– Lo mismo de siempre: gente muerta, un misterio y más gente muerta.
– ¿A quién hemos perdido?
– Al chico, a la familia que lo escondía y quizás a Elliot Norton.
– Mierda, no ha quedado nadie vivo. Te aconsejo que le digas al próximo que te contrate que te deje tus honorarios en el testamento.
Le puse al día de todo cuanto había sucedido, omitiendo sólo el detalle del coche negro. No había necesidad de echarle encima esa carga.
– ¿Y ahora qué vas a hacer?
– Voy a armar un follón de mil demonios. Los Larousse dan una fiesta hoy. Creo que deberíamos aprovecharnos de su hospitalidad.
– ¿Tenemos invitación?
– ¿Acaso no tenerla ha sido alguna vez un impedimento para nosotros?
– No, pero a veces simplemente me gusta que me inviten a sitios de manera normal, ya sabes a qué me refiero, en lugar de zurrar, amenazar, cabrear a los encantadores blancos y que se asusten del negro.
Se calló. Daba la impresión de meditar sobre lo que acababa de decir, y el rostro se le iluminó.
– Suena bien, ¿verdad? -pregunté.
– Muy bien.
La mayor parte del trayecto lo hicimos por separado. Louis aparcó su coche casi un kilómetro antes de llegar a la vieja plantación de los Larousse y se reunió conmigo para continuar el viaje. Le pregunté por Ángel.
– Está haciendo un trabajito.
– ¿Algo que yo debería saber?
Me miró durante un rato.
– No sé. Puede que sí, pero no ahora.
– Vale. Por cierto, has sido noticia.
Me contestó al cabo de un par de segundos.
– ¿Te dijo algo Ángel?
– Sólo el nombre del pueblo. Has esperado mucho tiempo para saldar esa deuda.
Se encogió de hombros.
– Valió la pena matarlos, aunque no valía la pena hacer un viaje tan largo para eso.
– Y como ibas a bajar al sur y te pillaba de camino…
Terminó la frase:
– … Pensé que podía hacer una parada. ¿Puedo irme ya, agente?
Ahí quedó la cosa. En la entrada de la hacienda de los Larousse, un tipo alto y con traje de lacayo nos hizo señales para que detuviésemos el coche.
– Caballeros, ¿pueden enseñarme la invitación?
– No tenemos invitación -le respondí-, pero estoy completamente seguro de que nos esperan.
– ¿Sus nombres?
– Parker. Charlie Parker.
– Por dos -añadió Louis para echar una mano.
El guardia de seguridad habló por el walkie-talkie y se alejó un poco para que no pudiéramos oírle. Mientras esperábamos, se formó una cola de dos o tres coches, hasta que el guardia de seguridad terminó de hablar.
– Pueden seguir. El señor Kittim se reunirá con ustedes en el aparcamiento.
– Sorpresa, sorpresa -dijo Louis. Ya le había hablado del encuentro que tuve con Bowen y con Kittim en el mitin de Antioch.
– Te dije que esto funcionaría. Por algo soy detective.
Dejé a un lado mis preocupaciones por las consecuencias del incidente de Caina, y me dio la impresión de que empezaba a encontrarme mejor desde que había llegado Louis. No era de extrañar, teniendo en cuenta que ya disponía de una pistola, gracias a él, y que estaba del todo seguro de que Louis llevaba encima al menos otra más.
Avanzamos por un camino de robles de Virginia, de palmitos y palmeras de los que colgaba el llamado musgo español. Las cigarras cantaban en los árboles y, aunque había escampado, las gotas de lluvia de aquella mañana caían de las hojas de los árboles y mantenían una constante pauta rítmica sobre el techo del coche y sobre la carretera, hasta que dejamos atrás la arboleda y entramos en una gran extensión de césped. Otro tipo vestido de lacayo con guantes blancos nos indicó que aparcáramos el coche debajo de una de las muchas carpas que habían levantado para proteger los vehículos del sol. La lona se agitaba levemente por las corrientes de aire frío que salían de los aparatos portátiles de aire acondicionado que estaban repartidos por el jardín. En una especie de plaza había tres mesas largas con almidonados manteles de lino. Encima de ellas, una cantidad enorme de viandas esperaba a ser servida por los inquietos criados negros, vestidos con camisas de prístina blancura y con pantalones oscuros. Otros criados se movían entre los grupos de invitados que ya se habían congregado en el jardín y les ofrecían copas de champán y cócteles. Miré a Louis y él me miró a mí. Aparte de los criados, él era la única persona de color entre los invitados y el único que iba vestido de negro.
– Deberías haberte puesto una chaqueta blanca. Pareces un signo de admiración. Además, podrías haber sacado unos pavos de propina.
– Míralos, colega -se desesperó-. ¿No hay nadie aquí que haya oído hablar de Denmark Vesey?
Una libélula revoloteaba sobre el césped en torno a mis pies, a la caza de alguna presa. No había pájaros que a su vez pudieran cazarla a ella, o por lo menos no vi ni oí a ninguno. La única señal de vida provenía de una garza real que se hallaba en un tramo del pantanal, al nordeste de la casa, cuyas aguas parecían inmóviles a causa de la alfombra de algas que las cubría. Al lado de aquel pantanal, entre hileras de robles y pacanas, se divisaban aquí y allá las ruinas de unas pequeñas viviendas, sin las cubiertas de teja que antaño tuvieron y con sus irregulares ladrillos erosionados ya por los efectos de la intemperie durante más de siglo y medio. Incluso yo podía adivinar de qué se trataba: las ruinas de una calle en la que vivían los esclavos.
– Me imagino que estarás pensando que deberían haberlas derribado -comenté.
– Eso forma parte del patrimonio histórico -dijo Louis-. Y, ahí arriba, la bandera confederada ondeando al viento, y unas cuantas fundas de almohada guardadas para ocasiones especiales, ya sabes.
La casa de la vieja plantación de los Larousse era una construcción de ladrillo anterior a la revolución, una villa de estilo georgiano-paladino que se remontaba a mediados del siglo XVIII. Dos escaleras gemelas de piedra caliza conducían a un pórtico con solería de mármol. Cuatro columnas dóricas sostenían una galería que recorría la fachada de la casa, con una hilera doble de cuatro ventanas a cada lado. Elegantes parejas se apiñaban bajo la sombra del porche.
Un grupo de hombres que cruzaba el césped a toda prisa desvió nuestra atención. Todos eran blancos, todos llevaban auriculares y, a pesar del aire acondicionado, todos sudaban por debajo de sus trajes oscuros. En el centro del grupo había uno que sobresalía del resto. Era Kittim, que llevaba un blazer azul, pantalones beiges, mocasines baratos y una camisa blanca abotonada hasta el cuello. Llevaba una gorra de béisbol y gafas de sol, pero la herida de navaja que tenía en la mejilla derecha le quedaba al descubierto.
Atys. Por eso no tenía la cruz colgada del cuello cuando lo encontraron.
Kittim se paró a un metro de nosotros y levantó una mano. Los hombres que le acompañaban se pararon en el acto y empezaron a rodearnos en semicírculo. Durante unos segundos, nadie dijo ni una palabra. Kittim nos miraba alternativamente a Louis y a mí, hasta que su atención se centró en mi persona. Ni siquiera dejó de sonreír cuando Louis le habló por primera vez.
– ¿Qué coño eres?
Kittim no le contestó.
– Éste es Kittim -le dije a Louis.
– ¿No es éste el guapo?
– Señor Parker -me dijo Kittim ignorando a Louis-. No le esperábamos.
– Ha sido una decisión de última hora. Algunas muertes repentinas me han despejado la agenda.
– Bueno. No puedo evitar darme cuenta de que usted y su colega vienen armados.
– Armados -miré a Louis con desilusión-. Te advertí que no se trataba de esa clase de fiesta.
– No se pierde nada por venir preparado. De lo contrario, la gente no nos toma en serio -dijo Louis.
– Oh, yo les tomo muy en serio -dijo Kittim, que por primera vez le contestó-. Tan en serio, que les agradecería que nos acompañaran al sótano, donde nos desharemos de sus armas sin alarmar a los demás invitados.