Poco después del hallazgo del cuerpo de Felicitas, los Alcántara vendieron sus posesiones y se expatriaron a Francia. Los vigilantes del Palacio de Aguas se negaron a ocupar la vivienda del rectángulo suroeste y prefirieron la casa de chapas que el gobierno les ofreció a orillas del Riachuelo, en uno de los rincones más insalubres de la ciudad. A fines de 1915, el presidente de la República en persona ordenó que las habitaciones malditas fueran clausuradas, lacradas y borradas de los inventarios municipales, por lo que en todos los planos del palacio posteriores a esa fecha aparece un vacío desparejo, que sigue atribuyéndose a un defecto de construcción.
En la Argentina existe la costumbre, ya secular, de suprimir de la historia todos los hechos que contradicen las ideas oficiales sobre la grandeza del país. No hay héroes impuros ni guerras perdidas. Los libros canónicos del siglo XIX se enorgullecen de que los negros hayan desaparecido de Buenos Aires, sin tomar en cuenta que aun en los registros de 1840 una cuarta parte de la población se declaraba negra o mulata. Con intención similar, Borges escribió en 1972 que la gente se acordaba de Evita sólo porque los diarios cometían la estupidez de seguir nombrándola. Es comprensible, entonces, que si bien la esquina suroeste del Palacio de Aguas se podía ver desde la calle, la gente dijera que ese lugar no existía.
El relato de Alcira me hizo pensar que Evita y la niña Alcántara convocaron las mismas resistencias, una por su belleza, la otra por su poder. En la niña, la belleza era intolerable porque le daba poder; en Evita, el poder era intolerable porque le daba conocimiento. La existencia de ambas fue tan excesiva que, como los hechos inconvenientes de la historia, se quedaron sin un lugar verdadero. Sólo en las novelas pudieron encontrar el lugar que les correspondía, como les ha sucedido siempre en la Argentina a las personas que tienen la arrogancia de existir demasiado.
TRES
Noviembre 2001
La pensión era silenciosa de día y ruidosa de noche, cuando los inquilinos de la pieza contigua se enzarzaban en sus peleas interminables y la chiquillería lloraba. Me resigné, por lo tanto, a escribir mi disertación en otra parte. Todos los días, desde la una a las seis de la madrugada, ocupaba una mesa del café Británico, frente al parque Lezama. Estaba a pocos pasos de mi alborotada vivienda y no cerraba jamás. A través de las ventanas fileteadas me entretenía a veces contemplando las sombras de los jardines en ruinas y los bancos ahora ocupados por familias sin techo. En uno de esos bancos, la primavera de 1944, Borges había besado por primera vez a Estela Canto después de haberle mandado, el día antes, una encendida carta de amor:
I am in Buenos Aires, I shall see you tonight, I shall see you tomorrow, I know we shall be happy together (happy and drifting and sometimes speechless and most gloriously silly),
avergonzado sin embargo de su ardor incontrolable, "Estoy en Buenos Aires, te veré esta noche, te veré mañana, sé que seremos felices juntos (felices, dejándonos llevar, a veces sin habla y muy gloriosamente idiotas) ". Borges tenía entonces cuarenta y cinco años, pero sus sentimientos se expresaban con terror y torpeza. Aquella noche había besado a Estela en uno de los bancos y luego había vuelto a besarla y abrazarla en el anfiteatro que daba a la calle Brasil, frente a las cúpulas de la Iglesia Ortodoxa Rusa.
Hugo Wast, novelista de catolicismo furibundo, que acababa de ser nombrado ministro de justicia, decidió censurar todo lo que el Vaticano consideraba inmoral -la idea de sexo, en primer lugar-, porque allí creía ver el origen de la decadencia argentina. Se encarnizó con los tangos, cuyos versos obscenos ordenó cambiar por otros más píos, y lanzó a los policías de Buenos Aires a cazar las parejas que se acariciaban en la calle.
Borges y Estela fueron una presa fácil. En el anfiteatro solitario, a la luz de la luna, sus siluetas abrazadas eran un llamativo reflector. Un vigilante de la comisaría 14 surgió de repente ante ellos, "como caído del cielo", contaría después Estela, y les pidió los documentos de identidad. Ambos los habían olvidado. Los arrestaron y los sentaron en un patio, junto a otros vagabundos, hasta las tres de la madrugada.
Conocí la historia por Sesostris Bonorino, quien estaba al tanto de algunos detalles nimios. Sólo después imaginé de dónde los había sacado. Sabía que aquella noche Estela llevaba en su cartera un paquete de cigarrillos Condal y que había fumado dos de los nueve que le quedaban; podía describir el contenido de los bolsillos del saco de Borges, que ocultaban un lápiz, dos caramelos, varios billetes color herrumbre de un peso, y un papel en el que había copiado un verso de Wats:
("Busco la cara que tuve / antes de que el mundo existiera").
Una noche, cuando salía hacia el café Británico, oí que me chistaban desde el sótano. Bonorino estaba de rodillas en el cuarto o quinto peldaño de la escalera, pegando fichas en la baranda. Era achaparrado y calvo como una cebolla, carecía de cuello y tenía los hombros tan alzados que era difícil discernir si llevaba una mochila o lo deformaba una giba. Poco tiempo antes, al verlo a la luz del día, me había impresionado también su amarillez casi traslúcida. Parecía afable, y a mí me trataba con deferencia, quizá porque estaba de paso y porque compartía su pasión por los libros. Quería que le prestara por unas horas Through the Labyrinth, el pesado volumen editado por Prestel que llevaba en mi equipaje.
– No necesito leerlo, porque ya sé todo que dice, -se jactó. Sólo quiero estudiar las figuras.
Me dejó desconcertado y por algunos segundos no pude contestar. Nadie en la pensión había visto el libro de Prestel, que seguía intocado en mi valija. También me parecía improbable que lo hubiera leído, porque lo habían publicado menos de un año atrás en Londres y Nueva York. Además, pronunciaba Through con la fonética del castellano. Me pregunté si Enriqueta, cuando limpiaba el cuarto, escrutaría también mis intimidades.
– Me alegra tener un vecino que sepa hablar inglés, le dije, en inglés. Por su expresión indiferente, advertí que no había entendido una palabra.
– Estoy preparando una enciclopedia patria, -respondió. Si no le importa, quisiera que un día me explique algunos métodos anglosajones de trabajo. Me han hablado mucho del Oxford y del Webster, pero no estoy capacitado para leerlos. Sé más cosas de las que un hombre normal sabe a mi edad, pero lo que he aprendido es lo que nadie enseña.
– ¿Para qué le sirve el libro de Prestel, entonces?. Los laberintos que aparecen ahí están hechos para confundir, no para aclarar.
– Yo no estaría tan seguro. Para mí, son un camino que no permite retroceder, o una manera de moverse sin abandonar el mismo punto. Al ver la imagen de un laberinto creemos, por error, que su forma está dada por las líneas que lo dibujan. Es al revés: la forma está en los espacios blancos entre esas líneas. ¿Me prestará el vademécum?
– Por supuesto, -le dije. Se lo voy a traer mañana.
Habría regresado a mi pieza para buscarlo, pero tenía una cita con el Tucumano en el Británico a la una de la mañana y ya estaba llegando tarde. Desde que habíamos conocido a los escandinavos, mi amigo estaba obsesionado con armar en el sótano una exhibición del aleph para los turistas y necesitaba anular o asociar a Bonorino. La empresa me parecía delirante, pero fui yo mismo quien al final descubrió la solución. El bibliotecario era un maniático del orden, y advertiría cualquier trasiego de las fichas. A partir del quinto peldaño, los cuadraditos de cartulina, de tamaños y colores desiguales, formaban una telaraña cuyo dibujo sólo él conocía. Si alguien las rozaba con el pie al bajar, Bonorino pondría el grito en el cielo y saldría corriendo en busca de la policía. El Tucumano había tratado de acercarse varias veces al sótano, sin éxito. Yo, en cambio, había conseguido interesar al viejo mostrándole una antología que llevaba conmigo, Índice de la nueva poesía americana, en la que aparecían tres poemas de Borges que sólo se pueden leer ahí: "La guitarra", "A la calle Serrano", "Atardecer", y la primera versión de "Dulcia linquimus arva". Imaginé que un erudito como Bonorino no podría resistir la curiosidad de ver cómo Borges iba desprendiéndose de impurezas retóricas al pasar de un borrador a otro.