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El doctor Rogers tenía una frente amplia, ojos oscuros y una barbilla más bien afilada que sus amigos describían como sensitiva y sus enemigos como débil. Probablemente habría abandonado su empleo en la Casa de Salud después de un año o dos y hubiese vuelto al trabajo para el que estaba tan brillantemente capacitado de no haber sido por una complicación que no estaba ni remotamente relacionada con su profesión. Sea como fuese, bien porque era un fatalista o bien por ser un oportunista, se quedó para escribir artículos que le aburrían, escuchar las quejas de los gordos clientes y beber mucho más de lo que le convenía.

Jim empujó la radiografía impulsivamente hacia un lado como si de pronto se le hubiese tornado repulsiva y echó una ojeada nerviosa por la habitación. Como todo en lo que Braun metía la mano, la habitación era maciza y al mismo tiempo aparatosa. El escritorio era grande y caprichoso. Vacío, a no ser por un secante sin usar, el tintero de ágata, la pluma estilográfica verde situada en un ángulo sobre su soporte, seis revistas Braun alineadas matemáticamente, y en aquel momento la radiografía, su misma desnudez proclamaba la eficiencia de Braun. La alfombra de felpilla era gruesa, blanda al tacto de los pies de Jim. En las paredes colgaban pinturas al óleo de dioses y diosas griegos sobre las estanterías de solemnes libros que no habían sido abiertos desde el día en que Braun compró la biblioteca a uno de sus clientes. Las cortinas de terciopelo de un marrón oscuro hacían que las sillas y el canapé, tapizados también en terciopelo, pareciesen más solemnes.

Se dirigió al gabinete y encendió la luz. Desde el techo, varios focos iluminaban la estatua de John Braun. Durante un instante, Jim contempló con hostilidad el brazo musculoso, los tendones del cuello, el ancho pecho y las fuertes y bien formadas piernas. Luego apagó los focos, volvió al escritorio y se quedó mirando la puerta del dormitorio. Estaba todavía contemplándola, cuando se abrió rápidamente y Henderson, seguido por Garten, entró en la habitación.

El doctor Garten cerró la puerta con cuidado.

– Bueno, ya está -anuncio-. Debo decir que admiro el valor de ese hombre más que sus modales.

– No me extrañaría que pensase que los tres somos, de alguna forma misteriosa, responsables de su cáncer, -el doctor Henderson encogió sus pesados hombros. Tendió su mano a Jim Rogers-. No le envidio su paciente -dijo sonriendo.

– Gracias por haber venido -dijo Jim, dando la mano a Henderson y Garten-. Haré todo lo que pueda para impedir que piense en sí mismo.

– Eso es todo lo que puede hacer -dijo Garten mientras que él y Henderson se dirigían al vestíbulo-. Adiós y buena suerte.

Jim esperó hasta escuchar sus pasos sobre el desnudo suelo del vestíbulo. Luego se dirigió resueltamente hacia la puerta del dormitorio. La abrió y entró en él.

Con la cabeza sostenida por las almohadas, John Braun miró ferozmente a Jim Rogers. Su esposa, una mujer tímida y descolorida de cincuenta años, estaba sentada al lado de la cama; volvió hada él sus ojos llenos de lágrimas.

– ¡Oh, Jim! -sollozó.

– Fuera de aquí, Rogers -rugió Braun-. Fuera. Ya hizo todo el mal que podía hacer. En vista de que estoy igual que si estuviese muerto, me puedo pasar muy bien sin sus servicios.

– Señor Braun, por favor, por usted mismo. Enfadarse y excitarse sólo…

– ¡Fuera!

– Es muy importante, señor Braun.

– ¡Fuera! -Braun señaló la puerta imperiosamente-. ¡Fuera!

Una gota de sudor resbaló por su frente, al lado de la nariz, y colgó, brillando, en la comisura de su boca.

El gesto de Jim se endureció. Eso fue todo. Giró sobre sus talones y se marchó.

– ¡Oh!, John, no deberías -la señora Braun escondió su cara entre sus manos y siguió sollozando-. No deberías, John.

– Mira, Lidia -dijo Braun con voz severa-. Tus lloriqueos no sirven de nada. Me han dado mi certificado de defunción, pero no te creas que John Braun es un cobarde llorón. ¡Tendrías que saberlo, después de tantos años! Es tiempo de acción; acción, no gimoteos.

– Sí, John; sí -dijo ella tímidamente, limpiándose las lágrimas con un pequeño pañuelo-. Eso es lo que te iba a preguntar. Quieres que busque a Barbara ahora, ¿verdad John?

Braun no se habría incorporado con más rapidez si su esposa le hubiera abofeteado. Sus ojos inyectados en sangre estaban furiosos.

– ¡Barbara! -gritó, y luego, de pronto, su voz se tornó gutural-. No quiero ver a Barbara. No quiero oír nada sobre ella ni de ella. No quiero hablar sobre ella. No existe. ¿Me oyes?

– Pero, John, tu propia hija, tu único descendiente -murmuró la señora Braun-. No puedes hacer eso. Tenemos que encontrarla, traerla de nuevo.

– ¡Tonterías! Barbara dejó de ser mi hija en el momento en que se volvió contra mí. Escogió por sí misma. Ahora deja que persevere en ello.

– Pero, John, tú la obligaste a ello -declaró la señora Braun con un resurgimiento repentino de valor.

– ¿Yo la obligué? -gritó él-. ¡Le prohibí casarse con ese curandero: Jim Rogers! Le prohibí casarse con un asqueroso borracho que sólo la quería por su dinero, ¡y tú le llamas a eso echarla de casa!

– Pero, John, tú mismo trajiste a Jim a vivir aquí. Dijiste que era un joven brillante, que no tenía precio para ti.

– Rogers servía para algunos objetivos del negocio. ¡Eso es todo! De otra forma le habría arrojado al arroyo, adonde pertenece. Pero ¿qué tiene esto que ver? Si Barbara es tan idiota que se cuela por un borrachín, ¿voy a tener yo la culpa por haberle empleado? ¡No me regañes, Lidia! -Braun cayó otra vez sobre las almohadas-. No me regañes, Lidia -repitió, y su voz era más suave. Luego dijo entre dientes-: No le tengo miedo a la muerte. He creído en la salud, salud corporal. Ha sido mi vida, mi religión. Y ahora todo destrozado. Mi cuerpo, mi vida. Dios me ha enseñado que he estado viviendo una mentira; una mentira sin valor alguno.

La señora Braun empezó a llorar otra vez. Braun le dio palmaditas en el hombro.

– Ahora, querida, déjame solo. Tengo mucho que pensar. Vete -sacó sus piernas de la cama y se sentó, contemplando la alfombra.

Ella pudo ver que de nuevo había arrojado de su mente a ella, a Barbara, a todos. Con una intensidad típica en él, se estaba concentrando en algún problema personal, uno de los muchos problemas que nunca le había sido permitido compartir. Una sensación de soledad se apoderó de ella.

La señora Braun se levantó y, sin mirar a su esposo, huyó de la habitación de la muerte.

En el cuartel general de la policía

– Oye, Ellery, he conseguido una copia de tu nuevo libro. ¿Qué tal si me estampas tu firma en él para mí?

El sargento Velie, un hombre enorme con largos brazos, largas piernas y un pecho de gorila, bajó la vista hacia Ellery Queen, que se recostaba en la silla giratoria del sargento detrás del escritorio.

– ¿Quién está ahí con papá? -Ellery ignoró la pregunta mientras señalaba con la cabeza hacia la puerta de la oficina del inspector.