La desaparición de Felicitas Alcántara sucedió el último mediodía de 1899. Acababa de cumplir catorce años y su belleza era famosa desde antes de la adolescencia. Alta, de modales perezosos, tenía unos ojos tornasolados y atónitos, que envenenaban al instante con un amor inevitable. La habían pedido muchas veces en matrimonio, pero sus padres consideraban que era digna sólo de un príncipe. A fines del siglo XIX no llegaban príncipes a Buenos Aires. Faltaban aún veinticinco años para que aparecieran Umberto de Saboya, Eduardo de Windsor y el maharajá de Kapurtala. Los Alcántara vivían, por lo tanto, en una voluntaria reclusión. Su residencia borbónica, situada en San Isidro, a orillas del Río de la Plata, estaba ornada, como el Palacio de Aguas, por cuatro torres revestidas de pizarra y carey. Eran tan ostentosas que en los días claros se las podía distinguir desde las costas del Uruguay.
El 31 de diciembre, poco después de la una de la tarde, Felicitas y sus cuatro hermanas menores se refrescaban en las aguas amarillas del río. Las institutrices de la familia las vigilaban en francés. Eran demasiadas y no conocían las costumbres del país. Para entretenerse, escribían cartas a sus familias o se contaban infortunios de amor mientras las niñas desaparecían de la vista, en los juncales de la playa. Desde los fogones de la casa llegaba el olor de los lechones y pavos que estaban asándose para la comida de medianoche. En el cielo sin nubes volaban los pájaros en ráfagas desordenadas, acometiéndose a picotazos. Una de las institutrices comentó como al pasar que, en el pueblo gascón de donde provenía, no había presagio peor que la ira de los pájaros.
A la una y media, las niñas debían recogerse para dormir la siesta. Cuando las llamaron, Felicitas no apareció. Se avistaban algunos veleros en el horizonte y bandadas de mariposas sobre las aguas tiesas y calcinadas. Durante largo rato las institutrices buscaron en vano. No temían que se hubiera ahogado, porque era una nadadora resistente que conocía a la perfección las tretas del río. Pasaron botes con frutas y hortalizas que volvían de los mercados y, desde la orilla, las desesperadas mujeres les preguntaron a gritos si habían visto a la joven distraída internándose aguas adentro. Nadie les hizo caso. Todos estaban celebrando el Año Nuevo desde temprano y remaban borrachos. Así pasaron tres cuartos de hora.
Esa pérdida de tiempo fue fatal, porque Felicitas no apareció aquel día ni los siguientes, y los padres siempre creyeron que, si les hubieran avisado en seguida, habrían encontrado algún rastro. No bien amaneció el 1° de enero del año 1900, varias patrullas de policía peinaron la región desde las islas del Tigre a las barrancas de Belgrano, enturbiando la paz del verano. La búsqueda fue comandada por el feroz coronel y comisario Ramón L. Falcón, que se volvería célebre en 1909 al dispersar en la plaza Lorca una manifestación de protesta contra los fraudes electorales. En la refriega murieron ocho personas y otras diecisiete quedaron heridas de gravedad. Seis meses más tarde, el joven anarquista ruso Simón Radowitzky, que había salido ileso por milagro, se vengó del comisario aniquilándolo con una bomba lanzada al paso de su carruaje. Radowitzky purgó su crimen durante veintiún años en la prisión de Ushuahia. A Falcón lo inmortaliza hoy un monumento de mármol a dos cuadras del atentado.
El comisario era notable por su tenacidad y olfato. Ninguno de los casos que se le encomendaron había quedado sin resolver, hasta la desaparición de Felicitas Alcántara. Cuando no disponía de culpables los inventaba. Pero en esta ocasión carecía de sospechosos, de cadáver y hasta de un delito explicable. Sólo existía un móvil clarísimo que nadie se atrevía a mencionar: la turbadora belleza de la víctima. Algunos lancheros creían haber visto, la tarde de fin de año, a un hombre mayor, fornido, de orejas grandes y bigotes de manubrio, que escrutaba la playa con catalejos desde un bote de remos. Uno de ellos dijo que el curioso tenía dos enormes verrugas junto a la nariz, pero nadie concedió importancia a esas identificaciones, porque coincidían con los rasgos del propio coronel Falcón.
Buenos Aires era entonces una ciudad tan espléndida que Julet Huret, el corresponsal de Le Figaro, escribió al desembarcar que le recordaba a Londres por sus estrechas calles rebosantes de bancos, a Viena por sus carruajes de dos caballos, a París por sus aceras espaciosas y sus cafés con terrazas. Las avenidas del centro estaban iluminadas con lámparas incandescentes que solían explotar al paso de los transeúntes. Se excavaban túneles para los trenes urbanos. Dos líneas de tranvías eléctricos circulaban desde la calle del Ministro Inglés hasta los Portones de Palermo y desde Plaza de Mayo a Retiro. Esos estrépitos afectaban los cimientos de algunas casas y hacían pensar a los vecinos en la inminencia del fin del mundo. La capital abría a los visitantes ilustres la puerta de sus palacios. El más alabado era el de Aguas, pese a que, según el poeta Rubén Darío, copiaba la imaginación enferma de Luis II de Baviera. Hasta 1903, el palacio carecía de vigilantes. Como el único tesoro del lugar eran las galerías de agua y no había peligro de que alguien las robara, el gobierno consideraba inútiles los gastos de seguridad. Fue preciso que desaparecieran algunos adornos de terracota importados de Inglaterra para que se contratara un servicio de guardianes.
El agua de Buenos Aires era extraída por unos grandes sifones que estaban frente al barrio de Belgrano, a dos kilómetros de la costa, y llevada a través de túneles subfluviales hasta los depósitos de Palermo, donde se filtraban las heces y se añadían sales y cloro. Tras la purificación, una red de cañerías la impulsaba hacia el palacio de la avenida Córdoba. El comisario Falcón mandó vaciar las cañerías y sondearlas en busca de indicios, por lo que las zonas más desvalidas de la ciudad quedaron sin agua en aquel tórrido febrero del año 1900.
Pasaron meses sin noticias de Felicitas. A mediados de 1901 aparecieron frente al portal de los Alcántara panfletos con mensajes insidiosos sobre el destino de la víctima. Ninguno aportaba la menor pista. La Felicidad era virgen. Ya no, decía uno. Y otro, más perverso: Montársela a Felicitas cuesta un peso en el quilombo de Junín al 2300. Esa dirección no existía.
El cuerpo de la adolescente fue descubierto una mañana de abril de 1901, cuando el sereno del palacio de Aguas se presentó a limpiar la vivienda asignada para su familia en el ala suroeste del palacio. La niña estaba cubierta por una ligera túnica de hierbas del río y tenía la boca llena de guijarros redondos que, al caer al suelo, se convirtieron en polvo. Contra lo que habían especulado las autoridades, seguía tan inmaculada como el día en que vino al mundo. Sus ojos bellísimos estaban congelados en una expresión de asombro, y la única señal de maltrato era un oscuro surco alrededor del cuello dejado por la cuerda de guitarra que había servido para estrangularla. Junto al cadáver estaban los restos de la fogata que debió encender el asesino y un pañuelo de hilo finísimo y color ya indefinido, en el que aún se podían leer las iniciales RLF. La noticia alteró profundamente al comisario Falcón, porque aquellas iniciales eran las suyas y se daba por seguro que el pañuelo pertenecía al culpable. Hasta el fin de sus días sostuvo que el secuestro y la muerte de Felicitas Alcántara eran una venganza contra él, e imaginó la hipótesis imposible de que la niña había sido llevada en bote hasta el depósito de Palermo, ahorcada allí mismo y arrastrada por las cañerías hasta el palacio de la calle Córdoba. Falcón jamás arriesgó una palabra sobre los móviles del crimen, tanto más indescifrables desde que el sexo y el dinero quedaron descartados.