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– ¿Te encuentras bien para conducir? -me preguntó Louis.

– Creo que sí.

– Kittim parecía sentirse como en su propia casa.

– Está en esa casa porque Bowen quiere que esté allí.

– Si su nene campa a sus anchas por la casa de los Larousse, significa que Bowen ha conseguido algo de ellos.

– Te ha dicho una cosa muy fea.

– Lo he oído.

– Teniendo en cuenta las circunstancias, te lo has tomado con mucha tranquilidad.

– No merecía la pena jugársela. Al menos, no me la merecía a mí. Kittim es otro asunto. Como ha dicho el tipo, volveremos a vernos. Pero que tenga paciencia.

– ¿Crees que puedes hacerte cargo de él?

– Por supuesto. ¿Adónde vas?

– A que me den una clase de historia. Estoy cansado de ser amable con la gente.

Louis pareció un poco sorprendido.

– ¿Amable en el sentido exacto que hasta ahora has dado a la palabra amable?

22

Cuando volví al hotel, tenía un mensaje. Era de Phil Poveda. Quería que lo llamase. Me dio la impresión de que no estaba nervioso ni asustado. De hecho, percibí un deje de alivio en su voz. Pero antes llamé a Rachel. Cuando contestó, se encontraba en la cocina con Bruce Taylor, uno de los policías de Scarborough, que en aquel momento estaba tomándose un café con galletas. Sentí alivio al saber que la policía se dejaba caer por allí, según me había prometido MacArthur, y que el Klan Killer andaría por algún sitio, porque era alérgico a la lactosa y a otras cosas.

– Wallace también ha venido varias veces -me dijo Rachel.

– ¿Cómo está el señor Corazón Solitario?

– Se fue de compras a Freeport. Se compró un par de chaquetas en Ralph Lauren, algunas camisas y unas corbatas. Es un diamante en bruto, y todo se andará. Además, creo que a Mary le gusta.

– ¿Tan desesperada está?

– La palabra correcta es «acomodadiza». Ahora, esfúmate. Un atractivo chico con uniforme está cuidando de mí.

Me despedí de ella y marqué el número de Phil Poveda.

– Soy Parker -le dije cuando contestó.

– Hola. Gracias por llamar. -Noté que estaba optimista, casi alegre. Aquel Phil Poveda tenía poco que ver con el que me había amenazado con una pistola dos días atrás-. He estado poniendo en orden mis asuntos. Ya sabe, el testamento y todas esas gilipolleces. Soy un hombre muy rico, sólo que nunca lo supe. Hay que reconocer que tendré que morirme para sacar provecho de ello, pero es cojonudo.

– Señor Poveda, ¿se encuentra bien?

Era una pregunta que estaba de más. Phil Poveda daba la impresión de sentirse mejor que bien. Por desgracia, me imaginé que se debía a que estaba perdiendo el juicio.

– Sí -me dijo, y por primera vez su voz era dubitativa-. Sí, creo que sí. Tenía razón, Elliot ha muerto. Encontraron su coche. Lo he leído en el periódico. -No contesté-… Como usted dijo, sólo quedamos Earl y yo, y, a diferencia de Earl, no tengo ni papi ni amigos nazis que me protejan.

– ¿Se refiere a Bowen?

– Exacto, Bowen y su monstruo ario. Pero no podrán protegerlo siempre. Algún día, cuando esté solo… -Prefirió dejar correr los puntos suspensivos antes de reanudar la conversación-. Lo único que quiero es que todo termine.

– ¿Qué es lo que quiere que termine?

– Todo: el asesinato, la culpa. Sobre todo la culpa. Si dispone de tiempo, podemos hablar de ello. Yo tengo tiempo, aunque no mucho. No mucho. El tiempo se me está agotando. El tiempo se está agotando para todos nosotros.

Le dije que me pasaría por su casa en cuanto colgara el teléfono. También quise advertirle que se alejase del botiquín y de cualquier objeto punzante, pero en ese momento el rayo fugaz de cordura que le había traspasado había sido absorbido ya por las nubes negras que vagaban por su cerebro.

– ¡Cojonudo! -exclamó, y colgó.

Hice el equipaje y pagué la factura del hotel. Pasase lo que pasase, no regresaría a Charleston durante una temporada.

Phil Poveda me abrió la puerta en calzoncillos, con unos zapatos náuticos de marca y una camiseta blanca en la que estaba estampada la imagen de Jesucristo con la túnica abierta para mostrar su corazón coronado de espinas.

– Jesús es mi Salvador -me explicó Poveda-. Cada vez que me, miro al espejo, me lo recuerda. Está dispuesto a perdonarme.

Las pupilas de Poveda se habían reducido al tamaño de la cabeza de un alfiler. Fuese lo que fuese lo que se había metido, se trataba de una mercancía muy fuerte. Algo que si se lo hubieran dado a los pasajeros del Titanic, los hubiésemos visto descender bajo las olas con una sonrisa beatífica. Me condujo a su ordenada cocina con muebles de roble y preparó un par de descafeinados. Durante la hora que estuvimos hablando, no tocó su taza de café. Al poco de empezar la conversación, hice lo mismo.

Después de oír el relato de Poveda, no creí que pudiese volver a comer o a beber nunca más.

El bar Obee's ya no existe. Era un garito de carretera que estaba apartado de Bluff Road, un lugar donde los universitarios pijos podían comprar por cinco dólares una mamada a las negras y a las blancas paupérrimas que los llevaban entre los árboles hacia la oscuridad de las orillas del río Congaree. Después de eso, regresaban junto a sus amigotes con una sonrisa burlona y se chocaban entre sí la palma de la mano, mientras ellas se lavaban la boca en el grifo que había fuera del bar. Pero, cerca de donde una vez estuvo ese bar, habían construido uno nuevo: el Swamp Rat, donde Atys Jones y Marianne Larousse pasaron sus últimas horas juntos, antes de que la asesinaran.

Las hermanas Jones solían ir a beber al Obee's aun cuando una de ellas, Addy, sólo tenía diecisiete años y la hermana mayor, Melia, por un capricho de la naturaleza, parecía aún menor. Por aquel entonces, Addy ya había dado a luz a su hijo Atys, que fue el fruto, o eso decían, de una desafortunada relación que tuvo con uno de los pasajeros novios de su madre, el difunto Davis Smoot, apodado el Botas; una relación que podría definirse más bien como una violación si ella hubiese creído apropiado denunciar el hecho. Como la madre de Addy no podía soportar ver a su hija, ésta crió al niño con su abuela. Muy pronto, la madre ya no tendría que ignorarla, porque una noche tanto Addy como su hermana fueron borradas de la faz de la tierra.

Estaban borrachas y, cuando salieron del bar tambaleándose un poco, un coro de pitadas y silbidos las siguió, como un viento beodo que las impulsara hacia delante. Addy tropezó y cayó de culo. Su hermana se partió de risa. Ayudó a su hermana menor a levantarse, pero, al hacerlo, dejó a la vista su desnudez debajo de la falda. Ya de pie, mientras ambas se tambaleaban, vieron a los jóvenes apiñados dentro del coche. Los que estaban en la parte trasera se subían unos encima de otros para intentar ver algo más. Avergonzadas y un poco temerosas, a pesar de la borrachera, las risas de las muchachas se disiparon y enfilaron con la cabeza gacha el camino que llevaba a la carretera.

Apenas habían caminado unos metros cuando oyeron el ruido del coche detrás de ellas. Los faros las iluminaban en el camino cubierto de guijarros y de pinocha. Volvieron la cabeza y los miraron. Los faros, como ojos de luz idénticos y enormes, se les echaban encima, y de repente el coche ya estaba junto a ellas. Una de las puertas traseras se abrió. Una mano agarró a Addy. Le desgarró el vestido y le arañó el brazo.

Las muchachas echaron a correr hacia los matorrales, adentrándose en un territorio en que se oía el rumor del agua y en el que se expandía el olor de la vegetación putrefacta. El coche se detuvo a un lado de la carretera, las luces se apagaron y, con alaridos y gritos de guerra, continuó la persecución.

– Las llamábamos putas -contaba Poveda, mirándome con los ojos extrañamente brillantes-. Y si no lo eran, como si lo fueran. Landron lo sabía todo acerca de ellas. Ése era el motivo por el que le dejábamos que se juntase con nosotros, porque conocía a todas las putas, a todas las muchachas que se dejaban follar por un paquete de seis cervezas, a todas las muchachas que mantendrían la boca cerrada si teníamos que forzarlas un poco. Fue Landron el que nos habló de las hermanas Jones. Una de ellas era madre de un niño, y apenas contaba dieciséis años cuando lo parió. Y la otra, según Landron, estaba pidiendo a gritos que le hicieran otro de cualquier forma o en cualquier postura. Joder, ni siquiera llevaban bragas. Landron nos dijo que era para que los hombres se la metieran y se la sacaran con más facilidad. ¿Qué clase de muchachas eran aquellas, que bebían en bares como aquél y que se paseaban por ahí sin nada debajo de la falda? Iban pidiendo guerra, así que ¿por qué no iban a venderse? Incluso podrían haberse divertido si nos hubiesen dejado hablar con ellas. Pensábamos pagarles. Teníamos dinero. No pretendíamos que nos saliera gratis.