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Puse el despertador a las cuatro de la mañana. Aún tenía cara de sueño cuando crucé el vestíbulo en dirección a la puerta trasera del hostal. El portero de noche me miró con curiosidad al percatarse de que no llevaba equipaje, pero siguió leyendo.

Si los dos tipos me vigilaban, uno estaría apostado en la puerta principal y otro en la trasera. La puerta trasera daba al aparcamiento, que tenía dos salidas: una a la calle Greene y otra a Devine, pero dudé si podría sacar el coche fuera de allí sin que me vieran. Saqué un pañuelo del bolsillo del pantalón y desenrosqué la bombilla del pasillo. Cuando regresé al hostal la noche anterior, tomé la precaución de romper con el tacón del zapato la bombilla del exterior. Abrí un poco la puerta, esperé y salí a la oscuridad. Llegué hasta Devine ocultándome entre los coches aparcados y llamé a un taxi desde una cabina telefónica que había junto a una gasolinera. Cinco minutos más tarde, me dirigía al mostrador de Hertz, en el Aeropuerto Internacional de Columbia, para alquilar un coche. Desde allí pondría rumbo al Congaree dando un rodeo de trescientos sesenta grados.

Los pantanos del Congaree aún son relativamente inaccesibles por carretera. La ruta principal, a lo largo de Old Bluff y de Caroline Sims, lleva a quienes acuden para visitarlo al puesto del guardabosque, y desde allí se pueden recorrer a pie unos tramos del pantanal gracias a un sendero de madera. Pero para aventurarse en lo más profundo del Congaree hay que utilizar un bote, así que apalabré el alquiler de uno de tres metros de eslora con un pequeño motor fuera borda. El anciano que alquilaba los botes ya me estaba esperando en la autopista 601 cuando llegué. El ruido de los coches que cruzaban el puente elevado de Bates retumbaba en nuestros oídos. Le pagué en efectivo y se quedó con las llaves del coche como aval. Poco después, me encontraba en el río. Los primeros rayos de sol brillaban sobre las aguas doradas y sobre los enormes cipreses y robles que sombreaban las orillas.

Durante la estación de las lluvias, el Congaree crece e inunda los pantanos, descargando nutrientes sobre la llanura. El efecto se dejaba ver en los enormes árboles que bordean el río, con sus hinchados y gigantescos troncos y con sus ramas tan grandes que, en algunos tramos, tienden un manto ensombrecedor sobre las aguas. Cuando el huracán Hugo arrasó el pantanal, se cobró como víctimas algunos de los árboles más impresionantes, pero aún era un lugar que despertaba el asombro en cualquiera que presenciara la magnitud de aquel bosque grandioso.

El Congaree marca la frontera entre los condados de Richland y de Calhoun. Sus meandros determinan los límites del poder político local, las jurisdicciones de la policía, las ordenanzas y un centenar de factores insignificantes que influyen en la vida cotidiana de quienes viven dentro de aquellas fronteras. Habría recorrido unos veinte kilómetros cuando divisé un enorme ciprés caído, la mitad de cuyo tronco invadía el cauce del río. Aquél era el punto, según me había informado el viejo barquero, que señalaba el límite de la tierra estatal y el principio del terreno privado, un tramo del pantanal que recorría más de tres kilómetros. En algún lugar de ese tramo, quizá cerca del río, se hallaba la casa de Tereus. Tenía la esperanza de que no me resultase demasiado difícil dar con ella.

Até el bote a un ciprés y salté a la orilla. El coro de grillos se calló de repente, pero reanudó su canto en cuanto me alejé. Seguí el curso de la orilla buscando algún rastro que me condujese hasta Tereus, aunque sin éxito. Tereus se había cuidado de vivir allí con la mayor discreción posible. Aunque hubiese dejado algún indicio de su presencia antes de que lo encarcelaran, la vegetación lo habría cubierto y él no se habría tomado la molestia de desbrozarla. Avancé a través de la orilla intentando encontrar algún punto de referencia que me permitiese orientarme, hasta que volví sobre mis pasos y me adentré en la ciénaga.

Olfateaba el aire con la esperanza de que me llegara el olor de madera quemada o de comida, pero sólo percibía el olor a vegetación y a humedad. Atravesé un bosque de liquidámbares, de robles y de álamos cargados de bayas de un morado intenso. En las tierras que había entre los pantanos crecían papayos, alisos y grandes matorrales de acebo, y el terreno estaba tan cuajado de arbustos que todo lo que alcanzaba a ver era de color verde y marrón. Notaba el suelo mojado y resbaladizo a causa de la vegetación y de la hojarasca podrida. Estuve a punto de meterme en la espinosa esfera de una telaraña, de cuyo centro colgaba su artífice como si fuese una estrellita oscura en su galaxia propia. No era peligrosa, pero había otras arañas por allí que sí lo eran, y durante los últimos meses ya me había visto obligado a aguantar demasiadas arañas como para tener suficiente para el resto de mi vida. Agarré una rama que medía unos cuarenta centímetros para apartar los arbustos y ramajes que me entorpecían el paso.

Habría caminado durante unos veinte minutos cuando vi la casa. Era una vieja cabaña construida según un sencillo esquema de vestíbulo y salón, con dos habitaciones delanteras y una trasera. Había sido ampliada con un porche vallado en la parte frontal y con una zona alargada y estrecha en la parte trasera. En las gruesas maderas que cubrían la cabaña y también en la chimenea había señales de reparaciones recientes, pero, vista de frente, la casa ofrecía el mismo aspecto que sin duda tuvo cuando fue construida, probablemente en el siglo pasado, en la época en que los esclavos que levantaron los diques optaron por quedarse a vivir en el Congaree. No había señales de vida: el tendedero, que colgaba entre dos árboles, estaba vacío y no salía ningún ruido de dentro. En la parte trasera había un cobertizo, donde quizás estaba el generador.

Subí los toscos escalones de madera que llevaban al porche y llamé a la puerta. No contestó nadie. Me dirigí a la ventana y miré a través del cristal. Vi que dentro había una mesa y cuatro sillas, un viejo sofá, un butacón y una pequeña cocina. Una puerta abierta dejaba ver el dormitorio y una segunda, cerrada, llevaba al anexo trasero de la casa. Llamé una vez más y, al no obtener respuesta, rodeé la casa para dirigirme a la parte de atrás. Oí disparos de escopeta, aunque amortiguados por el aire húmedo, que llegaban de algún lugar de los pantanos. Supuse que serían cazadores.

Las ventanas del anexo estaban oscurecidas. Por un momento, pensé que habían colgado unas cortinas negras, pero, cuando me acerqué más, comprobé que estaban pintadas. Al fondo había una puerta. Llamé y grité por última vez antes de intentar abrir el picaporte. La puerta se abrió y entré.

Lo primero que me llamó la atención fue el olor. Un olor fuerte, a medicamentos, aunque aprecié que olía más a hierbas que a productos farmacéuticos. Daba la impresión de que aquel olor llenaba la habitación, amueblada con una cama plegable, un televisor y unas estanterías sin libros, aunque repletas de revistas televisivas atrasadas y de ejemplares de People y de Celebrity, arrugados ya por la cantidad de veces que habían sido leídos.

Las paredes estaban empapeladas con fotografías recortadas de las revistas. Había fotografías de modelos y de actrices y, en un rincón, lo que parecía ser un altar dedicado a Oprah, la famosa entrevistadora televisiva. La mayoría de las mujeres eran negras: reconocí a Halle Berry, a Angela Bassett, a las integrantes del grupo de rhythm-and-blues TLC, a Jada Pinkett Smith e incluso a Tina Turnen Encima del televisor colgaban tres o cuatro fotografías recortadas de las páginas de sociedad de periódicos locales. En todas aparecía fotografiada la misma persona: Marianne Larousse. Sobre las fotos había una fina capa de serrín, pero los cristales negros habían impedido que se decolorasen. En una de ellas, Marianne, en el día de su graduación, sonreía rodeada de un grupo de jovencitas muy guapas. Había otra que había sido tomada en una subasta benéfica, y una tercera en una fiesta celebrada por los Larousse para recaudar fondos para el Partido Republicano. En cada foto, la belleza de Marianne Larousse brillaba como un faro.