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Me acerqué a la cama plegable. Allí el olor a medicina era más intenso. Las sábanas estaban manchadas, como si se hubiese derramado café en ellas. Había otras manchas más leves, algunas de sangre. Toqué las sábanas: estaban húmedas. Salí de allí y encontré el pequeño cuarto de baño y el origen del olor. Había un lavabo lleno de una sustancia marrón y espesa que tenía la consistencia del engrudo. Metí los dedos y, al sacarlos, la sustancia goteó viscosamente. Había un váter limpio y una bañera con patas que tenía un pasamanos sujeto a la pared y otro atornillado al suelo, que estaba muy bien enlosado, aunque la calidad del material era mala.

No había ningún espejo.

Regresé al dormitorio e inspeccioné el armario. Algo que parecían sábanas marrones y blancas se apilaban en las baldas, pero tampoco había espejo alguno.

Volví a oír disparos, pero esa vez más próximos. Curioseé un poco por el resto de la casa. Eché un vistazo a las prendas masculinas que había en el armario del dormitorio principal y a la ropa femenina, barata y anticuada, que se hallaba dentro de un viejo baúl. En la pequeña cocina había latas de comida, ollas y sartenes relucientes. En un rincón, detrás del sofá, vi una cama de campaña, pero estaba cubierta de polvo y se notaba que no la habían utilizado desde hacía muchos años. Todo lo demás estaba limpio, realmente limpio. No había teléfono y, cuando le di al interruptor de la luz, la habitación se iluminó de un color naranja pálido. Apagué la luz, abrí la puerta principal y salí al porche.

Vi a tres hombres moviéndose entre los árboles que rodeaban la cabaña. A dos de ellos los reconocí de inmediato: eran los dos tipos que estaban en el bar la noche anterior, el cabeza rapada y el otro. Aún llevaban la misma ropa. Probablemente habían dormido con ella puesta. El tercero era el gordo que había ido al aeropuerto con su compañero de caza el día en que llegué a Charleston. Vestía una camisa marrón y del hombro derecho le colgaba un rifle. Fue el primero en verme. Levantó la mano derecha y los tres se detuvieron en el límite de la arboleda. Nadie dijo palabra. Me dio la impresión de que debía ser yo quien rompiera el silencio.

– Vaya, me parece que estáis cazando fuera de temporada.

El mayor de los tres, el tipo que había refrenado al cabeza rapada en el bar, sonrió casi con tristeza.

– Lo que cazamos no tiene época de veda -contestó-. ¿Hay alguien ahí?

Negué con la cabeza.

– Aunque hubiese alguien dentro, me imagino que diría lo mismo. La próxima vez tenga más tiento a la hora de alquilar un bote, señor Parker. Eso o pagar un poco más a sus proveedores para que no se vayan de la lengua.

Llevaba el rifle apoyado en el hombro y vi cómo movía el dedo en torno a la guarda del gatillo, hasta que lo posó en él.

– Baje aquí -me dijo-. Tenemos que resolver algunos asuntos.

Estaba dándome la vuelta para entrar en la cabaña cuando el primer disparo alcanzó el marco de la puerta. Salí corriendo a toda prisa hacia la parte de atrás, sacando de un tirón la pistola de la funda, y llegué hasta el cobertizo del generador. En ese preciso instante, un segundo disparo hizo volar un trozo de la corteza del roble que tenía a mi derecha.

Me adentré en el bosque. El toldo de hojas se elevaba por encima de mí, hasta que llegó un punto en que tuve que avanzar con la cabeza agachada, restregándome contra los alisos y los acebos. Resbalé sobre la hojarasca húmeda y caí de costado. Me quedé quieto durante un momento. No oí nada que indicase que me siguieran. Pero, a unos dos metros, vi detrás de mí un bulto marrón que se movía con lentitud entre los árboles: el gordo. Pude verlo porque intentaba zafarse de las espinas de un acebo. Los otros estarían muy cerca, atentos al menor ruido que yo hiciera. Me imaginé que intentarían rodearme para cerrar el cerco. Respiré hondo, apunté a la camisa marrón y apreté el gatillo muy despacio.

Un chorro rojo salió a borbotones del pecho del gordo. Se retorció y se desplomó de espaldas contra los arbustos. Al caer, las ramas se doblaban y se rompían a causa del peso. Entonces oí dos estruendos, uno a mi derecha y otro a mi izquierda, seguidos de más disparos, y de repente el aire se llenó de astillas y de hojas.

Corrí.

Corrí hacia una loma en la que crecían arces rojos y carpes para evitar los claros del monte bajo y de ese modo poder resguardarme en la espesura de arbustos y enredaderas. Me subí la cremallera de la cazadora, a pesar del calor, para ocultar mi camiseta blanca. Me detenía de vez en cuando para percibir alguna señal de mis perseguidores, pero, estuviesen donde estuviesen, se movían con mucho sigilo. Olí a orina, quizá de ciervo o de lince, y descubrí las huellas de un animal. No sabía adónde me dirigía. Si al menos diese con uno de los senderos de madera, me llevaría hasta el puesto del guardabosque, pero también quedaría peligrosamente expuesto a los hombres que me perseguían. Eso suponiendo que, después de haberme adentrado tanto, pudiera dar con aquellos senderos. Cuando me dirigía hacia la cabaña de Tereus, el viento soplaba del nordeste y en aquel momento era apenas una brisa que me llegaba por la espalda. Seguí las huellas del animal, esperando encontrar el camino de vuelta al río. Si me perdía en el Congaree, sería una presa fácil para aquellos tipos.

Intenté ocultar las huellas que dejaba al pasar, pero el terreno era muy blando y mis pisadas se hundían en él. Aparte de eso, los arbustos quedaban aplastados. Pasados unos quince minutos, me hallé frente a un viejo ciprés caído que tenía el tronco partido en dos por un rayo. Un agujero inmenso se abría bajo sus raíces. Alrededor del ciprés y desde lo más hondo del agujero habían empezado a crecer los arbustos, que, al elevarse, se entrelazaban con las raíces, formando una especie de foso enrejado. Me apoyé en el tronco para tomar aliento, me quité la cazadora y también la camiseta. Me incliné ante el hoyo, espanté a los escarabajos y dejé la camiseta enganchada entre las raíces retorcidas a modo de reclamo. Después volví a ponerme la cazadora y me oculté bajo aquella maleza. Me tumbé y esperé.

El primero en aparecer fue el cabeza rapada. Vislumbré la palidez de huevo de su cara detrás de un pino taeda, pero enseguida desapareció. Había visto mi camiseta. Me pregunté hasta qué punto sería tonto.

Y era tonto, sí, pero no del todo. Silbó por lo bajo y vi que una hilera de alisos se inclinaba levemente, aunque no pude ver al hombre que provocaba aquel movimiento. Me sequé el sudor de la frente con la manga de la cazadora para que no me entrase en los ojos. De nuevo, algo se movió por detrás del pino. Apunté y parpadeé para quitarme algunas gotas de sudor cuando el cabeza rapada salió de su escondite y se detuvo en seco, al parecer porque por allí había algo que le llamó la atención.

En un instante, perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre los matorrales. Sucedió todo tan rápido que dudaba de lo que había visto. Por un momento, creí que había resbalado y supuse que se levantaría, pero no. Se oyó otro silbido desde los alisos, pero no obtuvo respuesta. El compañero del cabeza rapada volvió a silbar. Reinaba el silencio. Por entonces yo ya había empezado a retroceder, reptando, desesperado por salir de allí y por librarme del último de los cazadores y de lo que quiera que fuese aquello que en aquel momento nos perseguía a ambos a través del verdor moteado por la luz del sol de la ciénaga del Congaree.

No me atreví a levantarme hasta que hube recorrido a rastras unos quince metros. Delante de mí oía el sonido del agua. Por detrás me llegaba el sonido de los disparos, pero no apuntaban en mi dirección. No me paré siquiera cuando el saliente de una rama rota me desgarró la manga de la cazadora y me hizo un corte en el brazo que no tardó en sangrar. Me arrastré con la cabeza erguida. Cada vez me costaba más respirar y la punzada de dolor que sentía en el costado iba agudizándose. De repente vi un destello blanco a mi derecha. Algo en mi interior intentó tranquilizarme, haciéndome creer que se trataba de un animaclass="underline" tal vez una garceta o una garza real joven. Pero había algo en la forma en que se movía, en aquella manera de avanzar titubeante y saltarina, que se debía en parte a que intentaba ocultarse y en parte a una discapacidad física. Cuando traté de avistar aquello de nuevo entre la maleza, no pude verlo, pero sabía que estaba allí. Podía percibir que me observaba.