Tereus no contestó. No estaba dispuesto a confirmarlo ni a negarlo. Me agarró por el hombro con una de sus grandes manos y me ayudó a incorporarme.
– Hermano, ha llegado el momento. Levántate, levántate.
Me desató los pies con un cuchillo. Cuando la sangre empezó a circular, sentí un gran dolor.
– ¿Adónde vamos?
Mi pregunta pareció sorprenderle. Entonces me di cuenta de lo loco que estaba, de que ya estaba loco incluso antes de que lo atasen a aquel poste bajo el sol abrasador, lo suficientemente loco como para cuidar, con la ayuda de una anciana, durante tantísimos años, a una mujer herida, para de ese modo cumplir algún extraño precepto mesiánico de su propia invención.
– De vuelta al infierno -me dijo-. Volvemos al infierno. Es la hora.
– ¿La hora de qué?
Me atrajo hacia sí con delicadeza.
– La hora de enseñarles el Camino Blanco.
Me desató las manos y, aunque el bote tenía motor, me obligó a remar. Él tenía miedo: miedo de que el ruido atrajese la atención de los hombres antes de que él estuviese listo, miedo de que me volviese contra él si no encontraba una manera de mantenerme ocupado. Una o dos veces estuve tentado de lanzarme contra él, pero empuñaba el revólver con firmeza. Si dejaba de remar, inclinaba la cabeza y sonreía en señal de advertencia, como si fuésemos dos viejos amigos que disfrutaran de un paseo en barca mientras la noche derrotaba al día y la oscuridad iba envolviéndonos.
No sabía dónde estaba la mujer. Sólo sabía que había salido de la cabaña antes que nosotros.
– Tú no mataste a Marianne Larousse -le dije cuando divisamos una casa apartada de la orilla. Un perro nos ladró y la cadena a la que estaba atado tintineó en el aire vespertino. Se encendió la luz del porche y vi la silueta de un hombre que salía de la casa. Oí cómo hacía callar al perro. Su voz no aparentaba enfado, y de repente sentí una ráfaga de afecto por él. Lo vi acariciar y revolver el pelaje del perro, que movía el rabo de un lado a otro. Me notaba cansado. Me daba la impresión de que me acercaba al final de todo, como si el río fuese la laguna Estigia y me hubiesen forzado a remar por ella en ausencia del barquero. Imaginaba que tan pronto como la barca tocase la orilla, descendería al infierno y me perdería en el laberinto.
– Tú no mataste a Marianne Larousse -repetí.
– ¿Y eso qué importancia tiene?
– La tiene para mí. Probablemente también la tuvo para Marianne en el momento de morir. Pero no la mataste tú. Todavía estabas en la cárcel.
– Dijeron que la mató el chico, y ahora él ya no puede desmentirlo.
Dejé de remar y oí que amartillaba el percutor de la pistola.
– Señor Parker, no me obligue a dispararle.
Apoyé los remos y levanté las manos.
– Lo hizo ella, ¿verdad? Melia mató a Marianne Larousse, y su propio sobrino, tu hijo, murió a consecuencia de aquella muerte.
Me observó en silencio antes de decidirse a hablar.
– Ella conoce el río -me dijo-. Conoce muy bien los pantanos. Deambula por ellos. A veces le gusta mirar a la gente que bebe y que liga con putas. Me imagino que le recuerda lo que ha perdido, lo que le arrebataron. Que viese aquella noche correr a Marianne Larousse entre los árboles fue una pura y maldita casualidad, nada más. Le gusta ver fotografías de mujeres hermosas y la reconoció por las que aparecían de ella en las páginas de sociedad de los periódicos. Aprovechó la ocasión. Una maldita casualidad -repitió-. Eso fue todo.
Pero, por supuesto, no fue casualidad. La historia de aquellas dos familias, los Larousse y los Jones, la sangre derramada y las vidas destruidas, establecía que nunca se toparían por mera casualidad. Después de más de dos siglos, ambas familias habían hecho un pacto de mutua destrucción, sólo reconocido en parte por cada bando, un fuego avivado por un pasado en el que a un hombre le estaba permitido poseer y abusar de otro hombre, un fuego atizado por el recuerdo de las heridas y por la violencia de las reacciones que tales heridas provocaron. Sus caminos se entretejían, se entrelazaban en los momentos cruciales de la historia de este estado y de la vida de las dos familias.
– ¿Sabía ella que el chico que se encontraba con Marianne era su propio sobrino?
– No lo vio hasta que la muchacha ya estaba muerta. Yo… -Se detuvo por un instante-. Como ya te he dicho, no sé lo que ella piensa, aunque sabe leer un poco. Vio los periódicos, y creo que de madrugada se acercaba a la cárcel donde estaba Atys.
– Pudiste haberlo salvado -le dije-. Si hubieses ido con ella a la policía, podrías haber salvado a Atys. Ningún tribunal la hubiese condenado por asesinato. Está loca.
– No, yo no podía hacer eso.
No podía hacerlo porque, si lo hacía, no podría seguir castigando a los hombres que violaron y asesinaron a la mujer que amaba. En última instancia, estaba dispuesto a sacrificar a su propio hijo por su afán de venganza.
– ¿Mataste a los otros?
– Los matamos los dos.
La rescató, la puso a salvo y después mató por ella y por la memoria de su hermana. En cierto sentido, había sacrificado su vida por ellas.
– Sucedió como tenía que suceder -comentó, como si adivinase lo que yo pensaba-. Y eso es todo lo que tengo que decir.
Volví a remar, dibujando profundos arcos en las aguas. El agua que levantaban los remos volvía a caer al río de una forma increíblemente lenta, como si de alguna manera yo estuviese aminorando la velocidad del paso del tiempo, alargando y alargando cada instante, hasta que al final el mundo se detuviese: los remos paralizados en el preciso instante en que hendían las aguas, los pájaros inmóviles en pleno vuelo, los insectos como motas de polvo en el marco de un cuadro. Y de ese modo no tendríamos que seguir nuestro camino. Nunca nos hallaríamos al borde de aquella infernal fosa negra, que olía a aceite de motor y a aguas residuales, con el recuerdo de las llamas mantenido en forma de lenguas negras en los surcos de la piedra.
– Sólo quedan dos -dijo Tereus-. Sólo dos más y todo habrá acabado.
No sabría decir si hablaba para sus adentros, si me hablaba a mí o bien a un ser invisible. Miré hacia la orilla del río, esperando verla allí, pendiente de nuestro avance. Una figura consumida por el dolor. O ver a su hermana, con la mandíbula rota y la cara destrozada, pero con los ojos frenéticos y brillantes, ardiendo de una rabia tan intensa como las llamas que devoraron a Melia.
Pero sólo vi la sombra de los árboles, el cielo oscurecido y las aguas que brillaban con los fantasmas fragmentarios del claro de luna.
– Aquí es donde nos bajamos -me susurró.
Desvié el bote hacia el lado izquierdo de la orilla. Cuando tocó tierra, oí a mis espaldas un leve chapoteo y vi que Tereus ya se había bajado. Con un gesto me indicó que me dirigiera hacia los árboles. Eché a andar. Tenía los pantalones mojados y el agua chapoteaba dentro de mis zapatos. Estaba lleno de picaduras de mosquito. Me notaba la cara hinchada. Y la parte de la espalda y del pecho que tenía al descubierto me picaban de una manera horrible.
– ¿Cómo sabes que estarán ahí? -le pregunté.
– Oh, seguro que están -me contestó-. Les prometí las dos cosas que más desean: decirles quién mató a Marianne Larousse.
– ¿Y qué más?
– Y usted, señor Parker. Usted ya no les resulta útil. Me da la impresión de que ese tal señor Kittim va a enterrarle.
Sabía que lo que decía era verdad, que el papel que Kittim iba a interpretar era el último acto del drama que habían planeado. En teoría, Elliot me había llamado para averiguar las circunstancias del asesinato de Marianne, en un esfuerzo por probar la inocencia de Atys Jones, pero en realidad, y en connivencia con Larousse, lo había hecho para averiguar si su asesinato estaba relacionado con lo que les estaba pasando a los seis hombres que violaron a las hermanas Jones, que mataron a una de ellas y que dejaron a la otra consumirse en el fuego. Mobley había trabajado para Bowen y supuse que, en un momento dado, Bowen se enteró de lo que hicieron Mobley y los demás, lo que le valió para aprovecharse de Elliot y, también, con toda probabilidad, de Earl Jr. Elliot me había llevado allí para que le ayudase y Kittim me mataría. Si llegaba a descubrir quién estaba detrás de los asesinatos antes de morir, tanto mejor. Si no lo averiguaba, tampoco iba a vivir el tiempo suficiente como para poder cobrar mis honorarios.