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—Perdonadme, Sabia —musitó sumisamente. ¡Huida! Las circunstancias lo dejaban todo claro, al menos para ella, si no para los Aiel—. La aprensión debe de haberme ofuscado. —Lástima que no hubiese un modo de asegurarse de que Katerine sufriera un accidente fatal—. Haré todo lo posible para recordarlo en el futuro. —Ni siquiera un pestañeo denotó que Aerin aceptaba sus excusas—. ¿Puedo hacerme cargo de su escudo, Sabia?

Aerin asintió sin mirar a Tialin, y Verin abrazó la Fuente de inmediato, tomando el escudo que Tialin había soltado. No dejaba de sorprenderle que mujeres incapaces de encauzar dieran órdenes a otras que sí podían hacerlo. Tialin no era mucho más débil que ella en el Poder y, sin embargo, trataba a Aerin casi con tanta cautela como las dos Doncellas, y cuando éstas salieron apresuradamente de la tienda, obedeciendo a un ademán de Aerin y dejando a Beldeine tambaleándose donde estaba de pie, Tialin las siguió.

Aerin, sin embargo, no se marchó de inmediato.

—No hablarás al Car’a’carn de Katerine Alruddin —dijo—. Ya tiene demasiadas cosas en que pensar para que también se preocupe por nimiedades.

—No le diré nada sobre ella —se apresuró a aceptar Verin. ¿Nimiedades? Una Roja con la fuerza de Katerine no era una nimiedad. Quizás una nota. Era un asunto para meditarlo más detenidamente.

—Asegúrate de mantener la boca cerrada, Verin Mathwin, o la utilizarás para gritar.

No había nada que decir a ese último comentario, así que la Aes Sedai se concentró en mostrar humildad y docilidad e hizo otra reverencia. Las rodillas empezaban a crujirle.

Una vez que Aerin se hubo marchado, Verin se permitió soltar un suspiro de alivio. Había temido que la Sabia tuviera intención de quedarse. Conseguir permiso para estar a solas con las prisioneras había exigido casi tanto esfuerzo como lograr que Sorilea y Amys decidiesen que tenían que ser interrogadas y por alguien familiarizado con la Torre Blanca. Si alguna vez descubrían que las había encaminado hacia esa decisión… En fin, una cosa más de la que preocuparse en otro momento; se le estaban amontonando, al parecer.

—Hay agua suficiente para que te laves la cara y las manos, al menos —dijo suavemente a Beldeine—. Y si quieres, te Curaré.

Todas las hermanas con las que se había entrevistado tenían unos cuantos verdugones en el mejor de los casos. Los Aiel no golpeaban a los prisioneros salvo por derramar agua o eludir una tarea —las palabras de desafío más altaneras eran recibidas, si acaso, con risas desdeñosas— pero a las mujeres de negro se las trataba como animales: un toque con la vara para que echaran a andar o para que giraran o se pararan, y un golpe más fuerte si no obedecían con la suficiente rapidez. Además, la Curación hacía más fáciles otras cosas.

Sudorosa, polvorienta, tambaleándose como un junco mecido por el viento, Beldeine apretó los labios.

—¡Antes prefiero morir desangrada a que me cures tú! —barbotó—. ¡Quizá debería haber esperado verte arrastrándote ante estas espontáneas, estas salvajes, pero jamás pensé que caerías tan bajo como para revelar secretos de la Torre! ¡Eso se equipara a la traición, Verin! ¡A la rebelión! —gruñó con desprecio—. ¡Supongo que si tal cosa no te ha asustado, estarás dispuesta a cualquier cosa! ¿Qué más les habéis enseñado tú y las otras, además de coligarse?

Verin chasqueó la lengua con irritación, sin molestarse en poner en su sitio a la mujer más joven. El cuello le dolía de tener que mirar hacia arriba a las Aiel —de hecho, incluso Beldeine era un palmo más alta que ella—, tenía machacadas las rodillas de tanto hacer reverencias, y demasiadas mujeres que deberían haber sabido a qué atenerse la habían tratado con ciego desprecio y absurdo orgullo en ese día. ¿Quién mejor que una Aes Sedai para entender que una hermana tenía que mostrar muchas caras distintas al mundo? No se podía ir intimidando a la gente siempre ni coaccionándola. Además, era mucho mejor actuar como una novicia que ser castigada como tal, sobre todo cuando sólo reportaba dolor y humillación. Hasta Kiruna tuvo que ver la sensatez de tal comportamiento.

—Siéntate antes de que te desplomes —dijo, siguiendo su propio consejo—. Deja que adivine en qué te han tenido ocupada hoy. A juzgar por todo ese polvo, diría que cavando un agujero. Con las manos. ¿O te permitieron utilizar una cuchara? Cuando decidan que lo has terminado, harán que vuelvas a llenarlo, ¿sabes? Bien, seguiré deduciendo. Todas las partes de tu cuerpo que hay a la vista están mugrientas, pero no esa ropa negra que llevas, así que supongo que te han hecho cavar en cueros. ¿De verdad no quieres que te cure? Las quemaduras del sol pueden ser muy dolorosas. —Llenó otra copa de agua y la desplazó a través de la tienda con un flujo de Aire hasta situarla delante de Beldeine—. Debes de tener seca la garganta.

La joven Verde contempló la copa un instante y luego, bruscamente, las piernas le fallaron y cayó sobre un cojín al tiempo que soltaba una risa amarga.

—Me… «dan de beber» con frecuencia. —Volvió a reírse, aunque Verin no veía la gracia—. Tanto como quiera, siempre y cuando pueda tragarme toda el agua. —Observó a Verin con expresión enfadada mientras hacía una pausa y luego prosiguió en voz tensa—. Ese vestido te queda muy bien. Quemaron el mío; las vi hacerlo. Me arrebataron todo salvo esto. —Tocó el anillo dorado de la Gran Serpiente que llevaba en el índice de la mano izquierda, una banda brillante entre el polvo y la mugre—. Supongo que no tuvieron valor para llegar a eso. Sé lo que intentan hacer, Verin, y no funcionará. ¡Ni conmigo ni con ninguna de nosotras!

Todavía seguía con la guardia alzada. Verin dejó la copa en el suelo alfombrado, al lado de Beldeine, y luego cogió la suya y bebió un sorbo antes de hablar.

—¿De veras? ¿Y qué es lo que intentan hacer?

En esta ocasión, la risa de la otra mujer sonó crispada además de ronca.

—¡Doblegarnos, quebrantarnos, y tú lo sabes! Hacernos prestar juramento a al’Thor, como lo hiciste tú. Oh, Verin, ¿cómo pudiste? ¡Jurar fidelidad! ¡Y, lo que es peor, a un hombre, a él! Aunque fueses capaz de rebelarte contra la Sede Amyrlin, contra la Torre Blanca… —El modo en que dijo aquello hizo que pareciera casi la misma cosa—. ¿Cómo pudiste hacer algo así?

Por un instante Verin se preguntó si las cosas irían mejor si las mujeres entonces prisioneras en el campamento Aiel hubiesen sido atrapadas como le ocurrió a ella, una astilla en el torbellino de los giros ta’veren de Rand al’Thor, las palabras saliendo de su boca antes de formarse en su cerebro. No palabras que jamás habría pronunciado en contra de su propia voluntad —así no era como funcionaba la influencia ta’veren— sino palabras que posiblemente habría dicho una vez entre mil bajo esas circunstancias, o una vez entre diez mil. No, las discusiones sobre si juramentos prestados de ese modo tenían que cumplirse habían sido largas y acaloradas, y los argumentos sobre cómo mantenerlos aún seguían. No, era mucho mejor que las cosas no fueran distintas. Con gesto ausente toqueteó una forma abultada que se marcaba dentro de su escarcela, un pequeño broche, una piedra translúcida tallada de manera que parecía un lirio con demasiados pétalos. Jamás lo llevaba puesto, pero lo había tenido a su alcance en todo momento durante casi cincuenta años.

—Eres da’tsang, Beldeine. Debes de haberlo oído. —No necesitaba el seco cabeceo de la otra mujer, ni explicar que la figura del ser abyecto era parte de la ley Aiel, como pronunciando sentencia. Eso lo sabía, aunque poco más—. Tus ropas y todo lo demás combustible se quemó porque ningún Aiel se quedaría con algo que antes perteneció a un da’tsang. El resto se cortó en trozos o se machacó, incluso las joyas que llevaras en ese momento, y luego se enterró en una fosa excavada para letrinas.