Pero había algo extraño en su piel, algo anormal y repulsivo. Era como si tuviese las venas por encima de la epidermis, en vez de por debajo de ella, y como si esas venas trazasen una serie de surcos en relieve por todo su cuerpo, igual que los riberos sobre un campo de arroz inundado. La mujer oculta bajo el velo parecía tener la piel cuarteada y dura como la de un caimán. Inconscientemente, en lugar de acercarme para ver los dibujos, retrocedí un paso, y noté que la mano de Adele Foster se posaba con delicadeza sobre mi brazo.
– A ella -me dijo-. Le tenía miedo a ella.
Nos sentamos a tomar un café, con algunos de los dibujos esparcidos sobre la mesa.
– ¿Le ha enseñado los dibujos a la policía?
Negó con la cabeza.
– Elliot me pidió que no lo hiciera.
– ¿Le dijo por qué?
– No. Sólo me dijo que sería mejor que no se los enseñara.
Volví a ordenar los dibujos y, al apartar los que representaban a la mujer, me encontré ante cinco paisajes. Todos reproducían el mismo escenario: una inmensa fosa en un campo rodeado de árboles esqueléticos. En uno de los dibujos, una columna de fuego emergía de la fosa, pero podía distinguirse la figura de la mujer del velo entre las llamas.
– ¿Existe este lugar?
Alcanzó el dibujo y lo observó. Me lo devolvió encogiéndose de hombros.
– No lo sé. Tendrá que preguntárselo a Elliot. A lo mejor él lo sabe.
– No podré hacerlo hasta que lo localice.
– Creo que le ha pasado algo, quizá lo mismo que a Landron Mobley.
Esa vez noté que pronunciaba el nombre de Mobley con repugnancia.
– ¿No le cae bien?
Frunció el ceño.
– Era un cerdo. No sé por qué seguían manteniendo aquella amistad. No -se corrigió-. Sí sé por qué. Mobley les conseguía cosas cuando eran jóvenes: drogas y alcohol, puede que incluso mujeres. Sabía dónde conseguir todo aquello. No era como Elliot ni como los demás. No tenía dinero, ni atractivo alguno, ni educación, pero estaba dispuesto a ir a lugares a los que a ellos les daba miedo ir, al menos al principio.
Y, aun así, Elliot Norton había creído conveniente, después de tantos años, representar a Mobley en el juicio que se le avecinaba, a pesar de que aquello no le reportaría ningún prestigio. Elliot Norton, que había crecido con Earl Jr., representaba ahora al muchacho acusado de matar a la hermana de Earl. Lo que estaba averiguando no me gustaba nada.
– Me acaba de contar que hicieron algo cuando eran jóvenes, algo que ha regresado y les persigue. ¿Sabe qué puede ser?
– No. James nunca me habló de eso. Además, antes de su muerte no estábamos muy unidos. Cambió mucho. No era el hombre con el que me casé. Volvió a juntarse con Mobley. Iban a cazar juntos al Congaree. Después empezó a frecuentar clubes de striptease. Incluso creo que andaba con prostitutas.
Dejé cuidadosamente los dibujos sobre la mesa.
– ¿Sabe adónde iba?
– En dos o tres ocasiones lo seguí. Siempre iba al mismo sitio, porque era adonde le gustaba ir a Mobley cuando estaba en la ciudad. Iba a un sitio que se llama LapLand.
Y, mientras yo hablaba con Adele Foster sentado en su casa y rodeado por las imágenes de una mujer espectral, un hombre desaliñado, que llevaba una chillona camisa roja, unos vaqueros azules y unas zapatillas de deporte destrozadas, se acercaba tranquilamente a Norfolk Street, en el Lower East Side de Nueva York, y se quedaba de pie bajo la sombra que proyectaba el Centro Orensanz, la sinagoga más antigua de la ciudad. La tarde era calurosa y, como no se sintió con ánimo para soportar el calor y la incomodidad del metro, había ido en taxi. Cuando llegó al Centro, había por allí un grupo de niños custodiados por dos mujeres que llevaban unas camisetas que las identificaban como miembros de una comunidad judía. Una niñita con rizos negros le sonrió al pasar. Él le devolvió la sonrisa y la siguió con la mirada hasta que se perdió tras una esquina.
Subió la escalera, abrió la puerta y accedió a la sala principal, de estilo neogótico. Oyó pasos a su espalda. Se volvió y vio a un viejo que llevaba una escoba.
– ¿Puedo ayudarle en algo? -le preguntó el que estaba barriendo.
El visitante habló:
– Busco a Ben Epstein.
– No está aquí.
– Pero viene por aquí, ¿verdad?
– A veces -reconoció el viejo.
– ¿Sabes si vendrá esta tarde?
– Quizás. Entra y sale.
El visitante entrevió una silla en la penumbra, la giró para dejar el respaldo de cara a la puerta y se sentó a horcajadas, estremeciéndose de dolor al hacerlo. Apoyó la barbilla en los antebrazos y se puso a observar al viejo.
– Esperaré. Soy muy paciente.
El viejo se encogió de hombros y empezó a barrer.
Pasaron cinco minutos.
– Oye -dijo el visitante-. He dicho que soy paciente, no que sea una puta piedra. Ve a llamar a Epstein.
El viejo se asustó pero siguió barriendo.
– No puedo ayudarle.
– Creo que sí puedes -le dijo el visitante, y el tono de su voz le provocó al viejo un escalofrío. El visitante parecía impasible, pero el sentimiento de afabilidad y de sosiego que le había proporcionado la sonrisa de la pequeña que vio delante del Centro ya se había disipado-. Dile que se trata de Faulkner. Ya verás como viene.
Cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos sólo había una polvareda que formaba espirales donde antes estaba el viejo.
Ángel volvió a cerrar los ojos y esperó.
Eran casi las siete de la tarde cuando llegó Epstein, acompañado de dos hombres, cuyas holgadas camisas no bastaban para ocultar del todo las armas que llevaban. Cuando Epstein vio al hombre que estaba sentado en la silla, se tranquilizó e indicó a sus acompañantes que podían irse. Después acercó una silla y se sentó enfrente de Ángel.
– ¿Sabe quién soy?
– Lo sé. Te llamas Ángel. Un nombre curioso, porque no veo nada angélico en ti.
– No hay nada angélico que ver. ¿Por qué las armas?
– Estamos en peligro. Creemos que ya hemos perdido a un joven a manos de nuestros enemigos. Pero es posible que hayamos encontrado al responsable de su muerte. ¿Te manda Parker?
– No, he venido por mi cuenta. ¿Por qué creía que me enviaba Parker?
Epstein pareció sorprendido.
– Porque antes de que llegaras he estado hablando con Parker, y he dado por supuesto que tu presencia tenía relación con esa llamada.
– Todos los sabios pensamos igual, supongo.
Epstein suspiró.
– Parker me citó una vez una frase de la Torá. Me impresionó mucho. Creo que tú, a pesar de tu gran sabiduría, no me citarás ninguna frase de la Torá ni de la Cábala.
– No -le confesó Ángel.
– Antes de venir estaba leyendo Sefer ha-Bahir, el Libro de las Iluminaciones. Durante mucho tiempo le he estado buscando el sentido a ese libro, y en especial desde la muerte de mi hijo. Tenía la esperanza de encontrar algún significado a los sufrimientos que padeció, pero no soy lo suficientemente sabio como para comprender lo que expresa.
– ¿Cree que el sufrimiento debe de tener algún significado?
– Todo tiene su significado. Todas las cosas son obra de Dios.
– En ese caso, habré de decirle unas palabritas a Dios cuando lo vea.
Epstein extendió las manos.
– Dilas. Siempre está escuchando, siempre está observando.
– Creo que no. ¿Cree usted que escuchaba y observaba cuando murió su hijo? O peor aún: tal vez estaba allí y decidió cruzarse de brazos.