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Inopinadamente, Tenobia soltó una risa y su castrado intentó culebrear, pero ella dominó al animal.

—Me propongo viajar hacia el sur lo más deprisa posible, pero os invito a todos a cenar conmigo en mi campamento esta noche. Podéis hablar con Illeisien y sus amigas, y ver si vuestro parecer coincide con el mío. Quizá mañana podríamos reunirnos a cenar en el campamento de Paitar e interrogar a las amigas de Coladara.

La sugerencia era tan sensata, tan obviamente necesaria, que hubo un acuerdo inmediato. Y entonces Tenobia añadió, como una ocurrencia de última hora:

—Mi tío Kalyan se sentirá honrado si le permites sentarse a tu lado, Ethenielle. Te profesa una gran admiración.

Ethenielle miró hacia Kalyan Ramsin, que permanecía sentado en su caballo detrás de Tenobia, en silencio y apenas sin respirar; sólo fue un vistazo, pero durante un instante aquel hombre canoso y de rasgos aguileños desveló sus ojos y Ethenielle columbró algo que no había visto desde que su Brys había muerto: un varón mirando a una mujer, no a una reina. La impresión fue tan fuerte que la dejó sin respiración. Los ojos de Tenobia pasaron velozmente de su tío a Ethenielle; había gran satisfacción en la leve sonrisa que esbozaba la joven soberana.

La indignación se apoderó de Ethenielle. Aquella sonrisa dejaba todo claro como el agua de un manantial, si es que los ojos de Kalyan no lo habían hecho de sobra. ¿Esa mocosa planeaba casar a aquel tipo con ella? ¿Esa cría se atrevía a…? De pronto, el remordimiento sustituyó a la ira. También ella era joven cuando arregló la boda de su hermana viuda Nazelle; fue un asunto de Estado, pero Nazelle había llegado a amar a lord Ismic a pesar de sus protestas iniciales. Ethenielle se había ocupado de arreglar los matrimonios de otros durante tanto tiempo que nunca había pensado que su unión crearía unos lazos muy fuertes. Volvió a mirar a Kalyan, esta vez con más detenimiento. Su rostro curtido era de nuevo todo corrección, pero ella vio en sus ojos la expresión anterior. Cualquier consorte que eligiera tendría que ser un hombre duro, pero siempre había exigido una oportunidad para el amor en los enlaces de sus hijos, aunque no en los de sus hermanos y hermanas, y no quería menos para sí misma.

—En lugar de perder horas de luz en charlas triviales, pongámonos a lo que hemos venido —dijo, con la voz más entrecortada de lo que habría deseado. Así la Luz le abrasara el alma, era una mujer adulta, no una muchachita a la que le presentan un posible pretendiente por primera vez—. ¿Y bien? —demandó. En esta ocasión, su tono sonó adecuadamente firme.

Todos los acuerdos se habían llevado a cabo en aquellas cartas codificadas, y los planes habrían de modificarse conforme viajaran hacia el sur y las circunstancias cambiaran. Esta reunión tenía realmente un único propósito, una sencilla y antigua ceremonia de las Tierras Fronterizas que sólo se había celebrado siete veces en todos los años transcurridos desde el Desmembramiento. Una ceremonia que los comprometería mucho más que cualesquiera palabras, por trascendentes que fueran. Los soberanos aproximaron sus monturas mientras los otros se retiraban.

Ethenielle siseó cuando su cuchillo le cortó la palma izquierda. Tenobia se echó a reír y se hizo una incisión en la suya. Por la nula reacción de Paitar y Easar habríase dicho que se habían sacado una astilla. Cuatro manos se tendieron y se unieron, ciñéndose, mezclando la sangre, que goteó en el terroso suelo.

—Somos uno, hasta la muerte —entonó Easar.

—Somos uno, hasta la muerte —repitieron los otros.

Ahora estaban obligados por la sangre y la tierra. Tenían que encontrar a Rand al’Thor. Y hacer lo que debía hacerse. A cualquier precio.

Una vez que se hubo asegurado de que Turanna podía sentarse en el cojín sin ayuda, Verin se levantó y dejó a la alicaída hermana Blanca bebiendo sorbos de agua. O intentándolo, al menos. Los dientes de Turanna castañeteaban contra la copa de plata, cosa que no era de extrañar. La lona de acceso a la tienda era tan baja que Verin tuvo que doblarse para sacar la cabeza. El agotamiento le taladró la espalda al agacharse; no temía a la temblorosa mujer que tenía detrás, envuelta en su tosco ropaje de lana negra. Verin asía su escudo con firmeza, y dudaba que a Turanna le quedara en ese momento fuerza suficiente en las piernas para plantearse la posibilidad de saltar sobre ella, aun en el caso de que una idea tan increíble se le pasara por la cabeza. Las Blancas no razonaban así, sencillamente. A decir verdad, en las condiciones en que se hallaba, Turanna difícilmente sería capaz de encauzar en varias horas, aunque no estuviese escudada.

El campamento Aiel se extendía por las colinas que ocultaban Cairhien; las tiendas de colores terrosos llenaban los huecos existentes entre los contados árboles que aguantaban de pie tan cerca de la ciudad. Tenues nubes de polvo flotaban en el aire, pero ni el polvo ni el calor ni el fulgor abrasador del sol molestaban en absoluto a los Aiel. El ajetreo entre las tiendas no tenía nada que envidiar al de cualquier ciudad. Desde su posición, Verin veía hombres descuartizando piezas de caza o remendando tiendas, afilando cuchillos o elaborando las flexibles botas que todos calzaban; mujeres cocinando en lumbres, asando, trabajando en pequeños telares, cuidando de los pocos niños que había en el campamento. Por doquier, los gai’shain de ropas blancas iban aprisa de aquí para allí cargados con bultos o se afanaban sacudiendo alfombras o atendían a los animales de carga. No había vendedores ambulantes ni tenderos. Ni carros ni carretas, por supuesto. ¿Una ciudad? Más bien parecía un millar de aldeas agrupadas en un mismo lugar, aunque el número de hombres superaba con creces al de mujeres y, con excepción de los herreros martilleando en sus yunques, casi todos los hombres que no vestían de blanco llevaban armas. También iba armada la mayoría de las mujeres.

En número ciertamente igualaban a una gran urbe, más que suficientes para envolver por completo a unas pocas Aes Sedai prisioneras, pero aun así Verin localizó a una mujer de negro que caminaba pesadamente a menos de cincuenta pasos de distancia, luchando denodadamente para arrastrar una pila de piedras, de casi un metro de altura, amontonadas sobre una piel de vaca. La profunda capucha le ocultaba el rostro, pero nadie en el campamento salvo las cautivas vestía aquellas ropas negras. Una Sabia caminaba cerca de ella, irradiando Poder mientras mantenía escudada a la prisionera, en tanto que dos Doncellas flanqueaban a la hermana y utilizaban varas para azuzarla cada vez que vacilaba. Verin se preguntó si aquella escena no estaría destinada a sus ojos. Esa misma mañana se había cruzado con una Coiren Saeldain de mirada demente, chorreando sudor, con una Sabia y dos altos Aiel de escolta, y la espalda doblada bajo el peso de un enorme cesto lleno de arena mientras subía una cuesta. La víspera había sido Sarene Nemdhal; la habían puesto a pasar agua con las manos de un cubo a otro, urgiéndola para que se apresurara y luego dándole un varazo por cada gota que se le caía debido a las prisas. Sarene había robado un instante para preguntarle a Verin por qué, aunque no como si esperara una respuesta. Ni que decir tiene que Verin no había tenido tiempo de darle ninguna antes de que las Doncellas obligaran a Sarene a reanudar su inútil trabajo.

Reprimió un suspiro. Para empezar, no podía hacerle gracia que se diera ese trato a unas hermanas, cualquiera que fuere la razón, y en segundo lugar, era obvio que un gran número de Sabias quería… ¿Qué? ¿Que supiera que ser Aes Sedai allí no contaba para nada allí? Ridículo. Tal cosa se había dejado bien clara hacía días. ¿Quizás una advertencia de que en cualquier momento podían ponerle las ropas negras? Por el momento se creía a salvo de eso, al menos, pero las Sabias ocultaban muchos secretos que aún debía desentrañar, siendo el menos importante cómo funcionaba su jerarquía. Sí, el más pequeño sin duda y, sin embargo, de él dependían la vida y una piel intacta. Unas mujeres que daban órdenes a veces las recibían de las mismas a las que antes habían ordenado, y luego las cosas volvían a cambiar, todo ello sin guardar pautas ni razones que ella pudiese discernir. Sin embargo, nadie mandaba a Sorilea, y en eso radicaba la seguridad. Hasta cierto punto.