– Ahí la tenés. La Biblioteca, anunció el taxista.
Condujo el vehículo por la calle Agüero, se detuvo junto a una escalinata de mármol y le indicó que subiera por una rampa hacia la torre.
– Fijáte en el letrero de la entrada, que te confirma el destino, dijo.
– ¿Could you please wait just one minute?, pidió Grete.
En lo alto de la rampa había una terraza interrumpida por una pirámide trunca, coronada por un extractor de aire. Que el ómnibus del McDonald's no hubiera llegado acentuaba la sensación de vacío y deserción de las cosas. Sólo percibía lo que no estaba y, por lo tanto, ni siquiera se percibía a ella misma. Desde uno de los parapetos de la terraza observó los jardines de enfrente y las estatuas que interrumpían el horizonte. Se trataba de la Biblioteca, la indicación era inequívoca. Sin embargo, la embargaba un sentimiento de extravío. En algún momento de la mañana, tal vez cuando se desplazó sin saber cómo de la calle Florida a la de Lavalle, todos los puntos de la ciudad se le habían enredado. Hasta los mapas que había visto la tarde anterior eran confusos, porque el oeste correspondía invariablemente al norte, y el centro estaba volcado sobre la frontera este.
El taxista se le acercó sin que ella lo advirtiera. Una brisa ligera alborotaba su pelo, ahora enhiesto, electrizado.
– Fijáte allá, a la izquierda, le señaló.
Grete siguió el derrotero de la mano.
– Aquélla es la estatua del papa Juan Pablo II, y la otra, sobre la avenida, la de Evita Perón. También hay un mapa del barrio, ¿ves?, la Recoleta, con el cementerio a un costado.
Entendía los nombres: el papa, ¿the Pope?, Evita. Sin embargo, las figuras eran incongruentes con el lugar. Ambas estaban de espaldas al edificio y a todos sus significados. ¿Sería aquélla, en verdad, la Biblioteca? Ya estaba habituándose a que las palabras estuvieran en un lugar y lo que querían decir en cualquier otro.
Trató de explicar, por señas, su desorientación y su despojo. El lenguaje era insuficiente para exponer algo tan simple, y los movimientos de las manos, más que aclarar los hechos, tendían a modificarlos. Una voz animal habría sido más clara: la emisión de sonidos no modulados que indicaran desesperación, orfandad, pérdida. -Ex Biblouteca, -repetía Grete. Ex, Ex.
– Pero si esto es la Biblioteca, decía el chofer. ¿No ves que estamos acá?
Dos horas más tarde, ante la entrada de la pensión de la calle Garay, mientras contaba la historia a sus compañeros de excursión y yo iba resumiéndola para la encargada y el Tucumano, Grete seguía sin determinar en qué momento habían empezado a entenderse. Fue como un súbito pentecostés, dijo: el don de lenguas descendió y los iluminó por dentro. Tal vez le había señalado al taxista alguna piedra de Roseta en el mapa, tal vez éste supo que la palabra Borges descifraría los códigos y adivinó que la Biblioteca buscada era la extinta y exánime, la ex, una ciudad sin libros que languidecía en el remoto sur de Buenos Aires. Ah, es la otra, le había dicho el joven. Más de una vez he llevado músicos a ese lugar: he llevado violines, clarinetes, guitarras, saxos, fagots, gente que está exorcizando el fantasma de Borges porque él, como vos ya sabrás, era un ciego musical, no distinguía a Mozart de Haydn y detestaba los tangos. No los detestaba, dije, corrigiéndole el dato a Grete cuando lo repitió. Sentía que la inmigración genovesa los había pervertido. Borges ni siquiera apreciaba a Gardel, le había informado el taxista. Una vez fue al cine a ver La ley del hampa, de Josef von Sternberg, en la época que se ofrecían números vivos entre una y otra película. Gardel iba a cantar en ese intervalo y Borges, irritado, se levantó y se fue. Eso es verdad: no le interesaba Gardel, le dije a Grete. Habría preferido oír a uno de esos improvisadores que cantaban en las pulperías de las afueras a comienzos del siglo XX, pero cuando Borges regresó de su largo viaje a Europa, en 1921, ya no quedaba ni uno que valiera la pena.
Los naufragios de Grete aquella mañana eran para ella, ahora, razones de celebración. Había visto en el taxi, dijo, otra Buenos Aires: una muralla de ladrillos rojos más allá de la cual se erguían flores de mármol, compases masónicos, ángeles con trompetas, ahí tiene usted el laberinto de los muertos -le había dicho el joven del pelo enmarañado-, han enterrado todo el pasado de la Argentina bajo ese mar de cruces, y sin embargo, a la entrada de aquel cementerio -contó Grete-, había dos árboles colosales, dos gomeros surgidos de algún manglar sin edad, que desafiaban al tiempo y sobrevivirían a la destrucción y a la desdicha, sobre todo porque las raíces se trenzaban en lo alto y buscaban la luz del cielo, los cielos de Escandinavia jamás eran tan diáfanos. Todavía estaba Grete contemplándolo cuando el taxi se desvió por calles tediosas y desembocó en una plaza triangular a la que daban tres o cuatro palacios copiados de los que se veían en la avenue Foch, por favor párese aquí un momento, había rogado Grete, mientras observaba las lujosas ventanas, las veredas sin nadie y el claro cielo arriba. Fue entonces cuando se acordó de una novela de George Orwell, Subir en busca de aire, que había leído en la adolescencia, en la que un personaje llamado George Bowling se describía así: "Soy gordo, pero delgado por dentro. ¿Nunca se les ha ocurrido pensar que hay un hombre delgado dentro de cada gordo, así como hay una estatua en cada bloque de piedra?". Eso es Buenos Aires, se dijo en aquel momento Grete y nos lo repitió más tarde: un delta de ciudades abrazado por una sola ciudad, breves ciudades anoréxicas dentro de esta obesa majestad única que consiente avenidas madrileñas y cafés catalanes junto a pajareras napolitanas y templetes dóricos y mansiones del Rive Droite, más allá de todo lo cual -le había insistido el taxista- están sin embargo el mercado de hacienda, el mugido de las reses antes del sacrificio y el olor a bosta, es decir el relente de la llanura, y también una melancolía que no viene de parte alguna sino de acá, de la sensación de fin del mundo que se siente cuando se mira los mapas y se advierte cuán sola está Buenos Aires, cuán a trasmano de todo.
– Cuando entramos a la avenida 9 de Julio y vimos el obelisco en el centro, me dio tristeza pensar que dentro de dos días tendremos que irnos, -dijo Grete. Si pudiera nacer otra vez, elegiría Buenos Aires y no me movería de aquí aunque volvieran a robarme la billetera con cien pesos y la licencia de conducir de Helsingor porque puedo vivir sin eso pero no sin la luz del cielo que he visto esta mañana. Había llegado a la Biblioteca Nacional de Borges, en la calle México, casi al mismo tiempo que sus fatigados compañeros. También allí debieron conformarse con la fachada, inspirada en el renacimiento milanés. Cuando la cicerone tuvo al grupo reunido en la vereda de enfrente, entre baldosas rotas y cagadas de perros, informó que el edificio, terminado en 1901, estuvo originalmente destinado a los sorteos de la lotería y por eso abundaba en ninfas aladas de ojos ciegos que representaban el azar y grandes bolilleros de bronce.
A la telaraña de las estanterías se ascendía por laberintos circulares que desembocaban, cuando se sabía llegar, en un corredor de techos bajos, contiguo a una cúpula abierta sobre el abismo de libros. La sala de lectura había sido privada de sus mesas y lámparas hacía más de una década, y el recinto servía ahora para los ensayos de las orquestas sinfónicas. "Centro Nacional de Música", rezaba el cartel de la entrada, junto a las desafiantes puertas. Sobre la pared de la derecha, había una inscripción pintada con aerosol negro "La democracia dura lo que dura la obediencia". La hizo un anarquista, -dijo la cicerone, despectiva. Fíjense que la firmó con una A dentro de una circunferencia.