En aquel momento, Phil Poveda estaba en su ambiente. Ya no era el ingeniero de software de treinta y tantos años, con panza y una hipoteca. Volvía a ser un muchacho. Volvía a estar con sus amigos, corriendo por la hierba crecida, con la respiración entrecortada y una punzada en la entrepierna.
– ¡Oye, deteneos! -les gritó-. ¡Deteneos, tenemos dinero!
Y los otros, alrededor de él, se tronchaban de risa, porque era Phil, y Phil sabía pasárselo bien. Phil siempre les hacía reír. Phil era un tipo gracioso.
Persiguieron a las muchachas por la ciénaga del Congaree y a lo largo del Cedar Creek, donde Truett tropezó y cayó al agua. James Foster lo ayudó a levantarse. Las alcanzaron donde el agua empezaba a ganar profundidad, junto al primero de los enormes y centenarios cipreses. Melia se cayó al tropezar con una raíz que sobresalía, y antes de que su hermana pudiese ayudarla a levantarse, ya estaban encima de ellas. Addy arremetió contra el hombre que tenía más cerca y le dio un golpe en el ojo con su pequeño puño. Como respuesta, Landron Mobley la golpeó con tanta fuerza que le rompió la mandíbula y cayó aturdida de espaldas.
– Jodida puta -le espetó Landron-. Jodida puta.
Su voz tenía tal tono de amenaza soterrada, que los demás se quedaron quietos. Incluso Phil, que pugnaba por sujetar a Melia. Y entonces comprendieron que habían tocado fondo, que ya no había vuelta atrás. Earl Larousse y Grady Truett sujetaban a Addy en el suelo para facilitarle las cosas a Landron, mientras los demás desnudaban a su hermana. Elliot Norton, Phil y James Foster se miraron entre sí. Phil tiró a Melia al suelo y la penetró, al tiempo que Landron hacía lo mismo con Addy. Los dos al mismo ritmo, uno al lado del otro, mientras los insectos nocturnos zumbaban a su alrededor, atraídos por el olor de los cuerpos, picoteando a los hombres y a las mujeres y revoloteando sobre la sangre que había empezado a derramarse por la tierra.
Al final, fue culpa de Phil. Estaba en pleno orgasmo, con la respiración agitada, sin mirar a Melia, sino la cara destrozada de su hermana, y, poco a poco, a medida que iba satisfaciendo su deseo, se dio cuenta de la trascendencia de lo que estaban haciendo. De repente, sintió un golpe en la ingle y cayó de lado, y la conmoción se transformó en un ardor en la boca del estómago. Entonces Melia se puso de pie y salió corriendo de la ciénaga en dirección este, hacia la propiedad de los Larousse y la carretera que había más allá.
Mobley fue el primero en salir tras ella. Foster lo siguió. Elliot, que dudaba entre aprovechar su turno con la muchacha tendida en el suelo e ir a detener a la hermana de ésta, se quedó inmóvil durante unos segundos, antes de salir corriendo detrás de sus amigos. Grady y Earl se empujaban entre sí, bromeando mientras forcejeaban para disputarse su turno con Addy.
La compra del terreno kárstico había sido un error que les había salido muy caro a los Larousse. Aquel terreno era un laberinto de acuíferos subterráneos y de cuevas, y casi llegaron a perder un camión cuando se desplomó en una fosa antes de descubrir que los yacimientos de piedra caliza no eran lo suficientemente grandes como para justificar su explotación. Mientras tanto, las excavaciones en algunas minas se habían realizado con éxito en Cayce, a poco más de treinta kilómetros río arriba, y en Wynnsboro, subiendo por la autopista 77 en dirección a Charlotte. Además, estaban las tres manifestaciones en contra de la incidencia que la explotación pudiera tener en los pantanos. Los Larousse abandonaron aquel negocio y conservaron el terreno como advertencia y ejemplo de lo que nunca más debían hacer.
Melia cruzó varias alambradas caídas y herrumbrosas y un cartel de PROHIBIDO EL PASO que estaba acribillado a balazos. Tenía heridas en los pies y le sangraban, pero seguía corriendo. Sabía que había casas al otro lado del terreno kárstico. Allí le prestarían ayuda y acudirían a socorrer a su hermana. Las pondrían a salvo y…
Oía acercarse a los hombres que corrían tras ella. Volvió la cara sin dejar de correr, y de repente los dedos de sus pies ya no pisaban terreno firme, sino que estaban suspensos sobre un lugar hondo y tenebroso. Se balanceó en el borde de una fosa, aspirando el olor del agua inmunda y contaminada que había en el fondo. Perdió el equilibrio y cayó dentro. Su cuerpo, allá en las profundidades, se estrelló contra el agua. Segundos después emergió, asfixiada y tosiendo. El agua le quemaba los ojos, la piel, el sexo. Miró hacia arriba con los ojos entornados y vio la silueta de los tres hombres recortada ante las estrellas. Con movimientos lentos, nadó en dirección a las paredes de la fosa. Buscó un asidero, pero sus dedos resbalaban en la piedra. Oyó que los hombres hablaban. Uno de ellos se fue. Se mantenía a flote en aquellas aguas viscosas y umbrías moviendo los brazos y las piernas con lentitud. La quemazón iba a más, y le costaba trabajo mantener los ojos abiertos. Arriba se veía una luz. Alzó los ojos justo a tiempo para ver unas hojas de periódico en llamas y después cómo la gasolina iba cayendo, cómo iba cayendo…
Aquellas fosas, con los años, se habían convertido en un vertedero de residuos tóxicos. Toda aquella inmundicia había contaminado el suministro de agua y el propio Congaree, ya que todos los acuíferos subterráneos iban a desembocar finalmente al gran río. Muchas de las sustancias vertidas en ellas eran peligrosas. Algunas eran corrosivas; otras, herbicidas. Pero la mayoría de ellas tenían una cosa en común: eran altamente inflamables.
Los tres hombres recularon a toda prisa cuando una columna de fuego emergió de las profundidades de la fosa, iluminando los árboles, el terreno excavado, la maquinaria abandonada y sus propias caras, sorprendidas y en el fondo entusiasmadas por el efecto que acababan de lograr.
Uno de ellos se frotó las manos con el sobrante del papel de periódico que habían usado como mecha, en un intento de quitarse el olor a gasolina.
– Que se joda -dijo Elliot Norton, que fue quien envolvió una piedra con el trozo de periódico y lo arrojó a la hoguera-. Vámonos.
Durante unos minutos no dije nada. Poveda trazaba dibujos absurdos encima de la mesa con el dedo índice. Elliot Norton, un hombre al que había considerado mi amigo, había tomado parte en la violación y en la quema de una joven. Me quedé mirando con fijeza a Poveda, pero él estaba absorto en trazar dibujos con el dedo. Algo se había roto en el interior de Phil Poveda, aquello que había logrado mantenerlo con vida después de lo que hicieron, y la marea de sus recuerdos lo arrastraba consigo.
Tenía ante mí a un hombre que estaba enloqueciendo.
– Siga -le dije-. Acabe la historia.
– ¡Acaba con ella! -gritó Mobley. Miraba a Earl Larousse, que estaba de rodillas, abotonándose los pantalones, junto a la mujer postrada boca abajo. Earl frunció el ceño.
– ¿Qué?
– Acaba con ella -repitió Mobley-. Mátala.
– No puedo -dijo Earl. Su voz se parecía a la de un niño.