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– ¿Señor Poveda?

No contestó.

Alargué la mano para mostrarle mi licencia.

– Me llamo Charlie Parker. Soy detective privado y me preguntaba si podría dedicarme un momento.

Tampoco contestó, pero al menos la puerta del garaje aún estaba abierta. Lo interpreté como una buena señal. Pero me equivoqué. Phil Poveda, que tenía pinta de ser un hippy cretino colgado de la informática, me apuntó con una pistola. Era de calibre 38 y temblaba como la gelatina, pero aun así era una pistola.

– Váyase de aquí -me increpó.

La mano seguía temblándole, pero, comparada con su voz, era firme como una roca. Poveda estaba desmoronándose. Lo adiviné en sus ojos, en las arrugas que le circundaban la boca y en las ulceraciones que tenía en la cara y en el cuello. De camino a su casa, me había preguntado si podría ser él, de alguna manera, el responsable de lo que estaba sucediendo. En ese momento, frente a la evidencia de su desintegración y al miedo que rezumaba, supe que era una víctima en potencia, no un presunto asesino.

– Señor Poveda, puedo ayudarle. Sé que está sucediendo algo. Hay gente que ha muerto, gente a la que usted estuvo una vez muy unido: Grady Truett, James Foster y Landron Mobley. Creo que incluso la muerte de Marianne Larousse tiene algún tipo de relación con esto. Y Elliot Norton ha desaparecido.

Parpadeó.

– ¿Elliot?

Otro pequeño fragmento de esperanza se le cayó al suelo y se hizo añicos.

– Tiene que hablar con alguien. Creo que en algún momento del pasado usted y sus amigos hicieron algo y que las consecuencias de aquello han regresado para perseguirles. Una treinta y ocho en una mano temblorosa no va a librarle de lo que se le viene encima.

Di un paso adelante y la puerta del garaje se cerró de golpe antes de que pudiese llegar a ella. La golpeé con fuerza.

– ¡Señor Poveda! Hable conmigo.

No hubo respuesta, pero sospeché que estaba allí, esperando, al otro lado de la puerta metálica, preso en una oscuridad que él mismo se había creado. Saqué una tarjeta de visita de mi cartera, introduje la mitad por debajo de la puerta y lo dejé allí con sus pecados.

Cuando volví a mirar, la tarjeta había desaparecido.

Me pasé por el LapLand, pero Tereus no se encontraba allí, y Handy Andy, envalentonado por la presencia de un camarero y de un par de porteros con chaqueta negra, no parecía dispuesto a ayudarme. Tampoco conseguí nada cuando fui a la pensión de Tereus. Según el vejete que al parecer había establecido su residencia permanente en la escalera delantera, aquella mañana había salido para ir a trabajar y no había vuelto. Me daba la impresión de que estaba tropezando con demasiadas dificultades para encontrar a la gente con la que necesitaba hablar.

Crucé la calle King y entré en Janet's Southern Kitchen. Janet's es una reliquia del pasado, un lugar donde la gente toma una bandeja y hace cola para llenarse el plato de pollo frito con arroz y costillas de cerdo. Yo era el único cliente blanco, pero nadie reparaba en mí. Me serví un trozo de pollo y un poco de arroz, aunque seguía sin apetito. Me bebí un vaso tras otro de limonada para refrescarme, pero no me sentaron bien. Aún estaba muerto de sed y tenía fiebre. Louis llegará pronto, me dije, y entonces las cosas empezarán a verse más claras. Aparté el plato y volví al hotel.

Cuando cayó la noche, tenía el escritorio cubierto de nuevo con los dibujos de la mujer. La carpeta que contenía las fotografías de la escena del crimen de Larousse y los informes policiales estaban a mi izquierda. El espacio restante lo ocupaban los dibujos de James Foster. En uno de ellos se veía a la mujer mirando por encima del hombro, con la cara ensombrecida por tonos grises y negros. Los huesos de los dedos podían apreciarse bajo el velo que envolvía su cuerpo, y algo parecido a una tracería de venas en relieve -o quizás unas escamas- recubría su piel. Pensé que también había algo casi sexual en la manera en que la había dibujado, una mezcla de odio y deseo expresada a través del arte. Las nalgas y las piernas estaban cuidadosamente trazadas, como si la luz del sol brillase a contraluz entre las piernas, y tenía los pezones erectos. Era como la lamia de la mitología: una mujer hermosa de cintura para arriba, pero una serpiente de cintura para abajo, un híbrido que seducía a los viajeros con su voz para devorarlos cuando estuviesen a su alcance. Salvo que, en este caso, las escamas de serpiente parecían haberse extendido por la totalidad del cuerpo. Los orígenes del mito, inspirado por el temor masculino a la agresiva sexualidad femenina, había encontrado un campo fértil en la imaginación de Foster.

Y luego estaba el segundo tema de sus tentativas artísticas: la fosa rodeada de piedras y de un terreno árido y estéril, con las siluetas de unos árboles ralos en un segundo plano como si fuesen plañideras alrededor de una tumba. En el primero de los dibujos, la fosa era simplemente un agujero negro que recordaba de forma deliberada los rasgos faciales de la mujer velada, y los bordes daban la impresión de ser los pliegues del velo que le cubrían la cabeza. Pero, en el segundo dibujo, una columna de fuego ascendía, crepitante, desde las profundidades, como si se hubiese horadado un túnel hasta el centro de la tierra o hasta el mismísimo infierno. En el centro de la columna de fuego, la mujer era consumida por las llamas. Lenguas anaranjadas y rojas de fuego le envolvían el cuerpo, con las piernas separadas y la cabeza echada hacia atrás en un gesto de dolor o de éxtasis. Podía tratarse de un ejercicio para un examen psicológico de tres al cuarto, pero llegué a la conclusión de que Foster había estado muy trastornado. Son cien dólares. Puede pagarle a la secretaria a la salida.

Aparte de los dibujos, la viuda me autorizó a que me llevara una fotografía. En ella se veía a seis jóvenes delante de un bar. Por detrás de la figura que estaba en el extremo izquierdo del grupo se apreciaba un neón publicitario de cerveza Miller. Elliot Norton sonreía, levantando una botella de Bud con la mano derecha; con la izquierda rodeaba la cintura de Earl Larousse Jr. A su lado estaba Phil Poveda, más alto que los demás, repantigado sobre un coche con las piernas y los brazos cruzados, la camisa desabrochada y una botella de cerveza asomándole por el costado izquierdo. El siguiente era el miembro más bajo de la pandilla: un joven aniñado que tenía el pelo rizado y la cara carnosa, una barba incipiente y unas piernas que daban la impresión de ser demasiado cortas para su cuerpo. Ensayaba una pose de bailarín, con la pierna y el brazo izquierdos extendidos hacia delante y el brazo derecho alzado por detrás; la cámara había captado el último chorro brillante de tequila que se derramaba de la botella que tenía en la mano: era el difunto Grady Truett. A su lado, un rostro juvenil escudriñaba con timidez la cámara, con la barbilla clavada en el pecho. Se trataba de James Foster.

El último de los jóvenes no sonreía tan abiertamente como los demás. Su sonrisa parecía más forzada. Llevaba ropa barata: un pantalón vaquero y una camisa a cuadros. Posaba incómodo y erguido sobre la gravilla y el barro del aparcamiento, con la actitud propia de alguien que no está acostumbrado a que lo fotografíen. Landron Mobley, el más pobre de los seis, el único que no había ido a la universidad, el único que no prosperó, el único que nunca salió del estado de Carolina del Sur para labrarse un porvenir. Pero Landron Mobley resultaba úticlass="underline" Landron podía conseguir drogas. Landron podía encontrar mujerzuelas que se vendían a cambio de una cerveza. Los grandes puños de Landron podían aporrear a quien molestase a aquella pandilla de jóvenes ricos que se aventuraban en territorio ajeno, que se liaban con mujeres con las que no debían liarse, que bebían en bares donde no eran bien recibidos. Landron representaba la puerta de entrada a un mundo del que aquellos cinco hombres querían hacer uso y abuso, pero del cual no querían formar parte. Landron era el portero. Landron sabía cosas.