Negué con la cabeza.
– No puedo decirle nada más.
Se puso de pie.
– Entonces hemos acabado. Agente, ¿disponemos de alguna chirona para el señor Parker?
– Seguro que sí, señor.
– ¿Y compartirá esa chirona con la escoria de esta gran ciudad, con los borrachos, las putas y los tipos de reputación moral más baja?
– Eso puede arreglarse, señor.
– Pues arréglelo, agente.
Intenté en vano hacer valer mis derechos.
– ¿No se me permite llamar a un abogado?
– Señor Parker, usted no necesita un abogado. Necesita un agente de viajes para salir echando chispas de esta ciudad. Necesita un sacerdote que rece para que no me fastidie más de lo que ya me ha fastidiado. Y, por último, necesita viajar hacia atrás en el tiempo para buscar a su madre, encontrarla antes de que su padre la fecunde con su lamentable semilla y rogarle que no se quede embarazada de usted, porque si continúa obstruyendo esta investigación, va a lamentar el día en que ella lo arrojó lloriqueando y gritando a este mundo. Agente, quite a este individuo de mi vista.
Me metieron en una celda llena de borrachos y me tuvieron allí hasta las seis de la mañana. Cuando creyeron que había dormido la mona lo suficiente, Addams bajó y me soltó. Mientras los dos nos dirigíamos a la puerta principal, su compañero, que estaba en el vestíbulo, se quedó mirándonos mientras lo cruzábamos.
– Si descubro algo de Norton, se lo comunicaré -me dijo.
Le di las gracias y él inclinó la cabeza.
– Por cierto, he descubierto lo que significa «plateye». Tuve que preguntárselo al mismísimo Alphonso Brown, un tipo que trabaja de guía para los turistas que visitan el antiguo emplazamiento del pueblo Gullah. Me dijo que era una especie de fantasma: un mutante, algo que puede cambiar de forma. Tal vez el viejo intentaba decir que su cliente se volvió contra ellos.
– Puede ser, salvo que Atys no tenía pistola.
No contestó. Su compañero me empujaba para que saliese de allí lo antes posible.
Me devolvieron mis cosas, excepto la pistola. Me dijeron que por el momento la pistola quedaba confiscada y se zafaron de mí. Cuando salí, vi a los presos, vestidos de azul carcelario, que se disponían a cortar el césped y a limpiar los parterres. Me pregunté si sería difícil encontrar un taxi.
– ¿Piensa irse de Charleston en un futuro próximo? -me preguntó Addams.
– Después de esto no.
– Bueno, si decide irse, háganoslo saber, ¿de acuerdo?
Me dirigía ya a la puerta cuando Addams me puso una mano en el pecho.
– Recuerde esto, señor Parker: tengo un mal presentimiento con respecto a usted. Mientras estaba ahí dentro encerrado, he hecho algunas llamadas y no me ha gustado una de las cosas que he oído. No quiero que empiece una de sus cruzadas en la ciudad del jefe Greenberg, ¿me comprende? Así que evítelo y asegúrese de que se pasará por aquí antes de irse. No nos vamos a desprender de la Smith 10 hasta que su avión no empiece a dirigirse a la pista de despegue. Entonces puede que le devolvamos la artillería.
Addams me quitó la mano del pecho y me abrió la puerta.
– Nos veremos -me dijo.
Me detuve, fruncí el ceño y chasqueé los dedos.
– Perdone, pero ¿quién es usted?
– Addams.
– Con una de.
– No. Con dos des.
Asentí con la cabeza.
– Intentaré recordarlo.
Cuando regresé al hotel, apenas tenía fuerzas para desvestirme, pero, cuando lo hice, caí en la cama y me quedé dormido tan profundamente que no me desperté hasta pasadas las diez. No soñé. Era como si las muertes de la noche anterior no hubiesen sucedido.
Pero Charleston aún no había descubierto el último de los cadáveres. Mientras las cucarachas volaban a ras de suelo por las agrietadas aceras para ocultarse de la luz del día y la última de las lechuzas nocturnas volvía a su nido, un hombre llamado Cecil Exley iba de camino a la pequeña pastelería que regentaba en East Bay. Tenía mucho trabajo por delante. Había que hornear el pan y los cruasanes y, aunque el reloj aún no había dado las seis de la mañana, Cecil iba con retraso.
En la esquina de Franklin y Magazine, Cecil aminoró el paso. La mole de la antigua cárcel de Charleston apareció por encima de él como una herencia de tristeza y de dolor. Un muro bajo, pintado de blanco, rodeaba un patio cubierto de maleza, y en el centro de dicho patio se levantaba la cárcel. Los ladrillos rojos que formaban su acerado habían desaparecido en algunos tramos, robados tal vez por quienes creían que sus necesidades eran más importantes que las exigencias de la historia. A ambos lados de la verja principal, que permanecía cerrada con llave, se alzaba una torre de tres pisos coronada de almenas y hierbajos. Las rejas de la verja y de las ventanas estaban oxidadas. El hormigón se había desprendido de la estructura y dejaba al descubierto el enladrillado a medida que el viejo edificio sucumbía a un lento desmoronamiento.
Denmark Vesey y los que conspiraron con él en el malhadado levantamiento de esclavos de 1822 habían sido encadenados en la zona reservada a los negros, en la parte trasera de la cárcel, antes de ser ejecutados. La mayoría de ellos fue camino de la horca proclamando su inocencia, y hubo uno, de nombre Bacchus Hammett, que incluso se reía mientras le colocaban la soga alrededor del cuello. Muchos otros habían cruzado esas puertas para ser ajusticiados, y otros muchos lo harían después. Cecil Exley creía que no había otro lugar en Charleston donde el pasado y el presente estuvieran tan unidos, donde fuese posible quedarse en silencio a primera hora de la mañana y percibir el eco de los actos violentos que tuvieron lugar allí y que seguían resonando en el presente. Cecil solía detenerse en la verja de la vieja cárcel y rezar una breve y silenciosa oración por quienes murieron allí, en aquel tiempo en que los hombres que tenían la piel del mismo color que la suya no podían llegar siquiera a Charleston como miembros de la tripulación de un barco sin ser enviados a una celda durante todo el tiempo que durase su visita.
Cuando Cecil llegó a la verja, a su derecha estaba el viejo furgón policial, conocido como Black Lucy. Habían pasado muchos años desde la última vez que Lucy había abierto sus brazos para recibir a nuevos invitados, pero, a medida que Cecil acercaba la mirada, distinguió un bulto que se apoyaba contra las rejas en la parte trasera del furgón. Durante unos segundos, el corazón de Cecil pareció dejar de latir, y apoyó una mano contra la puerta para no desplomarse. Ya había tenido dos infartos leves en los últimos cinco años y no le agradaba especialmente la idea de dejar este mundo a causa de un tercero. Pero la verja, en lugar de sostener su peso, se abrió hacia dentro con un crujido.
– Oiga -dijo Cecil. Tosió. Su voz parecía a punto de quebrarse-. Oiga -volvió a decir-. ¿Está bien?
El bulto no se movía. Cecil entró y se dirigió cautelosamente hacia Black Lucy. El amanecer empezaba a iluminar la ciudad y los muros que rodeaban la antigua cárcel brillaban con luz tenue bajo los primeros rayos del sol de aquella mañana de domingo, pero la silueta que se apoyaba contra el furgón aún estaba en sombras.
– Oiga -dijo Cecil, pero su voz fue apagándose, y las sílabas se transformaron en una cadencia descendente cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo.
Atys Jones estaba atado a las rejas del furgón con los brazos extendidos. Tenía el cuerpo lleno de moratones y la cara ensangrentada y tan hinchada por los golpes que había recibido que apenas resultaba reconocible. La sangre del pecho se había secado y oscurecido. También había sangre -demasiada sangre- en los calzoncillos, la única prenda que llevaba. Tenía la barbilla clavada en el pecho, las rodillas dobladas y sus pies curvados hacia dentro. La cruz en forma de T había desaparecido de su cuello.