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– ¿Por qué se ríe? -preguntó, cerrando la puerta del dormitorio furtivamente.

Ellery Queen devolvió el manuscrito a su sitio.

– Señorita Braun -dijo solemnemente-, felicito al público lector de novelas de misterio. Péguese a sus millones, señorita Braun, y deje que escriban misterios los que pueden.

– ¡Oh, también es crítico! -gruñó la señorita Porter.

Ellery pareció arrepentido.

– Lo siento, ¿nos vamos?

Se dirigían rápidamente hacia el norte en el potente Cadillac de Ellery Queen por la autopista del oeste. Aunque Ellery había tratado de empezar alguna conversación varias veces, Nikki había mantenido un tozudo silencio mientras iban de Waverly Place a lo alto de la rampa de la calle 21.

Luego, aparentemente ganada por la curiosidad, preguntó aunque todavía huraña:

– ¿Qué es lo que es tan horrible de mis historias de misterio? ¡Supongo que estaba fisgando!

– Nada, de verdad -dijo Ellery Queen-; pero siempre me divierte encontrarme con alguien que las escribe. Sabe, yo mismo he escrito algunas.

– ¿De veras? -el interés de Nikki se hizo real-. ¿Vende usted algo?

– ¡Oh!, todo lo que escribo.

Nikki pareció espantada.

– Realmente soy más escritor que detective -dijo Ellery-. Por eso, por cierto, vine a huronear y a sacarla de su agujero en la calle Cuarta.

– No entiendo -dijo ella confundida.

– Quería conocerla y conocer a su padre.

– ¿Por qué?

– Bueno, francamente, mis editores me están acosando para que saque un nuevo libro. Por lo tanto, ando a la caza, bueno, de una inspiración para una trama. Me gusta el realismo. Siempre voy a la verdadera fuente de la historia. Algo que de hecho está ocurriendo o que le ha ocurrido a alguien. A la vida misma. Una vez que se consigue la idea básica, el problema, el conflicto, entonces ya se tiene algo sobre lo que construir.

Nikki arrugó la nariz.

– Eso es lo que un editor todo tieso me predicaba a mí esta mañana. Me acusó de robar las ideas a Ellery Queen, ¡el despreciable insecto!

– ¿Por qué llamarle despreciable insecto? Creo que tenía bastante razón. Tiene que escribir a partir de experiencias de primera mano.

– No estaba llamando despreciable insecto al editor. Me refería al señor Ellery Queen.

Ellery la miró por el rabillo del ojo.

– ¿Por qué? -preguntó sonriendo a la carretera que tenían delante.

– Porque escribe ñoñerías imbéciles.

Él sintió calor en la nuca.

– A juzgar por el número de libros suyos que tiene, imaginé que más bien le gustaban sus patrañas.

– Él es mi Némesis -declaró ella con amargura-. Preferiría no hablar sobre él -se calló un momento y luego dijo-: Luego usted piensa que hay una historia en Ba… en mi escapada de casa, ¿no?

– Naturalmente -dijo Ellery. Era bastante agradable ser llamado Némesis de alguien-. Naturalmente, o no me habría tomado todo este trabajo. Heredera que huye, padre implacable, madre angustiada, novio en un aprieto. ¿Qué más se puede pedir para empezar?

– Supongo que no se da cuenta de que es usted ofensivo -dijo ella fríamente.

– Con esa actitud nunca será capaz de escribir. Tiene que ser objetiva. No puede ser personal. No se haga a la idea de que le voy a poner a usted, a su padre, o a cualquiera otra persona en el libro. Dejo ese tipo de cosas a los periodistas. Después de todo, soy un escritor de ficción. Trato sobre la causa y el efecto, las reacciones y el comportamiento humanos, los fundamentos del carácter. Los rasgos superficiales de la gente son sólo sus máscaras. No me interesan.

Ninguno habló de nuevo hasta que no hubieron cruzado el puente de Henry Hudson y dejado la autopista, cuando subían una cuesta de mucha pendiente en Spuyten Duyvil.

Entonces Nikki dijo, ceñuda:

– Lo haré.

– Hacer ¿qué?

– Hacer justo lo que usted dice. Escribiré la historia de Barbara Braun.

Ellery sonrió. Giró el coche a la derecha, a través de la ancha puerta de la Casa de Salud John Braun. Tras unas cincuenta yardas la carretera se bifurcaba para formar una gran elipse, cuya curva más larga corría por delante de la galería de la casa. Mientras el coche tomaba la curva, vio que había dos entradas a partir de la galería, cada una a tres ventanas del final y con tres ventanas entre medias. Notó con sorpresa que dos de las ventanas del segundo piso estaban cubiertas por una reja de hierro afiligranado.

– ¿Por qué entrada, señorita Braun? -preguntó él. Nikki, que creía conocerse todos los rincones de la casa a partir de las descripciones de Barbara, no dudó.

– La segunda -dijo-. Es la entrada de la oficina. Estará abierta. No cogí mi llave cuando me fui.

El coche chirrió y se detuvo sobre la gravilla del camino, Ellery salió y, sujetando la maleta de ella, abrió la puerta a Nikki.

– Muchas gracias -dijo mientras salía del coche y tendía la mano para coger su maleta.

– ¿No me va a presentar a su padre? -mantuvo la maleta fuera de su alcance.

– No se puede decir que sea el momento apropiado.

– Quería decir más tarde, esta noche. No se preocupe por la policía Telefonearé a mi padre para decirle que está usted sana y salva en casa.

– ¿Su padre?

– Papá, el inspector Queen.

Ella le miró con incredulidad.

– ¿Quiere decir que usted es Ellery Queen?

– Sí -volvió a sonreír-. Pero le perdono todo lo que dijo. ¿Puedo venir esta noche?

Durante unos momentos ella fue incapaz de hablar. Continuó mirándole con los ojos muy abiertos, despidiendo relámpagos.

– No quiero volver a verle en mi vida, ¡impostor!

Le quitó la maleta y corrió a través de la galería a la casa… A la Casa de Salud, a la casa de la tragedia.

Última voluntad y testamento

Cuando Nikki atravesaba la puerta principal de la Casa de Salud, todos los empleados ejecutivos de John Braun estaban reunidos en su dormitorio del segundo piso. Vestido con un pijama, una bata de baño de color púrpura y zapatillas de cuero, Braun estaba sentado, malhumorado, detrás de un escritorio en forma de riñón cerca de la enrejada ventana del dormitorio. El sol del atardecer reflejaba y centelleaba sobre los brillantes engarzados en el mango del cortapapeles.

Reducida al silencio, su esposa se había retirado a una silla en el rincón más alejado de su marido. Jim Rogers miraba sombríamente a través de la ventana las Palisades, en la otra orilla del Hudson.

El abogado de Braun, Zachary, un hombre delgaducho y calvo, con perpetua mirada de preocupación, manoseaba sin sentido alguno un manojo de papeles. Su agitación al revolverlos hacía que los quevedos le bailasen en la estrecha nariz.

Rocky Taylor, el hombre encargado de organizar la publicidad, vestido con un traje a cuadros blancos y negros, una corbata amarilla muy vistosa y un anillo con un gran diamante de imitación, parecía despreciar a todas las demás personas que estaban en la habitación, excepto a la señorita Cornelia Mullins, la rubia estatuaria, que era la directora atlética de la Casa de Salud. Ocasionalmente su mirada se desviaba admirativamente en su dirección.

Sólo había una persona en la habitación que parecía no sólo indiferente a la tensión que atenazaba a los demás, sino también ignorante de ella. Esta persona era Amos, un viejo de mejillas hundidas, vestido más con harapos que con ropas normales. Su cara de color de tiza estaba recorrida por profundas arrugas. Sus ojos, aunque brillantes por un fulgor febril, miraban sin ver, al techo. Con un dedo sucio, la uña llena de tierra, acariciaba ausentemente el pico de un cuervo negro de plumaje rizado posado sobre su hombro.