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– Fresca -le dije entre dientes. Ella me sacó la lengua y desapareció.

– ¿Disculpe? -dijo la voz de Elliot a través del teléfono. Tenía más acento sureño del que yo recordaba.

– He dicho «fresca». No saludo a los abogados de esa manera. Para ellos uso «puto» o «sanguijuela» si quiero salirme del ámbito de lo sexual.

– Ajá. ¿Y no haces excepciones?

– Normalmente no. Por cierto, esta mañana he encontrado un nido de parientes tuyos en mi jardín.

– Prefiero no preguntar siquiera. ¿Cómo estás, Charlie?

– Estoy bien. Cuánto tiempo, Elliot.

Elliot Norton había sido ayudante del fiscal de distrito en el Departamento de Homicidios de la fiscalía de Brooklyn cuando yo era policía. En aquellas ocasiones en que nuestros caminos se cruzaron habíamos conseguido entendernos bastante bien, tanto en el plano profesional como en el personal, hasta que se casó y volvió a su nativa Carolina del Sur, donde ejercía de abogado en Charleston. Cada año me mandaba una felicitación navideña. Quedé con él en Boston para cenar en septiembre del año pasado, cuando se ocupaba de la venta de algunas propiedades en White Mountains, y unos años antes me había alojado en su casa cuando Susan, mi difunta mujer, y yo pasamos por Carolina del Sur durante los primeros meses de nuestro matrimonio. Rondaba los cuarenta, tenía canas prematuras y se había divorciado de su mujer, Alicia, que era lo suficientemente guapa como para detener el tráfico en un día lluvioso. Ignoraba la causa de la separación, aunque conociendo la clase de tipo que era Elliot, me atrevería a suponer que se había extraviado del redil conyugal alguna que otra vez. La noche que estuvimos cenando en Sonsi, en Newbury, los ojos se le salían de las órbitas, como si fuese uno de esos dibujos animados de Tex Avery, cuando veía pasar a las muchachas con sus modelitos veraniegos por delante de las puertas abiertas.

– Bueno, la gente del sur tendemos a ser poco comunicativos -dijo alargando mucho las palabras-. Además andamos un poco ocupados en mantener a raya a los de color y todo eso.

– Siempre es bueno tener un pasatiempo.

– Exacto. ¿Sigues trabajando como detective privado?

El charloteo había tocado a su fin de un modo bastante brusco, pensé.

– Algo -corroboré.

– ¿Estás dispuesto a trabajar?

– Depende de qué se trate.

– Uno de mis clientes está pendiente de juicio. No me vendría mal un poco de ayuda.

– Elliot, Maine queda muy lejos de Carolina del Sur.

– Por eso te he llamado. A los fisgones locales no puede decirse que les interese mucho.

– ¿Por qué?

– Porque es un asunto feo.

– ¿Cómo de feo?

– Un varón de diecinueve años acusado de violar a su novia y de matarla a golpes. Se llama Atys Jones. Es negro. Su novia era blanca y rica.

– Es un asunto bastante feo.

– Dice que él no lo hizo.

– ¿Y le crees?

– Le creo.

– Con todo respeto, Elliot, las cárceles están llenas de tipos que dicen que no lo hicieron.

– Lo sé. He sacado a muchos de la cárcel sabiendo que lo hicieron. Pero lo de éste es distinto. Es inocente. Me apuesto mi casa a que lo es. Y lo digo en sentido literaclass="underline" mi casa es el aval de su fianza.

– ¿Qué quieres que haga?

– Necesito que alguien me ayude a llevarlo a un lugar seguro. Alguien que estudie y compruebe las declaraciones de los testigos.

Alguien que no sea de por aquí y que no se espante fácilmente. El trabajo durará una semana, quizás un día o dos más. Mira, Charlie, a ese chaval ya lo han sentenciado a muerte incluso antes de que ponga un pie en el tribunal. Tal y como están las cosas, es probable que no llegue a ver su propio juicio.

– ¿Dónde se encuentra ahora?

– Encarcelado en Richland County, pero no puedo dejar que siga allí durante más tiempo. Me hice cargo del caso cuando el abogado de oficio lo dejó y ahora incluso se rumorea que unos canallas de los Skinhead Riviera van a intentar saltar a la fama apaleando al chaval en el caso de que yo consiga que lo suelten. Por eso decidí pagar la fianza. En Richland, Atys Jones es como un pato inmóvil en el punto de mira de una escopeta.

Me recosté en la barandilla del porche. Walter salió con un hueso de goma en la boca y me lo restregó en la mano. Quería jugar. Sabía cómo se sentía. Era un día luminoso de otoño. Mi novia estaba radiante al comprobar cómo nuestro primer hijo crecía dentro de ella. Estábamos bastante bien de dinero. Una confabulación de circunstancias de ese tipo te estimula a quitarte de en medio durante una temporada y disfrutarlas mientras éstas duren. Necesitaba el cliente de Elliot Norton tanto como tener escorpiones dentro de los zapatos.

– No sé, Elliot. Cada vez que abres la boca me das una buena razón para hacerme el sordo.

– Bueno, mientras sigas escuchándome podrás oír también lo peor del asunto. La chica se llamaba Marianne Larousse. Era la hija de Earl Larousse.

Al mencionar ese nombre, recordé algunos detalles del caso. Earl Larousse era el industrial más poderoso entre las dos Carolinas y el Mississippi. Poseía plantaciones de tabaco, pozos petrolíferos, explotaciones mineras y fábricas. Incluso era propietario de la mayor parte de Grace Falls, el pueblo en el que se había criado Elliot. Pero el nombre de Earl Larousse nunca aparecía mencionado en las páginas de sociedad ni en los suplementos de negocios. No se le veía al lado de candidatos presidenciales ni de congresistas zoquetes. Contrataba a compañías de relaciones públicas para preservar su nombre del dominio público y para evitar a los periodistas y a quienquiera que intentase hurgar en sus asuntos. A Earl Larousse le gustaba preservar su privacidad y estaba dispuesto a gastarse mucho dinero en ello. Pero la muerte de su hija había ocasionado que su familia estuviese, muy a su pesar, en el candelero. Su mujer había muerto unos años antes. Tenía un hijo, Earl Jr., dos años mayor que Marianne, pero ninguno de los miembros vivos del clan Larousse había hecho declaraciones sobre la muerte de Marianne ni sobre el inminente juicio del asesino.

Elliot Norton estaba defendiendo al hombre acusado de la violación y el asesinato de la hija de Earl Larousse y, en esa línea de acción, se convertiría en la segunda persona más impopular de todo el estado de Carolina del Sur después de su cliente. Todos los involucrados en aquel torbellino que rodeaba el caso iban a sufrir. No cabía la menor duda de eso. Incluso si el propio Earl decidiese no tomarse la justicia por su mano, habría otros muchos dispuestos a hacerlo, porque Earl era uno de los suyos, porque Earl les pagaba los sueldos y porque quizás Earl sabría ser agradecido con quien le hiciera el favor de castigar al hombre que él creía que había asesinado a su pequeña.

– Elliot, lo siento, pero es algo en lo que prefiero no involucrarme en este preciso momento.

Al otro lado del teléfono hubo un silencio.

– Charlie, estoy desesperado -dijo por fin, y percibí en su voz el cansancio, el temor y la frustración-. Mi secretaria va a dejarme al final de esta semana porque no aprueba la lista de clientes que tengo, y muy pronto tendré que ir a Georgia a comprar comida porque nadie de los alrededores querrá venderme una puta mierda -levantó la voz-. Así que no me jodas diciéndome que esto es algo en lo que no quieres involucrarte, como si fueses a presentarte al jodido Congreso o algo por el estilo, porque mi casa y quizá mi vida están en peligro…

No terminó la frase. Después de todo, ¿qué más podía decir?

Le oí respirar profundamente.

– Lo siento -susurró-. No sé por qué he dicho esas cosas.

– No hay problema -le contesté, pero no era verdad que no lo hubiera, ni para él ni para mí.

– Me he enterado de que vas a ser padre -dijo-. Después de todo aquello que pasó, es una buena noticia. Yo que tú, quizá también me quedaría en Maine y me olvidaría de que un gilipollas me llamó de repente para que me uniese a su cruzada. Sí, creo que eso es lo que yo haría si fuese tú. Cuídate, Charlie Parker. Cuida de esa damita.