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– ¿Sí?

Yo estaba un escalón por encima de él. Visto desde allí, me pareció más joven. Aún no tenía canas. Unas largas y suaves pestañas protegían sus ojos azules. Le mostré mi licencia. La ojeó y asintió con la cabeza.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor Parker? ¿Le importa si hablamos mientras caminamos? Le prometí a mi mujer que la llevaría a cenar.

Bajé el escalón y me puse a su lado.

– Trabajo para Elliot Norton en el caso Atys Jones, señor Rhine.

Por un momento vaciló al andar, como si se hubiese desorientado, entonces reanudó la marcha con mayor rapidez. Aceleré para no quedarme atrás.

– Ya no tengo nada que ver con ese caso, señor Parker.

– Sencillamente no hay caso desde que Atys murió.

– Me he enterado. Lo siento.

– Seguro que sí. Tengo que hacerle algunas preguntas.

– No creo que pueda contestar a sus preguntas. Debería preguntar al señor Norton.

– ¿Sabe qué?, lo haría, pero Elliot no está disponible, y mis preguntas son un poco delicadas.

Se detuvo en la esquina de Broad cuando el semáforo se puso en rojo. Le echó un vistazo a aquella luz roja como si se interpusiera deliberadamente en su vida.

– Ya le digo que no sé en qué puedo ayudarle.

– Me gustaría saber por qué renunció al caso.

– Porque ya tenía muchos a mi cargo.

– Ninguno como ése.

– Yo no elijo los casos, señor Parker. Me los asignan. Me pasaron el caso Jones. Iba a llevarme mucho tiempo. Hubiera podido liquidar diez casos en el tiempo que invertí en repasar el expediente. No lamenté dejarlo.

– No le creo.

– ¿Por qué no?

– Usted es un joven abogado de oficio. Es probable que sea ambicioso y, por lo que he visto hoy en la sala, tiene motivos para serlo. Un caso importante como el asesinato de Marianne Larousse no se presenta todos los días. Si lo hubiese defendido bien, aunque al final hubiese perdido, le habría abierto muchas puertas. No me creo que quisiera dejarlo así como así.

La luz del semáforo cambió y la gente empezó a empujarnos para cruzar por delante de nosotros. Aun así, Rhine no se movió.

– Señor Parker, ¿de qué lado está?

– Aún no lo he decidido. Aunque, al final, me temo que estoy del lado de un hombre y de una mujer muertos. Y eso es todo.

– ¿Y Elliot Norton?

– Un amigo. Me pidió que viniese. Y vine.

Rhine se volvió hacia mí.

– Me pidió que le pasara el caso -explicó.

– ¿Quién, Elliot?

– No. Él nunca se dirigió a mí. Fue otro hombre.

– ¿Lo conoce?

– Me dijo que se llamaba Kittim. Tenía algo raro en la cara. Vino a mi oficina y me dijo que debía dejar que Elliot Norton defendiese a Atys Jones.

– ¿Qué le contestó?

– Que no podía. Que no había ninguna razón para ello. Me hizo una oferta. -Esperé-… Todos tenemos algún cadáver en el armario, señor Parker. Baste decir que él me dio una pista de cuál era el mío. Tengo esposa y una hija. Cometí errores al principio de mi matrimonio, y no he vuelto a cometerlos. No quería perder a mi familia por unos pecados que había procurado purgar. Le dije a Jones que Elliot Norton estaba más cualificado que yo para llevar su caso. No objetó nada. Así que me retiré. No he visto a Kittim desde entonces, y espero no volver a verlo jamás.

– ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

– Hace tres semanas.

Tres semanas: más o menos el tiempo que hacía que asesinaron a Grady Truett. James Foster y Marianne Larousse ya estaban también muertos por entonces. Como me dijo Adele Foster, algo estaba pasando, y, fuese lo que fuese, se había agravado a raíz de la muerte de Marianne Larousse.

– ¿Es todo, señor Parker? -me preguntó Rhine-. No estoy orgulloso de lo que hice. No quiero remover ese asunto.

– Eso es todo.

– Siento de veras lo que le ha ocurrido a Atys -me dijo.

– Estoy seguro de que a él le consolará mucho saberlo.

Volví al hotel. Tenía un mensaje de Louis en el que me confirmaba que llegaría a la mañana siguiente, un poco más tarde de lo previsto. Se me levantó un poco el ánimo.

Aquella noche me asomé a la ventana porque el claxon de un coche no paraba de sonar. Al otro lado de la calle, delante del cajero automático, estaba el Coupe de Ville negro con el parabrisas hecho añicos y con el freno echado. Vi que se abría la puerta trasera del lado del conductor y que del coche salía la niña. Se apoyó en la puerta abierta y me hizo señas para que me acercara, sin hablar, sólo moviendo los labios.

«Hay un sitio al que podemos ir.»

Movió las caderas al ritmo de una música que sólo ella podía oír. Se levantó la falda. No llevaba nada debajo. No tenía sexo: lisa como una muñeca. Se restregó la lengua por los labios.

«Baja.»

Se acarició su sexo liso.

«Tengo un sitio.»

Me dedicó otro gesto lascivo antes de subirse de nuevo al coche, que arrancó lentamente. Varias arañas cayeron al suelo por el resquicio de la puerta entreabierta. Me desperté apartándome telarañas de la cara y del pelo, y tuve que darme una ducha para sacudirme la sugestión de tener bichos por todo el cuerpo.

21

Un golpe en la puerta me despertó poco después de las nueve de la mañana. De manera instintiva, alargué la mano para coger la pistola que ya no estaba allí. Me lié una toalla alrededor de la cintura, me dirigí con sigilo a la puerta y acerqué el ojo a la mirilla.

Casi dos metros de puro carácter y de orgullo gay republicano, con un gran sentido de la elegancia en el vestir, me miraba directamente a los ojos.

– Podía verte desde fuera -me dijo Louis en cuanto abrí la puerta-. Mierda, Parker, ¿es que no vas al cine? Un tipo llama a la puerta, un actor tonto del culo mira por la mirilla, el tipo pone el cañón de la pistola en la mirilla y le dispara al tonto del culo en el ojo.

Llevaba un traje negro de lino y una camisa blanca sin cuello que le daba un toque informal. Una vaharada de colonia cara le siguió hasta dentro de la habitación.

– Hueles como una puta francesa -le dije.

– Si fuese una puta francesa, no podrías permitirte el lujo. Por cierto, no estaría mal que te pusieras un poco de maquillaje.

Me paré, me miré en el espejo que había cerca de la puerta y aparté los ojos. Tenía razón. Estaba pálido y ojeroso. Tenía los labios agrietados y secos y un sabor metálico en la boca.

– He pillado algo -le dije.

– No jodas. ¿Qué coño has pillado, la peste? Entierran a gente con mejor aspecto que tú.

– ¿Qué tienes, el síndrome de Tourette? ¿Tienes que pasarte todo el tiempo diciendo tacos?

Levantó las manos con un gesto de «vale, vale».

– ¡Oye! Qué alegría te ha dado verme. Cuánto te lo agradezco.

Le pedí disculpas.

– ¿Te has registrado? -le pregunté.

– Sí, pero un cabrón, lo siento, pero, joder, es que era un cabrón. ¿Sabes qué ha hecho? Pues que ha intentado darme sus maletas en la puerta del hotel.

– ¿Y tú qué has hecho?

– Me las he llevado. Las he puesto en el maletero de un taxi, le he dado al taxista cincuenta pavos y le he dicho que las llevara a una de esas tiendas de artículos de segunda mano para obras benéficas.

– Muy gentil por tu parte.

– Me gusta creer que sí.

Lo dejé viendo la televisión mientras me daba una ducha y me vestía. Cuando terminé, fuimos a Diana's, en la calle Meeting, a desayunar. Me tomé un café y medio bollo, el resto lo dejé.

– Tienes que comer.

Hice un gesto con la cabeza para darle a entender que no podía.

– Se me pasará.

– Se te pasará y te morirás. En fin, ¿cómo va la cosa?