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Medité sobre aquello. Es posible que yo no fuese nadie para cuestionar las cruzadas ajenas. Después de todo, me habían acusado demasiadas veces de ser un cruzado.

– Te llamaré mañana -le dije-. Hasta entonces, procura no meterte en líos.

Suspiró hondamente, como si viese un rayo de esperanza en la oscuridad.

– Gracias, te lo agradecería.

Cuando colgué el teléfono, Rachel estaba apoyada en el marco de la puerta, mirándome.

– Vas a bajar, ¿verdad?

No era un reproche. Sólo una pregunta.

Me encogí de hombros y le dije:

– Tal vez.

– Crees tener una deuda de lealtad con él.

– No, con él en particular no. -No estaba seguro de poder expresar con palabras mis razones, pero creí que al menos necesitaba intentarlo, que necesitaba explicármelo a mí mismo y explicárselo a Rachel-. Cuando he estado en apuros, cuando me he encargado de casos difíciles, y más que difíciles, he tenido a mi lado a gente deseosa de ayudarme: tú, Ángel, Louis… Y otra mucha gente también, y a alguna de esa gente ayudarme le costó la vida. Ahora hay alguien que me pide ayuda, y no estoy seguro de que pueda darme media vuelta y quitarme de en medio tan fácilmente.

– En la vida todo se paga.

– Supongo que sí. Pero si bajo, primero hay que ocuparse de algunas cosas.

– ¿Como qué?

No contesté.

– Quieres decir que hay que ocuparse de mí -unos dedos invisibles trazaron unas delgadas líneas de irritación en su frente-. Ya hemos hablado de eso.

– No, yo he hablado de eso. Tú sólo te tapas las orejas.

Sentí cómo el tono de mi voz se elevaba y aspiré aire antes de proseguir.

– Mira, no quieres llevar un arma y…

– No estoy dispuesta a aguantar ese rollo -dijo. Subió las escaleras vociferando y, pasados unos segundos, oí que cerraba la puerta de su estudio de un portazo.

Me encontré con el sargento de detectives Wallace MacArthur, del Departamento de Policía de Scarborough en Panera Bread Company, en Maine Mall. Durante los sucesos que condujeron a la detención de Faulkner tuve un altercado con MacArthur, pero resolvimos nuestras diferencias en una comida en Back Bay Grill. Hay que reconocer que la comida me costó casi doscientos pavos, incluido el vino que se bebió MacArthur, aunque mereció la pena para tenerlo de nuevo de mi parte.

Pedí un café y me reuní con él en una mesa con asientos adosados. Estaba desmigando un bollo de canela caliente, y el azúcar glaseado que lo recubría había quedado reducido a la consistencia de la mantequilla derretida, manchando la página de anuncios de contactos en la última edición del Casco Bay Weekly. La sección de contactos del CBW solía ofrecer una buena cantidad de mujeres deseosas de que las abrazasen delante de una chimenea, de hacer excursiones a pie en lo más crudo del invierno o de apuntarse a clases de danza experimental. Ninguna de ellas parecía la candidata adecuada para MacArthur, que era tan tierno como un cactus y al que no le gustaba ninguna actividad física que requiriese salir de la cama. Gracias a un metabolismo de galgo y a un estilo de vida propio de soltero, había llegado al final de la cuarentena sin verse forzado a caer en las trampas potenciales del buen comer y del ejercicio físico continuado. El concepto que tenía MacArthur del ejercicio consistía en ir alternando los dedos al apretar el mando a distancia.

– ¿Has encontrado alguna que te guste? -le pregunté.

MacArthur masticaba pensativo un trozo de bollo.

– ¿Cómo pueden asegurar estas mujeres que son «atractivas», «guapas» y «de buen carácter»? Vamos a ver: soy soltero, ando siempre por ahí, merodeando, y jamás me encuentro con mujeres de ese tipo. Conozco a mujeres poco atractivas. Conozco a mujeres feas. Conozco a mujeres de trato difícil. Si son tan guapas y tan desinhibidas, ¿cómo es que se anuncian en la contraportada del Casco Bay Weekly? Te aseguro que algunas de estas mujeres mienten.

– Tal vez deberías probar con los anuncios que hay más adelante.

Las cejas de MacArthur se sobresaltaron.

– ¿Las freakies? ¿Bromeas? Ni siquiera sé qué quieren decir esas tonterías. -Ojeó con discreción la contraportada y echó un rápido vistazo a la mesa contigua para asegurarse de que nadie le miraba. Su voz se redujo a un susurro-. Aquí hay una mujer que busca «un macho suplente para la ducha». A ver, ¿qué demonios es eso? Ni siquiera acierto a sospechar qué es lo que quiere que haga. ¿Quiere que le arregle la ducha o qué?

Le miré y me devolvió la mirada. Tratándose de un hombre que había sido poli durante más de veinte años, MacArthur podía dar la impresión de estar en Babia.

– ¿Qué? -preguntó.

– Nada.

– No, dilo.

– No, simplemente no creo que esa mujer te convenga. Eso es todo.

– Qué me vas a contar a mí. No sé qué es peor, si comprender lo que esta gente busca o no comprenderlo. Dios, todo lo que quiero es una relación normal y sincera. Eso tiene que existir en alguna parte, ¿verdad?

Yo no estaba seguro de que pudiese existir una relación normal y sincera, pero entendía lo que quería decir. Se refería a que el detective Wallace MacArthur no iba a ser el suplente de la ducha de nadie.

– Lo último que he sabido de ti es que estabas ayudando a la viuda de Al Buxton a superar su dolor.

Al Buxton fue ayudante del sheriff del condado de York, hasta que contrajo una extraña enfermedad degenerativa que lo dejó con el mismo aspecto que una momia sin vendas. Nadie lloró su pérdida. Al Buxton era tan desagradable, que hacía que los herpes parecieran bonitos.

– Aquello duró poco. No creo que tuviese que sobreponerse a demasiado dolor. ¿Sabes?, una vez me dijo que se folló al embalsamador de su marido. No creo que al hombre le diese tiempo siquiera de lavarse las manos, de lo rápido que se le echó encima.

– Tal vez estaba muy agradecida por lo bien que hizo su trabajo. Al Buxton tenía mejor aspecto muerto que vivo, y también resultaba más agradable.

MacArthur se rió, pero me dio la impresión de que la risa le irritó los ojos. Entonces me percaté de que los tenía hinchados y enrojecidos. Parecía que había estado llorando. Quizás incluso la cosa más insignificante le afectaba más de lo que yo podía imaginar.

– ¿Qué te pasa? Parece como si la madre de Bambi acabase de morir.

Instintivamente se llevó la mano derecha a los ojos para secárselos, pues habían empezado a caerle lágrimas, pero al instante se detuvo.

– Esta mañana me han rociado con spray inmovilizador.

– No jodas. ¿Quién lo hizo?

– Jeff Wexler.

– ¿El detective Jeff Wexler? ¿Qué hiciste? ¿Lo invitaste a salir? ¿Sabes?, aquel tipo que iba vestido de policía en el grupo Village People en realidad no era un poli. No deberías tomarlo como modelo.

MacArthur no pareció inmutarse.

– ¿Qué habrías hecho tú? Me rociaron con spray porque son las normas del departamento: si quieres llevar el spray, tienes que experimentar su efecto. Sólo así no te precipitarás a la hora de usarlo.

– ¿De verdad? ¿Funciona?

– ¿Que si funciona? Estaba ansioso por salir de allí y rociarle la cara a algún bastardo para poder sentirme mejor. Esa cosa escuece.

Horrible. El spray escuece. ¿Quién iba a pensarlo?

– Me han dicho que trabajas para los Blythe -dijo MacArthur-. Es un caso sin resolver al que ya le han dado carpetazo.

– Ellos no se dan por vencidos, aunque la poli sí.

– Eso no es justo, Charlie, y tú lo sabes.

Levanté la mano para disculparme.

– Anoche vino a mi casa Irv Blythe. Tuve que decirles a él y a su mujer que la primera pista con la que contaban al cabo de muchos años era falsa. No me agradó hacerlo, porque están sufriendo, Wallace. Hace ya seis años de eso y no pasa un día sin que sufran. Se han olvidado de ellos. Sé que no es culpa de la poli. Sé que es un caso sin resolver. Pero no es un caso sin resolver para los Blythe.