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Y ahora Landron Mobley estaba muerto.

Según Adele Foster, a ella no le sorprendió el hecho de que hubiesen acusado a Mobley de mantener relaciones deshonestas con las reclusas. Sabía de lo que era capaz Landron Mobley, sabía lo que le gustaba hacer a las chicas incluso en aquellos tiempos en que sistemáticamente no aprobaba ni una asignatura en el instituto. Y, aunque su marido afirmaba que había roto todo vínculo con él, le había visto hablar con Landron un par de semanas antes de su muerte, había visto a Landron darle una palmadita en el brazo cuando entraba en el coche y había visto también que su marido sacaba la cartera y le daba un pequeño fajo de billetes. Aquella noche se encaró con él, pero sólo consiguió que le dijera que Landron estaba pasando una mala racha desde que se quedó sin trabajo y que sólo le había dado el dinero para que se marchara y lo dejase en paz. Por descontado, ella no le creyó, y las visitas de James al LapLand confirmaron sus sospechas. Por aquel entonces, el distanciamiento entre marido y mujer era cada vez mayor, y me dijo que le confesó a Elliot, aunque no a James, el miedo que le inspiraba Landron Mobley. Se lo confesó un día que estaba en la cama con Elliot, en la pequeña habitación que tenía encima de su oficina, aquella habitación en la que algunas veces dormía Elliot cuando estaba trabajando en algún caso particularmente difícil, pero que en aquellos momentos utilizaba para satisfacer otras demandas más urgentes.

– ¿Te ha pedido dinero a ti? -le preguntó Adele a Elliot.

Elliot miró hacia otro lado.

– Landron siempre necesita dinero.

– Eso no es una respuesta.

– Conozco a Landron desde hace mucho tiempo y, sí, le echo una mano de vez en cuando.

– ¿Por qué?

– ¿Qué quieres decir con «por qué»?

– Que no lo comprendo, eso es todo. No era como vosotros. Puedo imaginarme lo útil que os resultaría cuando erais jóvenes y salvajes…

En aquel momento la estrechó entre sus brazos.

– Aún soy salvaje.

Pero ella lo apartó con delicadeza.

– Pero ahora mismo -continuó Adele-, ¿qué tiene que ver Landron Mobley con vuestras vidas? Deberíais olvidaros de él. Él pertenece al pasado.

Elliot retiró las sábanas, se levantó de la cama y se quedó de pie, desnudo, a la luz de la luna, de espaldas a ella. Por un momento, a Adele le dio la impresión de que los hombros de su amante se hundían, de ese modo en que los hombros de una persona se abaten cuando el agotamiento amenaza con vencerla y se deja vencer.

Y entonces dijo algo extraño.

– Hay cosas del pasado que no puedes dejar atrás. Hay cosas que te persiguen durante toda la vida.

Eso fue todo lo que dijo. Unos segundos más tarde, ella oyó el ruido de la ducha y comprendió que era hora de irse.

Fue la última vez que Elliot y ella hicieron el amor.

Pero la lealtad de Elliot a Landron Mobley había ido más allá de una simple ayuda monetaria. Elliot había asumido la representación legal de su viejo amigo en lo que podía resultar un caso muy grave de violación, aunque el caso ya era nulo a causa de la muerte de Mobley. Además, daba la impresión de querer destruir de manera voluntaria su antigua amistad con Earl Larousse Jr. al asumir la defensa de un joven negro con el que Elliot aparentemente no tenía ningún tipo de relación. Saqué las notas que había tomado hasta aquel momento y las examiné una vez más con la esperanza de encontrar algo que hubiera podido pasar por alto. Al colocar las hojas una junto a otra, fue cuando me di cuenta de una curiosa conexión: a Davis Smoot lo habían asesinado en Alabama sólo unos días antes de la desaparición de las hermanas Jones en Carolina del Sur. Repasé las anotaciones que había hecho mientras hablaba con Randy Burris sobre los acontecimientos que rodearon la muerte de Smoot y la búsqueda, y posterior arresto por asesinato, de Tereus. De acuerdo con lo que el propio Tereus me había dicho, bajó a Alabama para pedir ayuda a Smoot, que huyó de Carolina del Sur en febrero de 1980, unos días después de la presunta violación de Addy Jones, y que estuvo escondido al menos hasta julio de 1981, cuando Tereus se enfrentó a él y lo mató. Negó a los abogados de la acusación que su enfrentamiento con Smoot tuviese relación alguna con los rumores de que Smoot había violado a Addy. Posteriormente, a principios de -agosto de 1980, Addy Jones dio a luz a su hijo Atys.

Tenía que haber algún error.

Una llamada en el móvil me sacó de aquellas cavilaciones. De inmediato reconocí el número que aparecía en la pantalla. La llamada venía del piso franco. Contesté al segundo toque. Nadie hablaba, sólo se oían unos golpecitos, como si alguien estuviese aporreando suavemente el teléfono contra el suelo. Tac-tac-tac.

– ¿Hola?

Tac-tac-tac.

Agarré la cazadora y corrí al garaje. Los silencios entre los golpes se iban alargando y supe con certeza que la persona que estaba al otro lado de la línea se encontraba en un apuro, que sus fuerzas fallaban y que ésa era la única manera que tenía de comunicarse.

– Voy de camino -le dije-. No cuelgues. No cuelgues.

Cuando llegué al piso franco, había fuera tres jóvenes negros que movían los pies con nerviosismo. Uno de ellos tenía un cuchillo y me lo enseñó cuando salí corriendo del coche. Vio la pistola que yo llevaba en la mano y levantó las suyas en señal de aquiescencia.

– ¿Qué ha pasado?

El chico no contestó, aunque sí otro un poco mayor, que estaba detrás de él.

– Oímos cristales rotos. Nosotros no hemos hecho nada.

– No os mováis de ahí. Quedaos atrás.

– Que te den por culo, tío -fue la respuesta, pero no se acercaron a la casa.

La puerta principal estaba cerrada con llave, así que me dirigí a la parte trasera. La puerta estaba abierta de par en par aunque intacta. No había nadie en la cocina. Vi la omnipresente jarra de limonada hecha añicos en el suelo. Unas moscas zumbaban alrededor del líquido derramado por el suelo de linóleo barato.

Encontré al anciano en el salón. Tenía un profundo agujero en el pecho y estaba tendido en el suelo como un ángel negro anegado en su propia sangre, con las alas rojas extendidas. En la mano derecha sostenía el teléfono, mientras que con los dedos de la izquierda arañaba el suelo de madera. Lo había arañado con tanta fuerza que tenía las uñas rotas y los dedos le sangraban. Intentaba alargar la mano para tocar a su mujer. Vi uno de los pies de la anciana en el vestíbulo, con la zapatilla desencajada por la presión que había ejercido al arrastrarse. Tenía la parte trasera de la pierna manchada de sangre.

Me agaché ante el anciano y le sujeté la cabeza, buscando algo con lo que detener la hemorragia. Me estaba quitando la cazadora cuando me asió por la camisa y la agarró con fuerza.

– Uh ent gap me mout'! -susurró. Tenía los dientes ensangrentados-. Uh ent gap me mout'! [«¡No he abierto la boca!»]

– Lo sé -le dije, y noté que la voz se me quebraba-. Sé que no ha dicho nada. ¿Quién ha hecho esto, Albert?

– Plateye -musitó-. Plateye.

Me soltó la camisa y de nuevo intentó alcanzar con la mano a su mujer muerta.

– Ginnie -la llamaba. Su voz se debilitó-. Ginnie -volvió a llamarla, y murió.

Le apoyé la cabeza en el suelo, me levanté y fui hacia la mujer. Estaba boca abajo, con dos agujeros de bala en la espalda: uno en el lado izquierdo de la parte baja de la columna y el otro cerca del corazón. No tenía pulso.

Oí un ruido detrás de mí y, cuando me di la vuelta, vi en la puerta de la cocina a uno de los chicos que había fuera.

– ¡No entres!-le dije-. Llama a urgencias.

Me miró, miró luego al anciano y desapareció.