En el asiento de atrás había un hombre cubierto de telarañas. Unas arañas pequeñas y marrones trabajaban con ahínco a su alrededor, dando vueltas y vueltas en torno a él para tejer el capullo que lo inmovilizaba. Tenía la cabeza destrozada por el disparo que le mató, pero Cyrus pudo distinguir algunas guedejas pelirrojas. Los ojos y los párpados carnosos de aquel hombre apenas se distinguían bajo las telarañas, pero Cyrus vio el dolor dentro de ellos, un dolor que se reanudaba cuando las arañas le picaban.
Y Cyrus comprendió por fin que por nuestras acciones en esta vida nos construimos nuestro propio infierno en la venidera. Su lugar era aquél, y lo sería por siempre jamás.
«Lo siento, Leonard», dijo, y por primera vez desde que era muy joven oyó su propia voz, y advirtió que sonaba quejumbrosa e indecisa. Y se dio cuenta de que sólo había una voz, que todas las demás se habían silenciado. Y supo que esa voz había estado siempre entre aquellas que él había oído, pero que había elegido no escucharla. Era la voz que le había recomendado sentido común, piedad y remordimiento. La voz a la que había permanecido sordo durante toda su vida adulta.
«Lo siento», volvió a decir. «Te he fallado.»
Y Pudd abrió la boca, y mientras hablaba le salían arañas de ella. «Venga», le dijo. «Tenemos un largo camino por delante.»
Cyrus se subió al coche y, en el acto, las reclusas se desplazaron hacia él y empezaron a construir una nueva telaraña.
Y el coche emprendió su viaje por la carretera, de espaldas al mar, y fue alejándose sobre el lodo y la hierba de la marisma, hasta que se perdió en la tiniebla, en dirección al norte.
Los rastrojos crecen en torno a la lápida. Hay hierbajos dispersos, apenas enraizados, que arranco con facilidad. No vengo por aquí desde antes del verano. El encargado del pequeño cementerio ha estado enfermo y sólo han cuidado los caminos, pero no las tumbas. Arranco las matas de hierba, con la tierra prendida a sus raíces, y las arrojo a un lado.
El nombre de la pequeña estaba casi tapado, pero ahora vuelve a verse con claridad. Paso mis dedos por la hendidura de las letras, absorto en visiones, y vuelvo a mirar la tumba.
Una sombra cae sobre mí, y la mujer se reclina a mi lado con las piernas abiertas para equilibrar su vientre de embarazada. No la miro. Estoy llorando y no sé por qué, ya que no siento esa desgarrada y terrible tristeza que me ha hecho llorar en otras ocasiones. Ahora siento alivio y gratitud por el hecho de que ella esté aquí conmigo por primera vez, porque era necesario y beneficioso que estuviese aquí, que por fin viera esto. Pero las lágrimas acuden y me siento incapaz incluso de distinguir con claridad los hierbajos y el césped, hasta que por fin me toma de la mano y nos marchamos juntos, rechazando todo lo feo y lo desagradable, conservando todo lo hermoso y lo enriquecedor, con nuestras manos unidas, acariciándonos, con el fantasma de mi mujer y de mi hija flotando en la brisa que nos roza la cara y en el agua que fluye tras nosotros: unos niños se van y otros llegan, el amor recordado y el amor presente, los perdidos y los hallados, los vivos y los muertos, todos juntos.
Por el Camino Blanco.
AGRADECIMIENTOS
Los siguientes libros han tenido para mí un valor inestimable a la hora de escribir esta novela:
Before Freedom, de Belinda Hurmence (Mentor, 1990); Rice and Slaves: Ethnicity and the Slave Trade in Colonial South Carolina, de Daniel
C. Littlefield (Illini Books, 1991); The Great South Carolina Ku Klux Klan Trials 1871-1872, de Lou Falkner Williams (University of Georgia Press, 1996); Gullah Fuh Oonah, de Virginia Mixon Geraty (Sandlapper Publishing, 1997); Blue Roots, de Roger Pinckney (Llewellyn Publications, 2000); A Short History of Charleston, de Roger Rosen (University of South Carolina Press, 1992); Kaballah, de Kenneth Hanson Ph.D. (Council Oak Books, 1998); American Extremists, de John George y Laird Wilcox (Prometheus Books, 1996) y The Racist Mind, de Raphael S. Ezekiel (Penguin, 1995).
Muchos han sido los que me han prestado su tiempo y sus conocimientos. Estoy especialmente agradecido a Bill Stokes, subfiscal general, y a Chuck Down, ayudante del fiscal general de Maine; a Jeffrey D. Merril, alcaide de la Prisión Estatal de Maine, Thomaston, y su personal, especialmente al coronel Douglas Starbird y al sargento Elwin Weeks; a Hugh E. Munn, del organismo de seguridad de Carolina del Sur; al teniente Stephen D. Wright, del Cuerpo de Policía de Charleston; a mi guía en la ciudad de Charleston, Janice Kahn; a Sarah Yeates, antigua empleada del Museo de Historia Natural de Nueva York y al personal del Parque Nacional de Congaree Swamp National Monument.
A título personal, quiero dar las gracias a Sue Fletcher, a Kerry Hood y a todo el personal de Hodder & Stoughton; a mi agente, Darley Anderson, y a sus ayudantes; a mi familia; a Ruth, por su amabilidad; y, a deshora, al doctor Ian Ross, que me presentó a Ross Macdonald, y a Ella Sanahan, que mantuvo su confianza en mí cuando muy pocos lo hubieran hecho.
John Connolly