Ya estaba a un paso del coche cuando un tipo se acercó a Mary Mason. Salió de entre los árboles que preservaban su casa de la curiosidad del vecindario. Era un tipo bajo y jorobado, con una melena negra que le llegaba hasta los hombros. Tenía los ojos casi negros, como los de ciertas criaturas nocturnas que viven bajo tierra. Se disponía a sacar del bolso el spray paralizador cuando el tipo le dio un revés en la cara y la tiró al suelo. Antes de que le diese tiempo a reaccionar, la inmovilizó hincándose de rodillas encima de sus piernas. Sintió un dolor en el costado, un dolor inmenso y ardiente, a medida que el cuchillo le entraba por debajo de las costillas y empezaba a deslizarse hacia el estómago. Quiso gritar, pero él le había tapado la boca con la mano y todo lo que podía hacer era revolverse en vano, mientras el cuchillo seguía su trayectoria.
Y justo en el momento en que creyó que ya no podría aguantar más, que iba a morir de dolor, oyó una voz y vio aproximarse, por encima del hombro de su agresor, una figura enorme y robusta, detrás de la cual había un Chevy, hecho un trasto, en punto muerto. Tenía barba y llevaba un chaleco de piel encima de una camiseta. Mary vio que tenía un tatuaje de una mujer en el antebrazo.
– ¡Eh, tú! -dijo Bear-, ¿qué coño estás haciendo?
Cyrus no quería utilizar la pistola. Había decidido hacerlo lo más en silencio posible, pero el tipo grande y extrañamente familiar que corría por el sendero del garaje en dirección a él no le dejó elección. Se levantó y, antes de que pudiese terminar de rajarla, se sacó la pistola del cinturón y abrió fuego.
Dos monovolúmenes blancos tomaron el desvío de Medway por la Interestatal 95 y siguieron por la carretera 11, atravesando por East Millinocket, para dirigirse a Dolby Pond. En el primer monovolumen iban tres hombres y una mujer, todos ellos armados. El segundo lo ocupaban un hombre y una mujer, también armados, y el reverendo Aaron Faulkner, que leía en silencio, en la parte de atrás del vehículo, una Biblia apoyada en una bandeja abatible. En aquel momento, cualquier médico estatal podría comprobar que la temperatura del viejo predicador era normal y que todos los síntomas de su presunta enfermedad habían empezado a remitir.
La llamada de un móvil rompió el silencio en el interior del segundo monovolumen. Uno de los hombres contestó con brevedad. Después se volvió hacia Faulkner.
– En este instante va a aterrizar -le dijo al anciano-. Nos estará esperando cuando lleguemos. Todo va según lo previsto.
Faulkner asintió, pero no dijo nada. Seguía con los ojos fijos en la Biblia y en las diversas pruebas a que fue sometido Job.
Cyrus Nairn estaba sentado al volante de su coche en Black Point Market bebiéndose una Coca-Cola. La tarde era calurosa y necesitaba refrescarse. El aire acondicionado del coche estaba estropeado. De todas formas, a Cyrus eso no le importaba mucho: una vez que la mujer estuviese muerta, se desharía del coche y se dirigiría al sur. Sería el final de todo. Tendría que soportar aquella incomodidad, pero, a fin de cuentas, aquello no era nada comparado con lo que estaba a punto de soportar la mujer.
Terminó de beberse el refresco, condujo hacia el puente y arrojó la lata por la ventanilla al agua. En Pine Point, las cosas no le habían ido según lo previsto. En primer lugar, cuando él llegó, la mujer ya había salido de la casa y enseguida se dispuso a buscar el spray paralizador que llevaba en el bolso, lo que le obligó a tener que abordarla en la calle. En segundo lugar, se presentó aquel tipo enorme y no le quedó otra elección que utilizar la pistola. Durante un momento, temió que la gente hubiese escuchado el disparo, pero no sintió ningún tipo de alboroto ni tampoco gritos. Para colmo, Cyrus se vio forzado a salir a toda prisa y a él le gustaba tomarse su trabajo con calma.
Miró el reloj y, moviendo los labios en silencio, contó del diez al cero. Cuando llegó al uno, creyó oír una explosión amortiguada proveniente de Pine Point. Al mirar por la ventanilla del coche, una columna de humo subía desde allí: el coche de Mary Mason estaba ardiendo. La policía o los bomberos no tardarían en acudir y encontrarían a la mujer y el cadáver del hombre. Había preferido dejar a la mujer agonizante en vez de muerta. Quería oír la sirena de la ambulancia y sentir el aturdimiento que padecería el policía MacArthur, incluso a pesar del riesgo que corría si ella lograba facilitarle una descripción de su agresor. Sospechaba que no la había rajado lo suficiente y que podría sobrevivir a las heridas. Se preguntaba si no la habría dejado demasiado cerca del coche, si no estaría quemándose. Porque no quería que hubiese ninguna duda en torno a la identidad de ella. Eran detalles insignificantes, pero a Cyrus le preocupaban. La perspectiva de que lo capturasen, en cambio, no le preocupaba lo más mínimo: Cyrus preferiría morir antes que volver a la cárcel. Le habían prometido la salvación, y los que gozan de la promesa de la salvación no le temen a nada.
A su derecha ascendía una carretera de muchas curvas que bordeaba un bosquecillo. Cyrus aparcó el coche en un lugar donde nadie pudiese verlo y, con el estómago tenso por la excitación, avanzó colina arriba. Echó a andar entre los árboles y pasó por delante de un cobertizo en ruinas que había a la izquierda. Una casa blanca resplandecía enfrente de él. Los cristales de las ventanas reflejaban los últimos rayos del sol. Muy pronto, la marisma estaría también envuelta en llamas y las aguas se volverían de color naranja y rojo.
Sobre todo de rojo.
Mary Mason estaba tumbada de espaldas en el césped, mirando con fijeza el cielo. Había visto al jorobado tirar el artefacto dentro de su coche, con la espoleta retardada echando humo, y se imaginó de qué se trataba, pero estaba paralizada, incapaz de mover las manos para restañar la hemorragia y no tenía posibilidad alguna de apartarse del coche.
Empezaba a debilitarse.
Estaba muriéndose.
Notó que algo le rozaba la pierna y consiguió levantar un poco la cabeza. Al avanzar dolorosamente hacia ella, el hombretón había dejado un largo reguero de sangre. Ya se encontraba casi al lado de la mujer, reptando con dificultad con sus uñas rotas y manchadas de sangre. Cuando estuvo a su lado, le agarró la mano y se la apretó contra la herida del costado. Mary gritó ahogadamente a causa del dolor, pero él la obligó a mantener la presión.
Luego, la agarró por el cuello de la camisa y empezó a arrastrarla poco a poco para alejarla del coche. Mary Mason soltó un alarido, aunque procuraba mantener la mano presionada sobre la herida, hasta que Bear ya no pudo tirar más de ella. El hombretón se dejó caer en el tronco del viejo árbol que había en el jardín, con la cabeza de ella apoyada en sus piernas, y puso su mano encima de la de la mujer para mantener la presión. La anchura del tronco del árbol les sirvió de escudo cuando, unos segundos más tarde, la bomba explosionó dentro del coche, hizo añicos los cristales del automóvil y de las ventanas de la casa y propagó una oleada de calor que fue rodando sobre el césped hasta tocar la punta de los pies de ella.
– Aguanta -dijo Bear jadeante-. Aguanta un poco. Vendrán enseguida.
Roger Bowen estaba sentado bebiéndose tranquilamente una cerveza en una esquina del pub Tommy Condon's, en Church Street, allá en Charleston. Tenía el teléfono móvil encima de la mesa. Esperaba recibir una llamada que le confirmase que el predicador se encontraba a salvo y de camino hacia Canadá. Bowen estaba mirando su reloj de pulsera cuando dos jóvenes, que rondaban los treinta años, pasaron junto a él, bromeando y dándose empujones. El que estaba más cerca de Bowen tropezó con la mesa y el móvil se cayó al suelo. Bowen se levantó furioso. El joven le pidió disculpas y puso el teléfono en la mesa. -Jodido gilipollas -le insultó Bowen.