Выбрать главу

Manos. Estaba rodeado de manos. Las voces dentro de su cabeza le gritaban y le mandaban mensajes contradictorios mientras iba asfixiándose.

Manos.

Ramas.

Sólo son ramas.

Pero notaba las manos allí abajo. Notaba cómo los dedos tiraban de él, arrastrándolo cada vez más abajo y obligándolo a que se reuniese con ellas. Supo que lo esperaban en las profundidades de las aguas. Las mujeres que se hallaban en los agujeros lo estaban esperando.

Una sombra cayó sobre él. La sangre le manaba copiosamente de la herida que tenía en la cabeza y también de la nariz y de los oídos. Miró hacia arriba y vio que la mujer lo observaba desde la orilla, acompañada del perro, que a su vez escudriñaba las aguas con gesto de perplejidad. La mujer se había quitado los auriculares y los llevaba alrededor del cuello, y algo le dijo a Cyrus que aquellos auriculares estaban mudos desde el momento en que ella se percató de su presencia y empezó a atraerlo hacia el interior de la marisma. Desde el fondo, Cyrus miraba suplicante a la mujer, con la boca abierta, como si le rogase que lo salvara, pero su último aliento se lo llevó la corriente y las aguas se tragaron su cuerpo. Mientras se hundía, levantaba las manos hacia la mujer. El único movimiento que ella hizo fue llevarse la mano derecha al vientre para acariciárselo lenta y rítmicamente, como si quisiera tranquilizar a la criatura que llevaba dentro. Aquella criatura que era consciente de lo que había sucedido fuera de su mundo y que se había convulsionado por ello. El rostro de la mujer no mostraba emoción alguna. No mostraba piedad, ni vergüenza, ni culpabilidad, ni pena. Ni siquiera ira, sólo una impasibilidad que era peor que cualquier ataque de furia que Cyrus hubiese visto o tenido jamás.

Cyrus notó un último tirón en los pies cuando se ahogaba. El agua le inundaba los pulmones y el dolor de cabeza crecía a medida que se quedaba sin oxígeno. Las voces se alzaron en un último crescendo, y después, poco a poco, fueran apagándose. Lo último que vio en este mundo fue a una mujer de piel muy blanca, una mujer imperturbable que se acariciaba con suavidad el vientre para tranquilizar a su hijo aún no nacido.

Epílogo

Los ríos fluyen.

La marea está bajando y las aguas regresan al mar. Las aves migratorias están reunidas. La marisma es un lugar de paso hacia las tundras del ártico, donde anidarán, pero aquí la bajamar les proporciona alimento. Revolotean sobre las aguas y sus sombras parecen metales líquidos sobre los arroyuelos de plata fundida.

Ahora que vuelvo la vista atrás, me doy cuenta del papel que el agua ha representado en todo cuanto ha ocurrido. Los cuerpos que fueron arrojados en Louisiana, sepultados en barriles de petróleo, mudos y perdidos mientras las aguas fluían a su alrededor. Los restos de una familia asesinada aparecieron bajo la hojarasca en una piscina vacía. A los Baptistas de Aroostook los enterraron junto a un lago y hubieron de esperar durante décadas a que los encontrasen y los exhumaran. Addy Jones fue asesinada oyendo oír el fluir de las aguas del río y a Melia Jones la mataron dos veces en una fosa de aguas contaminadas.

Y aún más: a Cassie Blythe la encontraron hecha un ovillo bajo tierra, dentro de un hoyo, junto a la ribera de un río, con los huesos de las manos surcados por la hoja del cuchillo de Cyrus y rodeada por los cuerpos de otras cinco mujeres.

El agua que eternamente fluye hacia el mar. A todos ellos, a cada cual de un modo distinto, les negaron la promesa que les hizo el agua, incapaces de poder atender su llamada, hasta que al final se les permitió seguir su curso hacia la paz eterna que nos sobreviene a todos.

Cyrus Nairn estaba de pie entre los tallos de un campo de espadañas. El camino se abría ante él. Al pasar junto a Cyrus, los que le rodeaban le rozaban como la seda roza la piel. A la vez que sentía y percibía su presencia, podía verlos. Formaban una gran masa de cuerpos, cuerpos que fluían hacia el mar, donde, por último, una ola los absorbió, y su palidez se disolvió en aquella ola, hasta que desaparecieron. Cyrus se quedó inmóvil, como si fuese un baluarte, porque su destino era el mar, pero el mar no lo llamó, como llamó a los otros, a aquellos que recorrieron los caminos blancos a través de la marisma y se adentraron en el océano. Cyrus, por el contrario, vio el viejo coche que marchaba en punto muerto sobre una serpenteante autopista negra que llevaba a la costa, un viejo coche con el parabrisas roto con grietas que formaban una estrella de cristal, un parabrisas en el que se reflejaba el cielo nocturno, hasta que la puerta se abrió y supo que había llegado el momento.

Trepó desde la marisma, irguiéndose entre rocas y metales, y echó a andar hacia el Coupe de Ville que le esperaba, con aquellos cristales ahumados que sólo dejaban ver las veladas siluetas de sus ocupantes. Mientras rodeaba el capó, la ventanilla del conductor se abrió lentamente y vio al hombre que estaba sentado con las manos al volante. Era un hombre calvo que tenía una boca demasiado ancha y que llevaba una gabardina sucia con un agujero rojo e irregular, como si la muerte le hubiese sobrevenido al ser traspasado por una estaca enorme. Una muerte que padecería durante toda la eternidad, porque, cuando Cyrus vio la herida, le pareció que se curaba y que después volvía a abrírsele, y los ojos del hombre se quedaban en blanco en aquella agonía renovada. Aun así, sonrió a Cyrus y lo llamó por señas. Detrás de él, apenas visible, había una niña vestida de negro. Estaba cantando, y Cyrus pensó que tenía una de las voces más bonitas que jamás había oído, un regalo de Dios. De repente, la niña se transformó en mujer, con una herida de bala en la garganta. Y dejó de cantar.

Muriel, pensó Cyrus. Su nombre es Muriel.

Cyrus se hallaba junto a la puerta abierta. Apoyó la mano en ella y miró adentro.