Y la sangre de los muertos se fundía con la tierra y enturbiaba los ríos que bajaban de los montañosos bosques de álamos, de arces rojos, de cornejos florecidos, y los peces incorporaban aquella sangre a su organismo al filtrarse por sus branquias, y las nutrias que los pescaban de un zarpazo los devoraban, y de ese modo aquella sangre entraba también a formar parte de ellas. Aquella sangre estaba en las moscas de mayo y en las moscas de la piedra que oscurecían el aire de Piedmont Shoals, en las pequeñas percas que se quedaban inmóviles en el fondo del agua para no ser engullidas, en los peje-soles que rondaban en torno a la zona de protección que les brindaban los lirios araña, que disimulaban la fealdad arácnida de su parte inferior con la belleza de sus flores blancas.
Aquí, en estas aguas cargadas de sedimentos, la luz del sol destella y crea formas extrañas, independientes de la corriente del río o de los caprichos de la brisa, a causa de esos pequeños peces plateados que se funden con la luz reflejada en la superficie, deslumbrando a los predadores, que ven el banco de peces como una única entidad, como una forma de vida enorme y amenazadora. Estos pantanos son su refugio, a pesar de que la vieja sangre también ha entrado en ellos.
(¿Y por eso estabas allí, Tereus? ¿Era ésa la razón de que en tu pequeña habitación hubiese tan pocas huellas de tu existencia? Porque en la ciudad tú no existes, allí no eres en verdad tú mismo. En la ciudad sólo eres un ex presidiario, un desgraciado que tiene que limpiar la basura de los que son más ricos que tú, un testigo de sus caprichos, mientras le rezas a tu Dios por la salvación de sus almas. Pero eso es sólo una tapadera, ¿verdad? Tu verdadera personalidad es muy distinta. Tu personalidad se desarrolla aquí, en los pantanos, donde has vivido oculto durante todos estos años. Ése eres tú. Estás dándoles caza, ¿no es cierto? ¿Los castigas por lo que hicieron hace tanto tiempo? Éste es tu territorio. Descubriste lo que hicieron y decidiste hacerles pagar por ello. Pero la cárcel se interpuso en tu camino -aunque incluso desde allí hiciste que alguien pagara por sus pecados- y tuviste que esperar para proseguir tu tarea. No te culpo. No creo que nadie que supiera lo que hicieron aquellas criaturas se resistiese a castigarlos de una manera o de otra. Pero ésa no es la verdadera justicia, Tereus, porque, al hacer lo que haces, la verdad de lo que hicieron -Mobley y Poveda, Larousse y Truett, Elliot y Foster- nunca se sabrá, y sin saber la verdad, sin esa revelación, no puede hacerse justicia.)
(¿Y qué me dices de Marianne Larousse? Su desgracia fue nacer en el seno de aquella familia y estar estigmatizada por el crimen que cometió su hermano. Sin saberlo, fue la depositaría de los pecados de su hermano y castigada por pecados falsos. Ella no se lo merecía. Con su muerte, las cosas se llevaron a un terreno donde la justicia y la venganza no se diferencian entre sí.)
(Así que hay que pararte los pies, porque la historia de lo que sucedió en el Congaree debe contarse por fin. De lo contrario, la mujer de la piel llena de escamas continuará vagando entre los cipreses y los acebos: una figura entrevista en las tinieblas, pero jamás vista en realidad, a la espera de encontrar de una vez a su hermana perdida y abrazarla con fuerza, limpiarle la sangre y la mugre, la pena y la humillación, la deshonra y el dolor y el desconsuelo.)
Los pantanos: en aquel momento pasaba junto a ellos. Durante unos segundos me distraje y noté que el coche se salía de la carretera y cruzaba el arcén dando tumbos contra el firme irregular, hasta que lo enderecé. Los pantanos son una válvula de seguridad: absorben las riadas e impiden que las lluvias y los sedimentos afecten a las llanuras costeras. Pero los ríos siguen fluyendo por ellos y aún perviven los rastros de la sangre. Permanecen en ellos cuando las aguas invaden las llanuras costeras, cuando confluyen con las aguas negras, cuando la corriente de las marismas de agua salada comienza a disminuir y, finalmente, cuando desaparecen en el mar: toda una tierra y todo un océano contaminados de sangre. Un solo acto y sus ramificaciones repercuten en la totalidad de la naturaleza. Y, de ese modo, una sola muerte puede cambiar un mundo y alterarlo de manera indescriptible.
Las llamas: el brillo de los fuegos encendidos por los jinetes de la noche. Las casas y los cultivos ardiendo. El relincho de los caballos cuando empiezan a oler el humo y el pánico, y los jinetes tirando de las riendas para sujetarlos, procurando que los animales no vean las llamas. Pero, cuando se marchan, hay fosas en el terreno, oscuras fosas en cuyo fondo se empantana un agua negra, y emergen de ellas otras llamas, unas columnas de fuego que se elevan desde cavernas comunicadas entre sí, y los gritos de la mujer quedan ahogados por el rugido crepitante del fuego mismo.
El condado de Richland: el río Congaree fluía hacia el norte buscando una salida, y yo parecía fluir por la carretera, impulsado siempre hacia delante por el propio entorno. Me dirigía hacia Columbia, hacia el noroeste, para llevar a cabo lo que podría denominarse un ajuste de cuentas, pero no era capaz de pensar en nada, salvo en la muchacha tirada en el suelo, con las mandíbulas separadas y los ojos sin vida.
Acaba con ella.
Ella parpadea.
Acaba con ella.
Ya no soy yo.
Acaba con ella.
Sus ojos se quedan en blanco. Ve cómo cae la piedra.
Acaba con ella.
Ha muerto.
Reservé una habitación en Claussen's Inn, en Greene Street, una panadería convertida en hostal, en el barrio de Five Points, cerca de la Universidad de Carolina del Sur. Me di una ducha y me cambié de ropa. A continuación llamé a Rachel. Necesitaba oír su voz más que nada en el mundo. Cuando la oí, parecía un poco borracha. Se había tomado una jarra de Guinness, la amiga de las preñadas, en compañía de una colega de Audubon, en Portland, y se le había subido a la cabeza.
– Es por el hierro -me dijo-. Es bueno para el embarazo.
– Dicen lo mismo de un montón de cosas, pero por lo general es mentira.
– ¿Cómo van las cosas allá en el sur?
– Lo mismo de lo mismo.
– Me tienes preocupada.
Su voz había cambiado. Ya no se trababa al hablar ni parecía borracha, y me di cuenta de que aquel deje de borrachera era sólo un disfraz, como un boceto realizado a toda prisa, pintado encima de una obra maestra de la pintura para ocultarla y hacerla irreconocible. Rachel quería estar borracha. Quería sentirse feliz, alegre y despreocupada, dejarse llevar por un vaso de cerveza, aunque sin conseguirlo. Estaba embarazada, el padre de su hijo se encontraba muy lejos de ella y la gente alrededor de él moría. Mientras tanto, un hombre que nos odiaba estaba intentando salir de la cárcel y las propuestas de tratos y de treguas que me había hecho resonaban con un ruido sordo dentro de mi cabeza.
– En serio, estoy bien -le mentí-. Me voy acercando a la verdad. Ahora lo entiendo todo. Creo que sé lo que pasó.
– Cuéntamelo -me dijo.
Cerré los ojos y tuve la sensación de que estábamos juntos tumbados en la cama en la oscuridad del dormitorio. Capté su olor y creí sentir su peso contra mi cuerpo.
– No puedo.
– Por favor, sea lo que sea, compártelo conmigo. Necesito que compartas algo importante conmigo, que te comuniques conmigo de algún modo.
Y se lo conté:
– Rachel, violaron a dos muchachas. Eran hermanas. Una de ellas era la madre de Atys Jones. La golpearon con una piedra hasta matarla y a la otra la quemaron viva.