedó, mirándome, esperando a que le diera instrucciones. No sé por qué los zombis no le hacen caso a todo el mundo; a mí me parece normalísimo que me obedezcan. No siento ningún cosquilleo ni nada especial; cuando hablo, los zombis hacen lo que les digo. Como si fuera un sargento.
– Vete con Albert y sigue sus órdenes hasta nuevo aviso.
El zombi se quedó mirándome un momento; después se giró lentamente y se marchó. El humorista ya estaba a salvo, pero prefería no decírselo; mejor que se creyera en peligro y me pidiera que pusiera a descansar al zombi. Ese era el plan, y probablemente lo que quería el zombi.
Desde luego, a Ernie no parecía gustarle ser objeto de burlas en un número cómico, aunque estrangular a quien se burlaba de él era pasarse un poco.
Willie me acompañó cuando volví a mi mesa. Me senté y bebí un trago de Coca-Cola. Él se sentó delante de mí; parecía alterado, y sus manos diminutas estaban temblorosas. Sería un vampiro, pero seguía siendo Willie McCoy. Me pregunté cuánto tardaría en perder el resto de su personalidad. ¿Diez años? ¿Veinte? ¿Un siglo? ¿Cuánto tardaría el monstruo en aniquilar al hombre?
Quizá tardase menos, pero no era mi problema; yo no esperaba presenciarlo. En realidad, no quería presenciarlo.
– Nunca me han gustado los zombis -comentó.
– ¿Te dan miedo? -pregunté, observándolo con extrañeza.
Me lanzó una mirada y bajó la vista a la mesa.
– No.
– Te dan miedo los zombis -proclamé con una sonrisa-. Les tienes fobia.
– No se lo digas a nadie. -Se inclinó hacia delante, verdaderamente atemorizado-. Por favor.
– ¿A quién se lo iba a decir?
– Ya lo sabes.
– No sé de qué me hablas, Willie -dije sacudiendo la cabeza.
– Del Jefe. -De verdad que oí la mayúscula.
– ¿Por qué se lo iba a decir a Jean-Claude?
Otro humorista había subido al escenario. A pesar de las risas y el bullicio, Willie seguía hablando en susurros.
– Eres su sierva humana, quieras o no. Dice que cuando hablamos contigo hablamos con él.
Estábamos tan inclinados que me llegaba su aliento. Olía a pastillas de menta. Casi todos los vampiros huelen a pastillas de menta; no sé qué hacían antes de que se inventaran. Supongo que sobrellevar la halitosis con dignidad.
– Sabes de sobra que no soy su sierva.
– Pero quiere que lo seas.
– Que Jean-Claude quiera algo no significa que lo vaya a conseguir -dije.
– Ya sabes cómo es.
– Creo que…
Me tocó el brazo, y en esa ocasión no me aparté. Estaba demasiado enfrascada en la conversación.
– Ha cambiado desde que murió el ama. Ahora es mucho más poderoso que cuando lo viste por última vez.
Me lo imaginaba.
– ¿Y por qué no quieres que le diga que te dan miedo los zombis?
– Porque lo usaría para castigarme.
– ¿Quieres decir que tortura a la gente para controlarla? -pregunté, mirándolo muy de cerca. Asintió-. Mierda.
– ¿No le dirás nada?
– No, te lo prometo.
Su alivio fue tan palpable que le di unas palmaditas en la mano. Era una mano normal; ya no tenía el tacto de la madera. ¿Por qué? No lo sabía, y supongo que si se lo hubiera preguntado, él tampoco lo habría sabido. Uno de los misterios de la… muerte.
– Gracias.
– ¿No decías que Jean-Claude es el mejor jefe que has tenido nunca?
– Sí -confirmó.
Aquello sí que acojonaba. Si le parecía que alguien capaz de torturarlo con su peor temor era un buen tipo, ¿cómo habría sido Nikolaos? Bueno, ya conocía la respuesta: era una psicópata. La crueldad de Jean-Claude no era gratuita; no torturaba a nadie por el placer de verlo sufrir. Todo un adelanto.
– Tengo que irme -dijo levantándose-. Gracias por ayudarme con el zombi.
– Has sido muy valiente, ¿sabes?
Me dedicó una breve sonrisa, enseñando los colmillos, y de repente la borró como quien acciona un interruptor.
– No puedo permitirme el lujo de no serlo.
Los vampiros son como las manadas de lobos: los débiles acaban dominados o muertos, y no existe la opción del destierro. Willie iba subiendo en el escalafón, y un indicio de debilidad podía detener su ascenso, o algo peor. Me había preguntado muchas veces a qué tenían miedo los vampiros, y ante mí había uno que tenía miedo de los zombis. Me habría parecido gracioso si no fuera por su mirada de temor.
El humorista del escenario era un vampiro reciente. Tenía la piel blanquísima, los ojos negros como tizones, unas encías pálidas y retraídas, y unos colmillos que habrían sido la envidia de cualquier pastor alemán. Nunca había visto un vampiro de aspecto tan monstruoso. Casi todos se esfuerzan por parecer humanos; aquel, todo lo contrario.
No me había fijado en la reacción del público cuando había salido a escena, pero todo el mundo se descojonaba. Si los chistes sobre el zombi ya eran malos, aquellos eran directamente penosos. En la mesa de al lado, una mujer se reía con tanta fuerza que le saltaban las lágrimas.
– Fui a Nueva York, que dicen que es muy peligroso. Y bueno, intentó atacarme una banda callejera, pero no tenía ni medio bocado. -La gente se sujetaba la tripa como si le doliera.
No lo entendía. De verdad, no tenía la menor gracia. Miré a mi alrededor y vi que todos tenían la vista clavada en el escenario, y lo contemplaban con la devoción de los hechizados.
Estaba usando trucos. Los vampiros son aficionados a ellos, y se los he visto emplear para seducir, amenazar, aterrorizar y todo a la vez, pero era la primera vez que veía a un vampiro obligar a la gente a reírse.
Peores usos he visto hacer de los poderes vampíricos. El cómico no intentaba hacerle daño a nadie, y aquella hipnosis colectiva era inocua y provisional. Pero aun así me parecía mal. El control mental de una multitud es una de las cosas más espeluznantes que pueden hacer los vampiros sin que nadie se entere.