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Notó la presión de la pistola en la nuca.

– ¿Qué viste? -preguntó el hombre.

– Vi a un tipo -dijo Virgil, tumbado ya en el suelo-. Miré arriba y vi a un tipo, un negro. Había otro con él. Un blanco. No pude verlo bien. No debí mirar. No debí mirar.

– ¿Qué viste?

– Te lo he dicho. Vi…

Oyó que el otro amartillaba la pistola.

– ¿Qué viste?

Y Virgil por fin comprendió.

– Nada. No vi nada. No reconocería a aquellos tipos si volviera a verlos. Eso es todo. No vi nada.

La pistola se apartó de su cabeza.

– Virgil, no me obligues a tener que regresar por aquí.

Los sollozos sacudían el cuerpo de Virgil.

– No lo haré. Te lo juro.

– Ahora, Virgil, no te muevas. Quédate ahí de rodillas.

– Lo haré -dijo Virgil-. Gracias. Muchas gracias.

– No hay de qué -dijo el hombre.

Virgil no lo oyó alejarse. Se quedó arrodillado hasta que empezó a amanecer y, tiritando, se incorporó y regresó a su casucha.

Quinta parte

No hay esperanza de muerte para aquellas almas,

y su vida pasada es tan abyecta,

que envidia sienten de cualquier otra vida.

Dante Alighieri, Inferno, Canto III

27

Empezaron a entrar en el estado durante los dos días siguientes. Algunos venían en grupos, otros solos, pero siempre por carretera, nunca en avión. Estaba la pareja que se registró en el hotelito de las afueras de Sangerville. Aquella pareja que se besaba y se hacía arrumacos como los jóvenes amantes que aparentaban ser, unos amantes que sin embargo dormían en camas separadas en su habitación doble. Estaban los cuatro hombres que desayunaron a toda prisa en Miss Portland Diner, en Marginal Way, y sin quitarle ojo al monovolumen negro en que habían venido. Cada vez que alguien se aproximaba a él, se ponían tensos y sólo se relajaban cuando pasaba de largo.

Y estaba el hombre que venía de Boston y se dirigía hacia el norte en un camión, evitando, siempre que podía, las carreteras interestatales, hasta que al final se encontró entre bosques de pinos y un lago que brillaba en lontananza. Miró el reloj, pensó que aún era demasiado temprano y volvió a Dolby Pond y a La Casa Exotic Dancing Club. Se imaginó que había otras formas peores de pasar unas horas.

La peor de las previsiones se cumplió: el juez de la Corte Suprema, Wilton Cooper, revocó el fallo del Tribunal Superior de Primera Estancia Estatal por el cual se le denegaba la fianza a Aaron Faulkner. En las horas que precedieron al fallo, el fiscal Bobby Andrus y su equipo presentaron las conclusiones en contra de la fianza en el despacho de Wilton Cooper, argumentando que estaban convencidos de que Faulkner se daría a la fuga y de que los testigos potenciales estarían expuestos a la intimidación. Cuando el juez les preguntó si tenían alguna prueba nueva que presentar, Andrus y su equipo se vieron obligados a admitir que no.

En su alegato, Jim Grimes argumentó que la acusación no había presentado pruebas suficientes para demostrar que Faulkner había cometido crímenes capitales. También expuso las pruebas médicas que habían realizado tres autoridades en la materia. Las tres pruebas concluían que la salud de Faulkner se estaba agravando en la cárcel (pruebas que el mismo Estado era incapaz de rebatir, ya que sus propios médicos habían encontrado que Faulkner padecía una enfermedad, aunque no pudieron precisar de qué enfermedad se trataba, salvo que perdía peso por días, que tenía una fiebre más alta de lo normal y que tanto la tensión arterial como el ritmo cardiaco eran anormalmente altos), que el estrés que le provocaba el hecho de estar encarcelado estaba poniendo en peligro la vida de su cliente, contra el que la acusación aún no había sido capaz de hacer recaer ningún cargo fundamentado, y que resultaba injusto e inhumano que su cliente siguiese en la cárcel mientras la acusación intentaba acumular pruebas suficientes para sostener el caso. Puesto que su cliente requeriría una vigilancia médica intensiva, no había riesgo real de fuga, y por ese motivo solicitaban que se fijara una fianza acorde con las circunstancias.

Al emitir su fallo, Cooper desestimó la mayor parte de mi declaración basándose en la reputación tan poco fiable que yo tenía como testigo y determinó que el fallo de no conceder la fianza emitido por un tribunal inferior había sido erróneo, ya que la acusación no había aportado las pruebas suficientes para demostrar que Faulkner hubiera cometido un delito capital en el pasado. Además, admitió el alegato de Jim Grimes según el cual la debilitada salud de su cliente implicaba que no suponía ninguna amenaza para la integridad del proceso judicial y que la necesidad de un tratamiento médico continuado disipaba el riesgo de fuga. Fijó la fianza en un millón y medio de dólares. Grimes comunicó que el depósito se haría en efectivo. Faulkner, que estaba esposado en una sala contigua bajo la custodia de los oficiales de justicia, iba a ser liberado de inmediato.

Como el fiscal Andrus había previsto la posibilidad de que Cooper concediera la fianza, se dirigió a regañadientes al FBI para pedirle que entregasen a Faulkner, una vez fuese liberado, una orden judicial de detención acusado de delitos federales. Pero Andrus no tuvo la culpa de que en la orden judicial hubiese un defecto de forma: algún funcionario escribió mal el nombre de Faulkner, lo que supuso la nulidad del documento. Cuando Faulkner abandonó los juzgados, nadie le hizo entrega de ninguna orden judicial.

Fuera del Juzgado Número Uno había un tipo, sentado en un banco, que llevaba una cazadora Timberland. Hizo una llamada telefónica. A dieciséis kilómetros de distancia, sonó el móvil de Cyrus Nairn.

– Tienes vía libre…

Cyrus apagó el teléfono y lo arrojó a los arbustos que había junto a la carretera. Arrancó el coche y condujo hasta Scarborough.

Tan pronto como Grimes apareció delante de las escaleras del juzgado, los flashes de las cámaras fotográficas abrieron fuego, pero Faulkner no lo acompañaba. Un Nissan Terrano, en cuya parte trasera iba Faulkner cubierto con una manta, giró a la derecha y se dirigió hacia el aparcamiento de Public Market, en la calle Elm. Por encima del coche zumbaba un helicóptero. Lo seguían dos coches. La oficina del fiscal general no estaba dispuesta a que Faulkner desapareciese en las profundidades de la colmena.

Un Buick amarillo abollado se paró detrás del Terrano cuando llegó a la entrada del aparcamiento, y provocó que se cortara el tráfico. El Terrano no tuvo que detenerse a la entrada del aparcamiento para recoger el ticket porque todo estaba calculado al milímetro: mientras el guardia jurado estaba distraído intentando sofocar un fuego intencionado en un cubo de basura, alguien inutilizó la máquina expendedora de tickets con pegamento, de modo que las barreras de entrada y de salida estaban levantadas a la espera de que reparasen el desperfecto.

El Terrano pasó deprisa, pero el Buick que lo seguía se paró en seco delante de la entrada y la bloqueó. Transcurrieron unos segundos cruciales antes de que los policías se dieran cuenta de lo que estaba pasando. El primero de los coches policiales dio marcha atrás y se dirigió a toda velocidad a la rampa de salida. Dos agentes que salieron del segundo coche corrieron hacia el Buick, sacaron al conductor y despejaron la entrada.

Cuando los agentes encontraron el Terrano, hacía mucho que Faulkner se había largado.

A las siete de la tarde, Mary Mason salió de su casa, situada al final de Seavey Landing, para acudir a una cita con el sargento MacArthur. Desde su casa se divisaba la marisma y las aguas del río Scarborough, que fluían alrededor de la franja ojival de Nonesuch Point y desembocaban en el mar en Saco Bay. Para ella, MacArthur representaba su primera pareja seria desde que se divorció, hacía tres meses, y tenía esperanzas de que la relación se afianzara. Conocía al policía de vista y, a pesar de su aspecto desaliñado, le encontraba cierto atractivo a su aire general de abatimiento. En su primera cita no hubo nada que la obligara a reconsiderar su primera impresión. De hecho, él había estado de lo más encantador y, cuando la llamó la noche anterior para confirmar que la segunda cita seguía en pie, se pasaron casi una hora hablando por teléfono, cosa que, sospechó, a él debió de sorprenderle tanto como a ella.