Fire Road estaba cubierta de hojas pardas y amarillas. Era una carretera flanqueada por enormes rocas, detrás de las cuales se alzaban macizos de árboles. Cuando la gente de Faulkner quedó a la vista desde la orilla del lago, la ventanilla del conductor del monovolumen que iba en cabeza se desintegró en un estallido de cristal y de plástico. Las balas abatieron al conductor y el vehículo se abalanzó hacia los árboles. La mujer que estaba a su lado intentó hacerse con el volante para girarlo a la derecha, pero entonces se produjo una nueva ráfaga de disparos que hizo añicos el parabrisas y que agujereó los laterales del vehículo. La puerta trasera se abrió y los que se encontraban dentro intentaron echar a correr para resguardarse, pero cayeron muertos antes de pisar la carretera.
El conductor del segundo monovolumen reaccionó con rapidez. Se mantuvo agachado y apretó el acelerador. Pasó derrapando alrededor del vehículo inutilizado, levantando una nube de hojarasca, y acabó estrellándose de frente contra una de las rocas que había al borde de la carretera. Aturdido, el conductor buscó debajo del salpicadero, sacó una escopeta de cañones recortados y se incorporó justo a tiempo para que una bala disparada por Louis le atravesara el pecho. Se desplomó hacia delante y la escopeta cayó de sus manos.
Mientras tanto, la mujer ya había saltado a la parte trasera del monovolumen, dispuesta a plantar cara. Agarró a Faulkner por el brazo y le dijo que corriera hacia el lago en cuanto ella abriese la puerta. Llevaba un rifle automático H & K G11, capaz de disparar ráfagas de tres descargas, que consistían en un cartucho especial sin funda que era simplemente un trozo de explosivo con una bala incrustada en el centro. Contó de tres a cero, abrió la puerta y empezó a disparar. Delante de ella, un tipo bajito y gordo fue lanzado hacia atrás por el impacto de las descargas y quedó tirado en la carretera, retorciéndose. Cubierto por los disparos de la mujer, Faulkner echó a correr hacia los árboles y las aguas que se encontraban al otro lado. Ella descargó varias ráfagas hacia el borde de la carretera y luego fue tras él. Casi lo había alcanzado cuando notó un impacto en el muslo izquierdo que la hizo caer de bruces. Se dio la vuelta, tiró del cierre para dejar el arma en posición automática y siguió disparando contra los hombres que se acercaban, mientras ellos intentaban ponerse a cubierto apresuradamente. Cuando el rifle se quedó sin munición, lo arrojó a un lado y se dispuso a sacar una pistola. Una mano le tocó el brazo en el preciso instante en que iba a desenfundarla. Volvió la cabeza, pero su brazo pareció moverse unas milésimas de segundo más tarde. Apenas si tuvo tiempo de percatarse del gran diámetro del cañón del arma que le apuntaba a la cara antes de que su vida terminase.
Mary Mason oyó las sirenas y las voces de sus vecinos. Alargó una mano para hacérselo saber al hombretón, pero advirtió que estaba totalmente quieto.
Se echó a llorar.
El camión bajó dando marcha atrás hasta el paraje donde se había producido la emboscada. Abrieron las puertas traseras, bajaron una rampa y metieron en el contenedor los dos monovolúmenes inutilizados, con los cadáveres de sus ocupantes dentro. Dos hombres, que llevaban unas aspiradoras colgadas a la espalda, limpiaron la carretera de sangre y de cristales rotos.
Pero el anciano seguía corriendo a toda velocidad, a pesar de los espinos que le rasgaban los pies y de los ramajos que se le enganchaban en la ropa. Resbaló con las hojas húmedas y, cuando intentó levantarse, empuñando una pistola en la mano derecha, se dio cuenta de que lo estaban rodeando. Se puso de pie justo en el momento en que uno de sus perseguidores salía de entre los árboles y corría para cortarle el paso. Intentó darse la vuelta para dirigirse a un claro del bosque que conducía hacia el norte, pero apareció una segunda figura delante de él y el anciano se detuvo.
Faulkner arrugó la cara, en un gesto que daba a entender que lo reconocía.
– ¿Te acuerdas de mí? -le preguntó Ángel. Empuñaba displicentemente una pistola, con los brazos caídos.
A la derecha de Faulkner, Louis andaba con paso lento sobre la tierra y las piedras. Llevaba también una pistola. Faulkner intentó retroceder y, al darse la vuelta, se topó con mi cara. Levantó el arma. Me apuntó primero a mí, después a Ángel y, por último, a Louis.
– Adelante, reverendo -le dijo Louis, que, con un ojo cerrado, apuntaba ya a Faulkner-. Tú decides.
– Todo el mundo lo sabrá -dijo Faulkner-. Haréis de mí un mártir.
– Nunca te encontrarán, reverendo -le dijo Louis-. Lo único que sabrá la gente es que desapareciste de la faz de la tierra.
Levanté mi pistola. Ángel hizo lo mismo.
– Pero nosotros lo sabremos -le dijo Ángel-. Siempre lo sabremos.
Faulkner intentó volver su pistola contra él, pero antes de que pudiera moverse siquiera le alcanzaron tres disparos simultáneos. El anciano se convulsionó y cayó tumbado boca arriba, mirando al cielo. Por las comisuras de los labios le salían unos hilos de sangre. Los tres nos inclinamos para verlo y el cielo se borró de sus ojos. Abría y cerraba la boca, como si intentase decirnos algo, y se lamía la sangre con la lengua, para después tragársela. Cuando me vio, hizo un movimiento débil con los dedos de la mano derecha.
Lentamente y con precaución, me arrodillé.
– Tu puta está muerta -me susurró, y sus ojos se cerraron por última vez.
Cuando me incorporé y miré hacia arriba, los árboles estaban llenos de cuervos.
Cyrus tenía la boca seca. Y ya se encontraba tan cerca de ella… Nueve metros, quizá diez. Recorrió el filo del cuchillo con los dedos y vio que el perro tiraba con fuerza de la correa, obligando a su dueña a que lo siguiera, distraído por la presencia de los pájaros y de los pequeños roedores que correteaban entre la hierba. Lo que Cyrus no comprendía era por qué había atado al perro. Pensó: déjalo correr. ¿Qué daño puede hacer ese animal?
Seis metros. Sólo unos pasos más. La mujer entró en un bosquecillo que rodeaba una pequeña charca, una antesala del gran bosque que ensombrecía la marisma en dirección norte, y de repente desapareció de su vista. Delante de él, Cyrus oyó que sonaba un móvil. Corrió. Le dolían las piernas cuando llegó a los árboles. Lo primero que vio fue al perro, que estaba atado al tronco podrido de un árbol caído. El animal miró a Cyrus con perplejidad y después dio un ladrido de alegría cuando vio lo que había detrás de él.
Cyrus se volvió y el leño le dio de lleno en la cara, le rompió la nariz y lo empujó, tambaleándose, fuera de la arboleda. Intentó levantar el cuchillo y recibió un golpe en el mismo sitio. El dolor lo cegó. Sintió un vacío debajo de los talones y levantó los brazos para no caerse, aunque al final se desplomó y cayó al agua con gran estrépito. Emergió a la superficie y empezó a chapotear con la intención de alcanzar la orilla, pero Cyrus no estaba hecho para nadar. A la primera brazada le entró el pánico, al darse cuenta de la profundidad del agua. El nivel de las aguas en las marismas de Scarborough iba de metro y medio hasta casi dos metros, pero la gran marea mensual había elevado el nivel a cuatro metros, y en algunos tramos casi a cinco. Cyrus no tocaba fondo con los pies.
Recibió otro golpe en la cabeza y notó que algo se le rompía dentro de ella. Le pareció que le abandonaban las fuerzas, que sus manos y piernas se negaban a moverse. Lentamente, empezó a hundirse, hasta que la parte inferior de su cuerpo se vio rodeada de algas y de ramas caídas y los pies tocaron el lodo del fondo. De su boca salían burbujas de aire, y aquello le animó a hacer un último y desesperado intento por emerger. Tomó impulso y empezó a bracear. Veía la superficie cada vez más cerca a medida que ascendía.
Algo tiró de los pies de Cyrus. Miró hacia abajo, pero sólo vio algas y plantas. Intentó patear para deshacerse de aquello que lo sujetaba, pero sus pies estaban presos en la oscuridad y en la vegetación del fondo, como si las ramas fuesen unos dedos que le atenazaban los tobillos.